GUSTAVE LE BON
PSICOLOGÍA DE LAS MASAS
Estudio sobre la psicología
de las multitudes
Primera edición francesa:
1895
Buenos Aires – 2004
Prólogo del Traductor
Gustave Le Bon
Gustave Le Bon nació un 7 de mayo de
1841 en Nogent-le-Retrou y murió el 15 de diciembre de 1931 en París. Fue
médico, etnólogo, psicólogo y sociólogo habiendo estudiado la carrera de
Medicina, en la que se doctoró en 1876.
Después de doctorarse de médico se
dedicó primero a los problemas de la higiene y luego emprendió numerosos viajes
por Europa, África del Norte y Asia. La ampliación de su horizonte intelectual
lograda a través de estas experiencias lo llevó a dedicarse intensivamente a la
antropología y a la arqueología, actividades éstas que, a su vez, despertaron
en él un interés cada vez mayor por las ciencias naturales en general y por la
psicología en particular.
En su obra Les lois psychologiques de
l'évolution des peuples (Las leyes
psicológicas de la evolución de los pueblos – 1894) desarrolla la tesis que la
Historia es, en una medida sustancial, el producto del carácter racial o
nacional de un pueblo, siendo la fuerza motriz de la evolución social más la
emoción que la razón.
Si bien no deja de percibir y afirmar
que el verdadero progreso ha sido siempre y en última instancia fruto de la
obra de minorías operantes y élites intelectuales, tampoco niega los hechos –
de observación directa ya en su época – que apuntan a una cada vez mayor
importancia e influencia de las masas. En su La psychologie des foules (La
psicología de las masas) que data de 1895 – y que es, seguramente, su obra más
conocida – establece y describe los fenómenos básicos relacionados con el
comportamiento de las muchedumbres estableciendo las reglas fundamentales de
este comportamiento: pérdida temporal de la
personalidad individual consciente del individuo, su suplantación por la “mente
colectiva” de la masa, acciones y reacciones dominadas por la unanimidad, la
emocionalidad y la irracionalidad.
Lo notorio en este trabajo es que, si
bien las investigaciones sobre el comportamiento colectivo han, naturalmente,
continuado desde que Le Bon escribiera su obra más conocida, la verdad es que
relativamente poco se ha agregado de verdaderamente importante a la tesis
original. La psicología de las masas tiene, así, aún hoy, después de más de
cien años de haber sido escrita, una vigencia y una actualidad sorprendentes.
Los conceptos
Con todo, hay algunos aspectos que el
lector de nuestro tiempo debería tener presente puesto que, aún a pesar de la
notable aplicabilidad de las ideas y conceptos de Le Bon a muchas de nuestras
cuestiones actuales, cien años no han pasado en vano y, obviamente, existen
algunas precisiones que resulta necesario hacer.
En primer lugar, convendría quizás
aclarar los conceptos “civilización” y “cultura” y el significado que estos
términos tienen dentro del contexto de la cultura francesa clásica. Para gran
parte del pensamiento actual el término “cultura” es muchas veces entendido
como un concepto genérico que incluye una “civilización” definida, a su vez,
más bien en términos tecnológicos y económicos. Para el pensamiento francés
clásico, “civilización” es el marco orgánico general dentro del cual la
“cultura” es una manifestación de las facultades mentales y espirituales del
ser humano. Demás está decir que Le Bon utiliza el término “civilización” más
bien en este último sentido.
El otro concepto, sumamente
controversial, que Le Bon emplea con frecuencia es el de la raza. Notará el
lector que en el texto aparecen varias veces expresiones tales como “raza
latina”, “raza anglosajona” y, en ocasiones, hasta “raza francesa”. Esto,
probablemente, llevará a varios lectores actuales a recordar aquella ingeniosa
frase de Paul Broca quien al respecto solía comentar: ”La raza latina no existe por la misma razón
por la cual tampoco existe un diccionario braquicéfalo”.
Evidentemente, el adjudicar a
fenómenos etnobiológicos criterios de clasificación que provienen de categorías
linguísticas no parece ser ni aconsejable ni defendible. Sin embargo, no deberíamos
olvidar varias cosas. Por de pronto, que hacia fines del Siglo XIX la palabra
“raza” no expresaba exactamente lo mismo que hoy entendemos por ella. No se
tenían aún los conocimientos sobre la genética que hoy poseemos, no se sabía
absolutamente nada del ADN y su estructura molecular, y muchos mecanismos de la
herencia se suponían bastante más de lo que se conocían.
Por el otro lado – y quizás esto sea
lo más importante – Le Bon precisó bastante bien en otros trabajos su
particular posición frente al concepto y no debería ser olvidado que a lo largo
de La psicología de las masas el término de “raza” se refiere a lo que en otra
parte denominó como “razas históricas”. Traduciendo de algún modo la
terminología del Siglo XIX, hoy hablaríamos de etnoculturas, o bien – en el
caso de intervenir en el concepto el ingrediente de una organización
sociopolítica – de pueblos etnoculturalmente diferenciados.
Otro aspecto que quizás llame la
atención del lector actual es la posición que Le Bon adopta frente a la cuestión
educativa. El sistema educativo francés – al cual, de la mano de Taine, se le
da bastante extensión en esta obra – es ya, en buena medida, una cuestión
superada. Sin embargo, la crítica al saber casi exclusivamente obtenido de
libros de texto sigue siendo fundamentalmente válida, aún cuando ya no esté de
moda la memorización mecánica de estos textos. A pesar de que los oficios
actuales exigen una preparación mental y teórica más intensiva que la que
requería un obrero de fábrica o un empleado de oficina hacia fines del Siglo
XIX, la discrepancia entre teoría y realidad, o abstracción y práctica, sigue
siendo enorme en nuestros sistemas educativos presentes.
* * * * * * * * * * * * * *
En muchos sentidos La psicología de
las masas es una obra precursora en su tema. Ya hemos indicado que, a pesar de
varios e importantes trabajos de investigación posteriores, no deja de llamar
la atención lo relativamente poco que se ha avanzado en este terreno. Pero lo
original y adelantado del pensamiento de Le Bon no se limita a este campo
específico.
Llama la atención, por ejemplo, la
importancia fundamental que ya en 1895 Le Bon otorgaba al inconsciente. Para
tener una idea de lo que estamos indicando, acaso convenga recordar que 1895 es
exactamente el mismo año en que Freud recién comenzaba a hacerse conocer
publicando, en colaboración con Breuer, su Studien über Hysterie (Estudios
sobre la Histeria). Tal como, con mucha precisión lo indica H. J. Eysenck: “Los
apólogos de Freud lo presentan como si éste hubiera sido el primero en penetrar
en los negros abismos del inconsciente (...) Desgraciadamente, nada está más
lejos de los hechos. Como ha demostrado Whyte en su libro «El Inconsciente
antes de Freud», éste tuvo centenares de predecesores que postularon la
existencia de una mente inconsciente, y escribieron sobre ello con abundancia
de detalles”. [ [1] ] Bien mirado, cuando Freud llegó a ocuparse del tema de la
psicología de las masas bastante más tarde, no hizo más que expandir la tesis
básica de Le Bon, agregándole precisiones y detalles que, si bien pueden
resultar útiles, no alteran en absoluto el fondo de la cuestión.
Otra idea precursora interesante es
la que Le Bon expone, hacia el final de esta obra, respecto de la curiosa
propiedad que parecen tener las civilizaciones en cuanto a pasar por
determinados estadios, cumpliendo ciclos sorprendentemente semejantes, al menos
en apariencia. Es una idea que Le Bon expresa aquí cuando Spengler tenía
exactamente quince años ...
Y, por último, tampoco estará nunca
de más detenerse a analizar la opinión que hombres como Le Bon tenían de
acontecimientos considerandos insignes para nuestro sistema sociopolítico
actual. Revisar, desde la óptica de estas opiniones, acontecimientos tales como
la Revolución Francesa, el papel de Napoleón en la Historia de Francia, la
guerra franco-prusiana, las posibilidades reales que ya se percibían en el
socialismo dogmático emergente por aquella época, el papel de las masas y de
las ideas democráticas, y toda una serie de cuestiones que a pesar del tiempo
transcurrido no han perdido actualidad, seguramente ayudará a comprender
también la problemática de nuestros tiempos.
Y todo lo que contribuya a comprender
lo que nos sucede, a entrever lo que posiblemente nos puede llegar a suceder y
a brindarnos ideas útiles sobre lo que podríamos hacer al respecto, debería ser
bienvenido por todos los que aún cultivan la cada vez más rara costumbre de la
honestidad intelectual.
PRÓLOGO
El siguiente trabajo está dedicado a
un examen de las características de las masas. El genio de una raza está
constituido por la totalidad de las características comunes con las cuales la
herencia dota a los individuos de esa raza. Sin embargo, cuando una determinada
cantidad estos individuos está reunida en una muchedumbre con un propósito
activo, la observación demuestra que – por el simple hecho de estar los
individuos congregados – aparecen ciertas características psicológicas que se
suman a las características raciales, siendo que se diferencian de ellas, a
veces en un grado muy considerable.
Las muchedumbres organizadas siempre
han desempeñado un papel importante en la vida de los pueblos, pero este papel
no ha tenido nunca la envergadura que posee en nuestros días. La sustitución de
la actividad conciente de los individuos por la acción inconsciente de las
masas es una de las principales características de nuestro tiempo.
Me he propuesto examinar el difícil
problema presentado por las masas de un modo puramente científico – esto es:
haciendo un esfuerzo por proceder con método y sin dejarme influenciar por
opiniones, teorías o doctrinas. Creo que éste es el único modo de descubrir
algunas pocas partículas de verdad, especialmente cuando se trata de una
cuestión que es objeto de apasionadas controversias como es el caso aquí. Un
hombre de ciencia dedicado a verificar un fenómeno no debe preocuparse por los
intereses que su verificación puede afectar. En una reciente publicación, un
eminente pensador – M. Goblet d’Alviela – ha observado que, al no pertenecer a
ninguna de las escuelas contemporáneas, ocasionalmente me encuentro en
oposición a las conclusiones de todas ellas. Espero que este nuevo trabajo
merezca una observación similar. El pertenecer a una escuela necesariamente
implica abrazar sus prejuicios y sus opiniones preconcebidas.
Aún así, debería explicarle al lector
por qué hallará que saco conclusiones de mis investigaciones que, a primera
vista, podría pensarse que no se sustentan. Por qué, por ejemplo, aún después
de observar la extrema inferioridad mental de las masas – incluyendo asambleas
elegidas – afirmo que sería peligroso manipular su organización a pesar de esta
inferioridad.
La razón es que una atenta
observación de los hechos históricos me ha demostrado invariablemente que en
los organismos sociales, al ser éstos en todo sentido tan complicados como los
demás seres, no es sabio utilizar nuestro poder para forzarlos a padecer
transformaciones repentinas y extensas. La naturaleza recurre, de tiempo en
tiempo, a medidas radicales; pero nunca siguiendo nuestras modas, lo cual
explica por qué nada es más fatal para un pueblo que la manía por las grandes
reformas, por más excelente que estas reformas puedan parecer en teoría. Serían
útiles solamente si fuese posible cambiar instantáneamente el genio de las
naciones. Este poder, sin embargo, sólo lo posee el tiempo. Los hombres se
gobiernan por ideas, sentimientos y costumbres – elementos que constituyen
nuestra esencia. Las instituciones y las leyes son la manifestación visible de
nuestro carácter; la expresión de sus necesidades. Al ser su consecuencia, las
leyes y las instituciones no pueden cambiar este carácter.
El estudio de los fenómenos sociales
no puede ser separado del de los pueblos en medio de los cuales han surgido. Desde el punto de vista
filosófico, estos fenómenos pueden tener un valor absoluto. En la práctica, sin
embargo, sólo tienen un valor relativo.
En consecuencia, al estudiar un
fenómeno social, es necesario considerarlo sucesivamente bajo dos aspectos muy
diferentes. Al hacerlo, se verá que con mucha frecuencia que lo enseñado por la
razón pura es contrario a lo que enseña la razón práctica. Apenas si hay datos
– incluidos los físicos – a los cuales esta distinción no sería aplicable.
Desde el punto de vista de la verdad absoluta, un cubo o un círculo son figuras
geométricas invariables, rigurosamente definidas por ciertas fórmulas. Desde el
punto de vista de la impresión que causan a nuestros ojos, estas figuras
geométricas pueden adquirir formas muy variadas. Por la perspectiva, el cubo
puede transformarse en una pirámide o en un cuadrado; el círculo en una elipse
o en una línea recta. Más aún, la consideración de estas formas ficticias es
por lejos más importante que la de las formas reales, puesto que son ellas – y
ellas solas – las que vemos y a las cuales podemos reproducir en fotografías o
en dibujos. En algunos casos hay más verdad en lo irreal que en lo real.
Presentar los objetos en su forma geométrica exacta implicaría distorsionar su
naturaleza y volverla irreconocible. Si nos imaginamos un mundo en el cual sus
habitantes sólo pudiesen copiar o fotografiar objetos pero estuviesen
imposibilitados de tocarlos, sería muy difícil para esas personas obtener una
idea exacta de la forma de dichos objetos. Más todavía: el conocimiento de
estas formas, accesible sólo a un reducido número de personas instruidas,
despertaría un interés sumamente restringido.
El filósofo que estudia fenómenos
sociales debería tener presente que, al lado de su valor teórico, estos
fenómenos poseen un valor práctico y que éste último es el único importante en
lo que concierne a la evolución de la civilización. El reconocimiento de este
hecho debería volverlo muy circunspecto en relación con las conclusiones que la
lógica aparentemente le impondría a primera vista.
Hay también otros motivos que le
dictan una reserva similar. La complejidad de los hechos sociales es tal que
resulta imposible aprehenderlos en su totalidad y prever los efectos de su
influencia recíproca. Parece ser, también, que detrás de los hechos visibles se
esconden a veces miles de causas invisibles. Los fenómenos sociales visibles
parecen ser el resultado de una inmensa tarea inconsciente que, por regla
general, se halla más allá de nuestro análisis. Los fenómenos perceptibles
pueden ser comparados con las olas que, sobre la superficie del océano,
constituyen la expresión de disturbios profundos acerca de los cuales nada
sabemos. En lo que concierne a la mayoría de sus actos, las masas exhiben una
singular inferioridad mental. Sin embargo, existen otros actos en los que
parecen estar guiadas por aquellas misteriosas fuerzas que los antiguos
llamaban destino, naturaleza, o providencia, ésas que llamamos las voces de los
muertos, cuyo poder es imposible de ignorar aún cuando ignoremos su esencia. A
veces parecería que hay fuerzas latentes en el ser interior de las naciones que
sirven para guiarlas. ¿Qué, por ejemplo, puede ser más complicado, más lógico,
más maravilloso que un idioma? Y, sin embargo, ¿de dónde pudo haber surgido
esta admirablemente organizada manifestación excepto como resultado del genio
inconsciente de las masas? Los académicos más doctos, los gramáticos más
renombrados, no pueden hacer más que tomar nota de las leyes que gobiernan los
idiomas. Serían totalmente incapaces de crearlos. Aún respecto de las ideas de
los grandes hombres, ¿estamos seguros de que son la exclusiva creación de
sus cerebros? No hay duda de que esas ideas son siempre creadas por mentes
solitarias pero ¿no es acaso el genio de las masas el que ha provisto los miles
de granos de polvo que forman el suelo del cual esas ideas han brotado?
Sin duda, las masas son siempre
inconscientes; pero esta misma inconciencia es quizás uno de los secretos de su
fuerza.
En el mundo natural, seres exclusivamente gobernados por el instinto producen
hechos cuya complejidad nos asombra. La razón es un atributo demasiado reciente
de la humanidad y todavía demasiado imperfecto como para revelar las leyes del
inconsciente y más aún para suplantarlo. La parte que desempeña lo inconsciente
en nuestros actos es inmensa y la parte que le toca a la razón, muy pequeña. Lo
inconsciente actúa como una fuerza todavía desconocida.
Si deseamos, pues, permanecer dentro
de los estrechos pero seguros límites dentro de los cuales la ciencia puede
adquirir conocimientos y no deambular por el dominio de la vaga conjetura y las
vanas hipótesis, todo lo que debemos hacer es simplemente tomar nota de los
fenómenos tal como éstos nos son accesibles y limitarnos a su consideración.
Toda conclusión extraída de nuestra observación es, por regla general,
prematura; porque detrás de los fenómenos que vemos con claridad hay otros
fenómenos que vemos en forma confusa y, quizás, detrás de estos últimos hay aún
otros que no vemos en absoluto.
INTRODUCCIÓN
LA ERA DE LAS MASAS
La evolución de la época actual – Los
grandes cambios en la civilización son la consecuencia de cambios en el
pensamiento nacional – La fe moderna en el poder de las masas – Transformación
de la política tradicional de los Estados europeos – Cómo se produce el
surgimiento de las clases populares y la forma en que éstas ejercen el poder –
Las consecuencias necesarias del poder de las masas – Las masas, incapaces de
desempeñar otro papel que el destructivo – La disolución de civilizaciones
agotadas es obra de la masa – Ignorancia general acerca de la psicología de las
masas – Importancia del estudio de las masas para legisladores y estadistas.
Los grandes disturbios que preceden
el cambio en las civilizaciones, tales como la caída del Imperio Romano o la
fundación del Imperio Árabe, a primera vista parecen estar determinados más
específicamente por transformaciones políticas, invasión extranjera o el
derrocamiento de dinastías. Pero un estudio más atento de estos eventos
demuestra que, detrás de estas causas aparentes, la causa real parece ser una
profunda modificación de las ideas de los pueblos. Las verdaderas revoluciones
históricas no son aquellas que nos sorprenden por su grandiosidad y violencia.
Los únicos cambios importantes, de los cuales resulta la renovación de las
civilizaciones, afectan ideas, concepciones y creencias. Los eventos memorables
de la Historia son los efectos visibles de los invisibles cambios en el
pensamiento humano. La razón por la cual estos eventos son tan raros es que no
hay nada tan estable en una raza como el fundamento hereditario de sus
pensamientos.
La época presente constituye uno de
esos momentos críticos en los cuales el pensamiento de la humanidad está
sufriendo un proceso de transformación.
En la base de esta transformación se
encuentran dos factores fundamentales. El primero es el de la destrucción de
aquellas creencias religiosas, políticas y sociales en las cuales todos los
elementos de nuestra civilización tienen sus raíces. El segundo, es el de la
creación de condiciones de existencia y de pensamiento enteramente nuevas, como
resultado de los descubrimientos científicos e industriales modernos.
Con las ideas del pasado, aunque
semidestruidas, aún muy poderosas, y con las ideas que han de reemplazarlas
todavía en proceso de formación, la era moderna representa un período de
transición y anarquía.
Todavía no es fácil determinar qué
surgirá de este período necesariamente algo caótico. ¿Cuáles serán las ideas
sobre las cuales se construirán las sociedades que habrán de seguirnos? Por el
momento, no lo sabemos. Sin embargo, aún así, ya está claro que, cualesquiera
que sean las líneas a lo largo de las cuales se organice la sociedad futura,
las mismas tendrán que tener en cuenta un nuevo poder, la última fuerza
soberana sobreviviente de los tiempos modernos: el poder de las masas. Sobre
las ruinas de tantas ideas antes consideradas indiscutibles y que hoy han
decaído o están decayendo, sobre tantas fuentes de autoridad que las sucesivas
revoluciones han destruido, este poder, que es el único que ha surgido en su
estela, parece pronto destinado a absorber a los demás. Mientras todas nuestras antiguas creencias están tambaleando
y desapareciendo, el poder de la masa es la única fuerza a la cual nada amenaza
y cuyo prestigio se halla continuamente en aumento. La era en la
cual estamos ingresando será, de verdad, la era de las masas.
Apenas hace un siglo atrás, los
principales factores que determinaban los hechos eran la tradicional política
de los Estados europeos y las rivalidades de los soberanos. La opinión de las
masas apenas si contaba y, en la mayoría de los casos, de hecho no contaba en
absoluto. Hoy, las que no cuentan son las tradiciones que solían determinar a
la política y las tendenciosidades o rivalidades de los gobernantes mientras
que, por el contrario, la voz de las masas se ha vuelto preponderante. Es esta
voz la que dicta la conducta de los reyes, cuya misión es la de tomar nota de
lo que expresa. Actualmente, los destinos de las naciones se elaboran en el
corazón de las masas y ya no más en los consejos de los príncipes.
El ingreso de las clases populares a
la vida política – lo cual equivale a decir en realidad, su progresiva
transformación en clases gobernantes – es una de las características más
relevantes de nuestra época de transición. La introducción del sufragio
universal, que por largo tiempo no tuvo sino una influencia escasa, no es, como
podría pensarse, la característica distintiva de esta transferencia de poder
político. El progresivo crecimiento del poder de las masas tuvo lugar al
principio por la propagación de ciertas ideas que lentamente se implantaron en
la mente de los hombres y después, por la asociación gradual de individuos
dedicados a la realización de concepciones teóricas. Ha sido por la asociación
que las masas se han procurado ideas referidas a sus intereses – ideas muy
claramente definidas aunque no particularmente justas – y han arribado a una
conciencia de su fuerza. Las masas están fundando sindicatos ante los cuales
las autoridades capitulan una después de la otra, también están las
confederaciones laborales las que, a pesar de todas las leyes económicas,
tienden a regular las condiciones de trabajo y los salarios. Las masas ingresan
a asambleas que forman parte de gobiernos y sus representantes, careciendo
enteramente de iniciativa e independencia, se limitan, la mayoría de las veces,
a ser nada más que voceros de los comités que los han elegido.
Hoy en día los reclamos de las masas
se están volviendo cada vez más claramente definidos y significan nada menos
que la determinación de destruir completamente a la sociedad tal como ésta
existe actualmente, con vista a hacerla retroceder a ese primitivo comunismo
que fue la condición normal de todos los grupos humanos antes de los albores de
la civilización. Las exigencias se refieren a limitación de las horas de
trabajo, nacionalización de las minas, ferrocarriles, fábricas y el suelo; la
igualitaria distribución de todos los productos, la eliminación de todas las
clases superiores en beneficio de las clases populares, etc.
Poco adaptadas a razonar, las masas,
por el contrario, son rápidas en actuar. Como resultado de su actual
organización, su fuerza se ha vuelto inmensa. Los dogmas a cuyo nacimiento
estamos asistiendo pronto tendrán la potencia de los antiguos dogmas, es decir:
la fuerza tiránica y soberana que concede el estar más allá de toda discusión.
El derecho divino de las masas está a punto de reemplazar al derecho divino de
los reyes.
Los escritores que gozan del favor de
nuestras clases medias, aquellos que mejor representan sus más bien estrechas
ideas, sus opiniones bastante preestablecidas, su más bien superficial
escepticismo y su a veces algo excesivo egoísmo, exhiben una profunda alarma
ante este nuevo poder que ven crecer. Para combatir el desorden mental de las
personas, apelan desesperadamente a aquellas fuerzas morales de la Iglesia por
las cuales antes profesaron tanto desprecio. Nos hablan de la bancarrota de la
ciencia, de volver a Roma a hacer penitencia, y nos recuerdan las enseñanzas de
la verdad revelada. Estos nuevos conversos se olvidan de que es demasiado
tarde. Si hubiesen estado realmente tocados por la gracia, una operación así no
podría tener la misma influencia sobre mentes menos dedicadas a las
preocupaciones que tanto inquietan a estos recientes adherentes a la religión.
Las masas repudian hoy a los dioses que sus admonitores repudiaron ayer y
ayudaron a destruir. No hay poder alguno, humano o divino, que pueda obligar
una corriente a fluir hacia atrás, de regreso a sus fuentes.
No ha habido ninguna bancarrota de la
ciencia y la ciencia no ha participado en la presente anarquía intelectual, ni
tampoco en la construcción del nuevo poder que está surgiendo en medio de esta
anarquía. La ciencia nos prometió la verdad, o al menos, un conocimiento de las
relaciones que nuestra inteligencia puede aprehender. Nunca nos prometió paz ni
felicidad. Soberanamente indiferente a nuestros sentimientos, es sorda a
nuestras lamentaciones. Está en nosotros aprender a vivir con la ciencia puesto
que nada puede devolvernos las ilusiones que ha destruido.
Síntomas universales, visibles en
todas las naciones, nos muestran el rápido crecimiento del poder de las masas y
no nos permiten admitir la suposición de que este poder cesará de crecer en
alguna fecha cercana. Sea cual fuere el destino que este poder nos tiene
reservado, tendremos que aceptarlo. Todo razonamiento en contra del mismo es
simplemente una vana guerra de palabras. Por cierto, es posible que el
advenimiento del poder de las masas marque una de las últimas etapas de la
civilización occidental, el completo sumergimiento en uno de esos períodos de
confusa anarquía que siempre parecen destinados a preceder el nacimiento de
toda nueva sociedad. Pero ¿podría evitarse este resultado?
Hasta el presente, estas
destrucciones completas de una civilización gastada han constituido la tarea
más obvia de las masas. Realmente, no es tan sólo en la actualidad en dónde
podemos rastrear esto. La Historia nos dice que, desde el momento en que pierden
su vigor las fuerzas morales sobre las cuales ha descansado una civilización,
su disolución final resulta producida por esas masas inconscientes y brutales
que denominamos, bastante justificadamente, como bárbaras. Hasta ahora, las
civilizaciones han sido creadas y dirigidas sólo por una pequeña aristocracia
intelectual, nunca por muchedumbres. Las masas son solamente poderosas para
destruir. Su gobierno es siempre equivalente a una fase de barbarie. Una
civilización implica reglas fijas, disciplina, un pasaje del estadio instintivo
al racional, previsión del futuro, un elevado grado de cultura – condiciones
todas que las masas, libradas a si mismas, invariablemente han demostrado ser
incapaces de concretar. Como consecuencia de la naturaleza puramente
destructiva de su poder, las masas actúan como esos microbios que aceleran la
destrucción de los cuerpos débiles o muertos. Cuando
la estructura de una civilización está podrida, son siempre las masas las que
producen su caída. Es en tales encrucijadas que su misión principal
se hace claramente visible y es allí en dónde, por un tiempo, la filosofía de
la cantidad parece ser la única filosofía de la Historia.
¿Tiene nuestra civilización reservado
el mismo? Hay razones para creer que éste es el caso, pero todavía no estamos
en condiciones de estar seguros.
Sea como fuere, estamos condenados a
resignarnos al reino de las masas desde el momento en que la falta de previsión
ha derribado sucesivamente todas las barreras que podrían haberlas mantenido
bajo control.
Poseemos un conocimiento muy
superficial de estas masas que están comenzando a ser el objeto de tanta
discusión. Los psicólogos profesionales, al haber
vivido lejos de ellas, siempre las han ignorado, y cuando, como ha sucedido
últimamente, han dirigido su atención en esta dirección solamente ha sido para
considerar los crímenes que las masas son capaces de cometer. Sin
duda alguna, las masas criminales existen, pero también habrá que considerar
a masas virtuosas, a masas heroicas y a masas de muchas otras clases. Los crímenes de las
masas constituyen solamente una fase particular de su psicología. La
constitución mental de las masas no puede estudiarse meramente a través de la
investigación de sus crímenes, de la misma manera en que no se puede comprender
la constitución mental de un individuo a través de la mera descripción de sus
vicios.
Sin embargo, es un hecho que todos
los gobernantes del mundo, todos los fundadores de religiones o de imperios,
los apóstoles de todos los credos, los estadistas eminentes y, en una esfera
más modesta, los simples jefes de pequeños grupos de hombres, todos han sido
psicólogos inconscientes, poseedores de un conocimiento instintivo y
frecuentemente muy certero acerca del carácter de las masas, y ha sido el
conocimiento preciso de este carácter lo que les ha permitido a estas personas
establecer su predominio tan fácilmente. Napoleón tenía un maravilloso
conocimiento de la psicología de las masas de país en el cual reinó pero, a
veces, malinterpretó completamente la psicología de las masas pertenecientes a
otras razas [ [2] ], y fue por esta malinterpretación que se involucró en
España – y más notoriamente en Rusia – en conflictos en los cuales su poder
recibió aquellos embates que en poco tiempo lo destruyeron. El conocimiento de
la psicología de las masas es hoy en día el último recurso del estadista que no
desea gobernarlas – esto se está volviendo una cuestión muy difícil – pero que,
en todo caso, no desea ser gobernado demasiado por ellas.
Solamente obteniendo alguna clase de
percepción de la psicología de las masas se puede comprender cuan superficial
es sobre ellas la acción de leyes e instituciones, cuan impotentes son para
sostener cualquier opinión diferente de aquellas que les son impuestas, y que
no es posible dirigirlas mediante reglas basadas en teorías de equidad pura
sino buscando lo que las impresiona y lo que las seduce. Por ejemplo, si un
legislador desease imponer un nuevo impuesto, ¿debería elegir aquél que le
parezca más justo? De ninguna manera. En la práctica, el impuesto más injusto
puede ser el mejor para las masas. Y si, al mismo tiempo, resulta ser el menos
obvio y aparentemente el menos gravoso, tanto más fácilmente será tolerado. Es
por esta razón que un impuesto indirecto, por más exorbitante que sea, siempre
será aceptado por la masa porque, pagado diariamente en fracciones de centavo
sobre objetos de consumo, no interferirá con los hábitos de la masa y pasará
desapercibido. Reempláceselo por un impuesto proporcional sobre salarios o
ingresos de cualquier otro tipo, pagadero en una suma íntegra, y aún cuando
esta imposición fuese teóricamente diez veces menos gravosa que el otro,
seguramente será causa de una protesta unánime. Esto obedece al hecho que una
suma relativamente grande, que aparecerá como inmensa y que excitará a la
imaginación, ha sido sustituida por las imperceptibles fracciones de algunos
centavos. El nuevo impuesto solamente parecería alto si hubiese sido ahorrado
centavo a centavo, pero este procedimiento económico implica una cantidad de
previsión del que las masas son incapaces.
El ejemplo precedente es uno de los
más simples. Su exactitud puede ser percibida con facilidad. No escapó a la
atención de un psicólogo como Napoleón pero nuestros legisladores modernos,
ignorantes como son de las características de la masa, resultan incapaces de
apreciarlo. La experiencia todavía no les ha enseñado lo suficiente que las
personas nunca amoldan sus conductas a los dictados de la razón pura.
Hay muchas otras aplicaciones
prácticas que pueden hacerse a partir de la psicología de las masas. Un
conocimiento de esta ciencia arroja la más vívida luz sobre un gran número de
fenómenos históricos y económicos que serían totalmente incomprensibles sin él.
Tendré ocasión de mostrar que la razón por la cual el más notorio de los
historiadores modernos, Taine, ha entendido a veces tan imperfectamente los
eventos de la gran Revolución Francesa es que nunca se le ocurrió estudiar el
genio de las masas. Taine, para el estudio de este complicado período se impuso
como guía el método descriptivo al cual recurren los naturalistas, pero las
fuerzas morales están casi por completo ausentes en los casos que los
naturalistas tienen que estudiar. Y son precisamente estas fuerzas las que
constituyen las verdaderas fuentes principales de la Historia.
Consecuentemente, mirándolo meramente
desde el lado práctico, el estudio de la psicología de las masas merece ser
intentado. Y aún cuando el interés obedeciese tan sólo a la pura curiosidad,
seguiría mereciendo atención. Es tan interesante descifrar los motivos de las
acciones de los hombres como lo es el determinar las características de un
mineral o de una planta. Nuestro estudio del genio de las masas puede ser
meramente una breve síntesis, un simple resumen de nuestras investigaciones. No
debe serle exigido más que unas pocas percepciones sugestivas. Otros trabajarán
el suelo más intensivamente. Hoy, sólo tocamos la superficie de un terreno
todavía casi virgen.
LIBRO I: LA
MENTE DE LAS MASAS
Capítulo I: Características
generales de las masas. Ley psicológica de su unidad mental.
¿Qué constituye una masa desde el
punto de vista psicológico?
– Una aglomeración numéricamente grande de
individuos no es suficiente para formas una masa –
Características especiales de masas
psicológicas
–
La orientación hacia una dirección fija de las ideas y
sentimientos de los individuos que componen una masa así, y la desaparición de
su personalidad individual
–
La masa siempre está dominada por consideraciones de las que
no tiene conciencia
–
La desaparición de la actividad cerebral y el predominio de
la actividad medular
–
La depreciación de la inteligencia y la completa
transformación de los sentimientos
–
Los sentimientos transformados pueden ser mejores o peores
que los de los individuos de los cuales la masa se compone
–
Una masa es tan fácilmente heroica como criminal.
En su sentido ordinario, la palabra
“masa” o “muchedumbre” significa una reunión de individuos de cualquier
nacionalidad, profesión o sexo, sean cuales fueren las causas que los han
juntado. Desde el punto de vista psicológico, la expresión “masa” adquiere un
significado bastante diferente. Bajo ciertas circunstancias, y sólo bajo ellas,
una aglomeración de personas presenta características nuevas, muy diferentes a
las de los individuos que la componen. Los sentimientos y las ideas de todas
las personas aglomeradas adquieren la misma dirección y su personalidad
consciente se desvanece. Se forma una mente colectiva, sin duda transitoria,
pero que presenta características muy claramente definidas. La aglomeración, de
este modo, se ha convertido en lo que, a falta de una expresión mejor, llamaré
una masa organizada. Forma un único ser y queda sujeta a la ley de la unidad
mental de las masas.
Es evidente que no es por el simple
hecho de estar accidentalmente el uno al lado del otro que un cierto número de
individuos adquiere el carácter de una masa organizada. Mil individuos
accidentalmente reunidos en un espacio público, sin ningún objeto determinado,
de ninguna manera constituyen una masa desde el punto de vista psicológico. A
fin de adquirir las características especiales de una masa como la señalada, es
necesaria la influencia de ciertas causas predisposicionantes cuya naturaleza
deberemos determinar.
La desaparición de la personalidad consciente
y la orientación de los sentimientos y los pensamientos en una dirección
definida – que son las características primarias de una masa a punto de
volverse organizada – no siempre involucran la presencia de un número de
individuos en un sitio determinado. Miles de individuos aislados, en ciertos
momentos y bajo la influencia de ciertas emociones violentas – tales como, por
ejemplo, un gran evento nacional – pueden adquirir las características de una
masa psicológica. En ciertos momentos, media docena de personas puede
constituir una masa psicológica; algo que puede no suceder con cientos de
personas reunidas por accidente. Por el otro lado, toda una nación, aún cuando
no exista una aglomeración visible, puede convertirse en masa bajo la acción de
ciertas influencias.
La masa psicológica, una vez
constituida, adquiere ciertas características generales, provisorias pero
determinables. A estas características generales se le agregan características
particulares que varían de acuerdo con los elementos de los cuales la masa se
compone y que pueden modificar su constitución mental. Las masas psicológicas,
pues, son susceptibles de ser clasificadas, y cuando nos ocupemos de esta
materia veremos que una masa heterogénea – es decir: una masa compuesta por
elementos disímiles – presenta ciertas características comunes con masas
homogéneas – es decir: masas compuestas de elementos más o menos similares
(sectas, castas, clases) – y al lado de estas características comunes, hay
particularidades que permiten diferenciar a los dos tipos de masa.
Sin embargo, antes de ocuparnos de
las diferentes categorías de masas, primero debemos examinar las
características que les son comunes a todas. Nos pondremos a trabajar como el
naturalista que comienza por describir las características comunes a todos los
miembros de una familia antes de dedicarse a las particulares que permiten la
diferenciación de géneros y especies incluidos en esa familia.
No es fácil describir la mente de las
masas con exactitud porque su organización varía no solamente de acuerdo con la
raza y la composición, sino también de acuerdo con la naturaleza y la
intensidad de los estímulos bajo cuyos efectos las masas se hallan. Sin
embargo, la misma dificultad se presenta en el estudio psicológico de un
individuo. Solamente en las novelas se encuentran personajes que transitan toda
su vida con un carácter invariable. Es sólo la uniformidad del medioambiente la
que crea la aparente uniformidad de los caracteres. En otra parte he demostrado
que todas las constituciones mentales contienen caracteres en potencia que
pueden manifestarse como consecuencia de un súbito cambio en el medioambiente.
Esto explica cómo, en medio de los más salvajes miembros de la Convención
Francesa, se podía encontrar a ciudadanos inofensivos que, bajo condiciones
normales, hubieran sido pacíficos notarios o virtuosos magistrados. Una vez
pasada la tormenta, retomaron su carácter normal de ciudadanos tranquilos,
respetuosos de la ley. Napoleón encontró entre ellos a sus sirvientes más
dóciles.
Siendo imposible aquí estudiar todos
los sucesivos grados de organización de las masas, nos dedicaremos más
específicamente a aquellas que han alcanzado la fase de organización completa.
De este modo veremos en qué se pueden convertir las masas, pero no aquello que
invariablemente son. Es solamente en esta fase avanzada de organización que
ciertas características nuevas y especiales se superponen sobre el invariable y
dominante carácter de la raza, teniendo después lugar el giro, al cual ya hemos
aludido, de todos los sentimientos y pensamientos de la colectividad en una
dirección única. También, es solamente bajo tales circunstancias que comienza a
jugar lo que más arriba he llamado la ley psicológica de la unidad mental de
las masas.
Entre las características
psicológicas de las masas hay algunas que pueden presentarse en común con las
de individuos aislados y, por el contrario, otras que les son absolutamente
peculiares y que solamente se encuentran dentro de colectividades. Son estas
características especiales que estudiaremos antes que nada a fin de demostrar
su importancia.
La peculiaridad más sobresaliente que
presenta una masa psicológica es la siguiente: sean
quienes fueren los individuos que la componen, más allá de semejanzas o
diferencias en los modos de vida, las ocupaciones, los caracteres o la
inteligencia de estos individuos, el hecho de que han sido transformados en una
masa los pone en posesión de una especie de mente colectiva que los hace
sentir, pensar y actuar de una manera bastante distinta de la que cada
individuo sentiría, pensaría y actuaría si estuviese aislado. Hay
ciertas ideas y sentimientos que no surgen, o no se traducen en acción, excepto
cuando los individuos forman una masa. La masa psicológica es un ser provisorio
formado por elementos heterogéneos que se combinan por un momento, exactamente
como las células que constituyen un cuerpo viviente forman por su reunión un
nuevo ser que exhibe características muy diferentes de las que posee cada
célula en forma individual.
Contrariamente a la opinión que uno
se sorprende de encontrar proviniendo de la pluma de un filósofo tan agudo como
Herbert Spencer, en el agregado que constituye una masa no hay ninguna clase de
sumatoria o de promedio establecido entre sus elementos. Lo que realmente tiene
lugar es una combinación seguida de la creación de nuevas características, al
igual que en química ciertos elementos puestos en contacto – bases y ácidos,
por ejemplo – se combinan para formar una nueva sustancia con propiedades
bastante diferentes de las que han servido para formarla.
Es fácil demostrar cuanto
difiere la individualidad de la masa del individuo aislado que la compone, pero
es menos fácil descubrir las causas de esta diferencia.
En todo caso, para una visión genérica
es necesario, en primer lugar, recordar la verdad establecida por la psicología
moderna en cuanto a que los fenómenos inconscientes juegan un papel
preponderante no sólo en la vida orgánica sino también en las operaciones de la
inteligencia. La vida consciente de la mente tiene una importancia pequeña en
comparación con su vida inconsciente. El más sutil analista, el más agudo
observador, apenas si tiene éxito en descubrir una cantidad muy pequeña de los
motivos inconscientes que determinan su conducta. Nuestros actos conscientes
son el resultado de un sustrato inconsciente creado en la mente, en su mayor
parte por influencias hereditarias. Este sustrato se halla constituido por las
innumerables características comunes transmitidas de generación en generación
que forman el genio de una raza. Detrás de las causas alegadas de nuestros
actos, es indudable que hay todavía muchas más causas secretas que nosotros
mismos ignoramos. La mayor parte de nuestras acciones cotidianas es el
resultado de motivos ocultos que escapan a nuestra observación.
Es más especialmente respecto de esos
elementos inconscientes que constituyen el genio de una raza que todos los
individuos pertenecientes a ella se parecen los unos a los otros, mientras que
es principalmente respecto de los elementos conscientes de su carácter – fruto
de la educación y de condiciones hereditarias aún más excepcionales – que se
diferencian entre si. Personas absolutamente disímiles en materia de
inteligencia poseen instintos, pasiones y sentimientos que son muy similares.
En cuestiones de todo lo que pertenece a la esfera del sentimiento – religión,
política, moralidad, afectos y antipatías, etc. – los hombres más
eminentes raramente sobrepasan el nivel del más ordinario de los individuos.
Desde el punto de vista intelectual puede existir un abismo entre el gran
matemático y su zapatero; pero desde el punto de vista del carácter la
diferencia es frecuentemente escasa o inexistente.
Son precisamente estas cualidades
generales del carácter, gobernadas por fuerzas de las cuales no somos
conscientes, y poseídas por la mayoría de los individuos normales de una raza
en un grado bastante similar – son precisamente estas cualidades, decía, que se
convierten en la propiedad común de las masas. En la mente colectiva las
aptitudes intelectuales de los individuos se debilitan y, por consiguiente, se
debilita también su individualidad. Lo heterogéneo es desplazado por lo
homogéneo y las cualidades inconscientes obtienen el predominio.
El simple hecho de que las masas
posean en común cualidades ordinarias explica por qué nunca pueden ejecutar
actos que demandan un alto nivel de inteligencia. Las decisiones relativas a
cuestiones de interés general son puestas ante una asamblea de personas
distinguidas, pero estos especialistas en diferentes aspectos de la vida
resultan ser incapaces de tomar decisiones superiores a las que hubiera tomado
un montón de imbéciles. La verdad es que sólo pueden poner a disposición del
trabajo en común aquellas cualidades mediocres que le corresponden por derecho
de nacimiento a todo individuo promedio. En la masa
es la estupidez y no la perspicacia lo que se acumula. No es, como
tantas veces se repite, que todo el mundo tiene más perspicacia que Voltaire
sino, seguramente, es Voltaire el que tiene más perspicacia que todo el mundo
si por “todo el mundo” debemos entender a las masas.
Si los individuos de una masa se
limitaran a poner a disposición del común aquellas cualidades ordinarias de las
cuales cada uno de ellos tiene cierta cantidad, la resultante sería meramente
un promedio y no, como hemos dicho que es en realidad el caso, la creación de
características nuevas. ¿Cómo se crean estas nuevas características? Pues, esto
es lo que ahora investigaremos.
HAY DIFERENTES CAUSAS QUE DETERMINAN
LA APARICIÓN DE LAS CARACTERÍSTICAS PECULIARES DE LAS MASAS Y QUE NO POSEEN LOS
INDIVIDUOS AISLADOS.
La primera es que el individuo que
forma parte de una masa adquiere, por simples consideraciones numéricas, un
sentimiento de poder invencible que le permite ceder ante instintos que, de
haber estado solo, hubiera forzosamente mantenido bajo control. Estará menos
dispuesto a autocontrolarse partiendo de la consideración que una masa, al ser
anónima y, en consecuencia, irresponsable, hace que el sentimiento de
responsabilidad que siempre controla a los individuos desaparezca enteramente.
La segunda causa, que es el
contagio, también interviene en determinar la manifestación de las
características especiales de las masas y, al mismo tiempo, también en
determinar la tendencia que las mismas seguirán. El contagio es un fenómeno
cuya presencia es fácil de establecer pero que no es fácil de explicar. Tiene
que ser clasificado entre los fenómenos de un orden hipnótico que estudiaremos
en breve. En una masa, todo sentimiento y todo acto es contagioso; y contagioso
a tal grado que un individuo se vuelve dispuesto a sacrificar su interés
personal en aras del interés colectivo. Ésta es una actitud muy contraria a
su naturaleza y de la cual el ser humano es escasamente capaz, excepto cuando
forma parte de una masa.
Una tercera causa, y
por lejos la más importante, es la que determina en los individuos de una masa
esas características especiales que a veces son bastante contrarias a las que
presenta el individuo aislado. Me refiero a la sugestionabilidad, de la cual,
incluso, el contagio arriba mencionado no es más ni menos que un efecto.
Para entender este fenómeno es
necesario tener presente ciertos descubrimientos psicológicos recientes. Hoy en
día sabemos que, por medio de varios procesos, un individuo puede ser puesto en
una condición tal que, habiendo perdido su personalidad consciente, obedece
todas las sugerencias del operador que le ha privado de ella y comete actos en
manifiesta contradicción con su carácter y sus hábitos. Las observaciones más
minuciosas parecen probar que un individuo, sumergido durante cierta cantidad
de tiempo en una masa en acción, pronto se encuentra – ya sea por consecuencia
de la influencia magnética producida por la masa o por alguna otra causa que
ignoramos – en un estado especial que se asemeja mucho al estado de fascinación
en el que se encuentra el individuo hipnotizado que está en las manos de un
hipnotizador. Habiendo sido paralizada la actividad mental en el caso del
sujeto hipnotizado, éste se convierte en esclavo de todas las actividades
inconscientes que el hipnotizador dirige a su voluntad. La personalidad
consciente ha desaparecido por completo; la voluntad y el discernimiento se han
perdido. Todos los sentimientos y pensamientos se inclinan en la dirección
determinada por el hipnotizador.
Tal es también, aproximadamente, el estado del individuo que forma parte de una masa
psicológica. Ya no es consciente de sus actos. En su caso, como en
el del sujeto hipnotizado, al tiempo que algunas facultades son destruidas,
otras pueden ser llevadas a un alto grado de exaltación. Bajo la influencia de
una sugestión, la persona acometerá la realización de
actos con una impetuosidad irresistible. Esta impetuosidad es tanto más
irresistible en el caso de las masas que en el del sujeto hipnotizado, cuanto
que, siendo la sugestión la misma para todos los miembros de la masa, gana en
fuerza por reciprocidad. Los individuos en la masa que quizás posean una
personalidad suficientemente fuerte como para resistir la sugestión son
demasiado escasos en número como para luchar contra la corriente. A lo sumo
podrán intentar desviarla por medio de sugestiones distintas. Es de esta
manera, por ejemplo, que una expresión feliz, una imagen oportunamente evocada,
ocasionalmente ha disuadido a una masa de los actos más sangrientos.
Vemos, pues, que la desaparición de
la personalidad consciente, el predominio de la personalidad inconsciente y el
contagio de sentimientos e ideas puestas en una única dirección, la tendencia a
transformar inmediatamente las ideas sugeridas en acción; éstas son, como
vemos, las principales características del individuo
formando parte de una masa. Ya no es él mismo sino que se ha convertido en un
autómata que ha dejado de estar guiado por su propia voluntad.
Más aún; por el simple hecho de
formar parte de una masa organizada, un hombre desciende varios peldaños en la
escala de la civilización. Aislado, es posible que sea un individuo cultivado;
en una masa será un bárbaro – esto es: una criatura que actúa por instintos.
Poseerá la espontaneidad, la violencia, la ferocidad y también el entusiasmo y
el heroísmo de los seres primitivos a los que tenderá a parecerse cada vez más
por la facilidad con la que se dejará impresionar a través de palabras e
imágenes – que no provocarían acción alguna en cada uno de los individuos
aislados que componen la masa – y a ser inducido a cometer acciones contrarias
a sus más evidentes intereses y sus hábitos mejor conocidos. Un individuo en
una masa es un grano de arena entre otros granos de arena que el viento
arremolina a su voluntad.
Es por este motivo que se pueden ver
jurados dictando sentencias que cada miembro del jurado desaprobaría
individualmente; así es como asambleas parlamentarias sancionan leyes y medidas
que cada uno de sus miembros desaprobaría en lo personal. Tomados por separado,
los hombres de la Convención eran ciudadanos ilustrados con hábitos pacíficos.
Unidos en una masa, no vacilaron en adherir a las propuestas más salvajes, en
guillotinar individuos clarísimamente inocentes y, contrariamente a sus
intereses, a renunciar a su inviolabilidad y a diezmarse a si mismos.
No es solamente por sus
acciones que un individuo en una masa se diferencia esencialmente de si mismo.
Incluso antes de perder completamente su independencia, sus ideas y sus
sentimientos han sufrido una transformación; y esta transformación es tan
profunda que es capaz de cambiar al avaro en un despilfarrador, a un escéptico
en un creyente, a la persona honesta en un criminal, y al cobarde en un héroe.
La renuncia a todos los privilegios que la nobleza votó en un momento de
entusiasmo durante la celebrada noche del 4 de Agosto de 1789, ciertamente
jamás habría sido consentida por ninguno de sus miembros tomados por separado.
La conclusión a extraer de lo
precedente es que la masa es siempre
intelectualmente inferior al individuo aislado pero que, desde el punto
de vista de los sentimientos y de las acciones que estos sentimientos provocan,
la masa puede, dependiendo de las circunstancias, ser mejor o peor que el
individuo. Todo depende de la sugestión a la cual la masa se halla expuesta.
Este es el punto que ha sido completamente malinterpretado por escritores que
solamente han estudiado a las masas desde un punto de vista criminal. Sin duda
alguna, una masa es frecuentemente criminal, pero también muchas veces es
heroica. Son las masas y no tanto los individuos que pueden ser inducidas a
correr un riesgo de muerte para asegurar el triunfo de un credo o de una idea;
que pueden ser inflamadas con entusiasmo por la gloria y el honor; que pueden
ser conducidas – casi sin armas como en la época de las Cruzadas – a recuperar
la tumba de Cristo de las manos del infiel o, como en el ’93, a defender a la
patria [ [3] ]. Un heroísmo como ése es sin duda inconsciente en alguna medida,
pero de esa clase de heroísmo está hecha la Historia. Si los pueblos fuesen
tenidos en cuenta únicamente por los hechos cometidos a sangre fría, los anales
del mundo registrarían sólo muy pocos de ellos.
CAPÍTULO II:
LOS SENTIMIENTOS Y LA MORAL DE LAS MASAS
1. Impulsividad, inestabilidad e
irritabilidad de las masas.
La masa está a merced de todas las
causas estimulantes exteriores y refleja sus incesantes variaciones – Los
impulsos a los cuales la masa obedece son tan imperiosos que aniquilan el
sentido para el interés personal – La premeditación está ausente de las masas –
Influencias raciales.
2. Las masas son crédulas y
fácilmente influenciables por sugestión.
La obediencia de las masas a las
sugestiones – Las imágenes evocadas en la mente de las masas son aceptadas por
ellas como realidades – Por qué estas imágenes son idénticas para todos los
individuos que componen una masa – Varios ejemplos de ilusiones a las que están
sujetos los individuos de una masa – La imposibilidad de dar crédito al
testimonio de las masas – La unanimidad de numerosos testigos es una de las
peores pruebas que pueden ser invocadas para establecer un hecho – El escaso
valor de las obras de historia.
3. La exageración y la espontaneidad
de los sentimientos de las masas.
Las masas no admiten dudas o
incertidumbres y siempre recurrirán a extremos – Sus sentimientos son siempre
excesivos.
4. La intolerancia, la
dictatorialidad y el conservativismo de las masas.
Las razones para estos sentimientos –
La servilidad de las masas frente a una autoridad fuerte – Los instintos
momentáneamente revolucionarios de las masas no les impiden ser extremadamente
conservadoras – Masas instintivamente hostiles al cambio y al progreso.
5. La moralidad de las masas.
La moralidad de las masas, de acuerdo
a las sugestiones bajo las cuales actúan, puede ser muy inferior o muy superior
que la de los individuos que las componen – Explicaciones y ejemplos – Masas
raramente guiadas por aquellas consideraciones de intereses que son muy
frecuentemente los motivos exclusivos del individuo aislado – El papel
moralizador de las masas.
Habiendo indicado de un modo general las características principales de
las masas, nos queda el estudiar estas características en detalle.
Debe ser remarcado que entre las
características especiales de las masas hay varias – tales como impulsividad, irritabilidad, incapacidad de razonar, la
ausencia de juicio y de espíritu crítico, aparte de otras – que casi
siempre se observan en seres pertenecientes a formas inferiores de la
evolución. Sin embargo, meramente indico esta analogía al pasar; su
demostración excede el marco de este trabajo. Además, sería inútil para
personas familiarizadas con la psicología de seres primitivos y difícilmente aportaría
convicción a los ignorantes de esta materia.
Procederé ahora a la consideración
sucesiva de las diferentes características que pueden ser observadas en la
mayoría de las masas.
1. Impulsividad, movilidad
e irritabilidad de las masas
Al estudiar las características
fundamentales de una masa, afirmamos que ésta es guiada casi exclusivamente por
motivos inconscientes. Sus acciones están por lejos más bajo la influencia de
la médula espinal que bajo la del cerebro. En este sentido, una masa es muy similar
a seres bastante primitivos. Las acciones pueden ser perfectas en lo que
respecta a su ejecución pero, puesto que no están dirigidas por el cerebro, el
individuo se comporta de acuerdo con lo que pueden llegar a disponer los
estímulos a los cuales está expuesto. Una masa está a merced de todos los
estímulos externos y refleja las incesantes variaciones de los mismos. Es la
esclava de los impulsos que recibe. El individuo aislado puede estar sometido a
las mismas causas estimulantes que el hombre en una masa, pero, puesto que su
cerebro le muestra lo poco aconsejable que sería ceder ante estas causas, se
abstiene de seguirlas. Esta verdad puede ser expresada psicológicamente
diciendo que el individuo aislado posee la capacidad de dominar sus actos reflejos
mientras que una masa carece de esta capacidad.
Los impulsos variables a los cuales
obedece la masa pueden ser, de acuerdo a sus estímulos causales, generosas o
crueles, heroicas o cobardes, pero siempre serán tan imperiosos que el interés
del individuo, incluso el interés de autoconservación, no las dominará. Siendo
los estímulos que actúan sobre las masas tan variados y siendo que las masas
siempre las obedecen, el resultado es que las masas son, por consecuencia,
extremadamente inestables. Esto
explica cómo es que las vemos pasar de un momento a otro, de la ferocidad más
sanguinaria a la más extrema generosidad y al más extremo heroísmo. Una masa
puede fácilmente hacer el papel de verdugo pero, con la misma facilidad, el de
un mártir. Son las masas las que han suministrado el torrente de sangre que
constituye el prerrequisito para el triunfo de todo credo. No es necesario
retrotraerse a las eras heroicas para ver de qué son capaces las masas en esta
última dirección. Nunca mezquinan sus vidas en una insurrección y, no hace
mucho, un general, volviéndose súbitamente popular, podría haber fácilmente
hallado cien mil hombres dispuestos a sacrificar sus vidas por su causa de
habérselo demandado [[4]].
Cualquier manifestación de premeditación por parte de las masas está, por
lo tanto, fuera de discusión. Pueden estar animadas sucesivamente por los
sentimientos más contrarios, pero siempre estarán bajo la influencia de los
estímulos del momento. Son como las hojas que una tempestad arremolina y
desparrama en todas direcciones para luego dejarlas caer. Cuando más adelante
estudiemos ciertas masas revolucionarias, daremos algunos ejemplos de la
variabilidad de sus sentimientos.
La
inestabilidad de las masas las hace muy difíciles de gobernar,
especialmente cuando una medida de la autoridad pública ha caído en sus manos.
Si las necesidades de la vida cotidiana no constituirían una suerte de
regulador invisible de la existencia, las democracias apenas si podrían
existir. Aún así, a pesar de que los deseos de las masas son frenéticos, no
resultan durables. Las masas son tan
incapaces de querer como de pensar por largo tiempo.
Una masa no es solamente impulsiva e
inestable. Como un salvaje, no está preparada
para admitir nada que pueda interponerse entre su deseo y la realización de
este deseo. Menos todavía será capaz de entender un obstáculo de esa
índole a causa del irresistible poder que le otorga su fuerza numérica. La noción de imposibilidad desaparece para el individuo
que está en una masa. Un individuo aislado sabe muy bien que él solo
no puede prenderle fuego a un palacio o desvalijar un negocio y, si fuera
tentado a hacerlo, resistiría fácilmente la tentación. Haciéndose parte de una
masa, percibirá el poder que le otorga el número y será suficiente con sugerirle
ideas de muerte o de saqueo para hacerle ceder inmediatamente a la tentación.
Un obstáculo inesperado será destruido con furia frenética. Si el organismo
humano permitiese la perpetuidad de una pasión furiosa, podría decirse que la
condición normal de una masa refrenada en sus deseos es justamente ese estado
de pasión furiosa.
Las características fundamentales de
la raza, que constituyen la fuente invariable de la cual surgen todos nuestros
sentimientos, siempre ejercen una influencia sobre la irritabilidad de las
masas, su impulsividad y su inestabilidad, al igual que sobre todos los
sentimientos masivos que estudiaremos. Todas las masas son, indudablemente,
siempre irritables e impulsivas, pero con grandes variaciones de grado. Por
ejemplo, la diferencia entre una masa latina y una anglosajona es notable. Los
hechos más recientes de la Historia de Francia arrojan una vívida luz sobre
este punto. Hace veinticinco años, la mera publicación de un telegrama
informando acerca del insulto que supuestamente habría ofendido a un embajador
fue suficiente para producir una explosión de furia a la que siguió
inmediatamente una guerra terrible. Algunos años más tarde, el anuncio
telegráfico de un revés insignificante en Langdon provocó una nueva explosión
que trajo consigo el derrocamiento instantáneo de un gobierno. Simultáneamente,
un revés mucho más serio sufrido por la expedición inglesa en Khartoum produjo
solamente una leve emoción en Inglaterra y ningún ministerio resultó afectado. En todas partes las masas se distinguen por tener
características femeninas, pero las masas latinas son las más femeninas de
todas. Quienquiera que confíe en ellas, puede rápidamente obtener un
destino brillante, pero al hacerlo estará perpetuamente bailando al borde de un
precipicio con la certeza de ser despeñado por él algún día.
2. La sugestionabilidad y
la credulidad de las masas
Al definir a las masas dijimos que
una de sus características generales era la de una excesiva sugestionabilidad y
hemos mostrado hasta qué punto las sugestiones son contagiosas en toda
aglomeración humana; un hecho que explica la rápida orientación de los
sentimientos de una masa en una dirección definida. Por más indiferente que se
la suponga, una masa, por regla general, se halla en un estado de atención expectante
que facilita la sugestión. La primera sugestión que le sea formulada se
implantará inmediatamente, por medio de un proceso de contagio, en los cerebros
de todos los reunidos y la orientación idéntica de los sentimientos de la masa
será inmediatamente un hecho consumado.
Al igual que en el caso de las
personas bajo la influencia de la sugestión, la idea que ha penetrado en el
cerebro tiende a transformarse en acción. Sea que la acción implique prenderle
fuego a un palacio o involucre un autosacrificio, la masa se prestará a ella
con la misma facilidad. Todo dependerá de la naturaleza del estímulo
desencadenante y ya no, como en el caso del individuo aislado, de las
relaciones existentes entre la acción sugerida y la suma total de las razones
que pueden esgrimirse en contra de su realización.
En consecuencia, una masa
perpetuamente balanceándose al borde de la inconciencia, pronta a ceder a todas
las sugestiones, poseyendo toda la violencia de sentimiento propia de los seres
que no pueden apelar a la influencia de la razón, desprovista de toda facultad
crítica, no puede ser más que excesivamente crédula. Lo improbable no existe
para una masa y es necesario tener esta circunstancia bien presente para
comprender la facilidad con la cual las leyendas y las historias más
improbables resultan creadas y propagadas [ [5] ].
La creación de leyendas que tan
fácilmente consiguen circular en las masas no es sólo consecuencia de su
extrema credulidad. También es el resultado de las prodigiosas perversiones que
los eventos sufren en la imaginación de una multitud. El evento más simple que
cae bajo la observación de una masa muy pronto resulta totalmente transformado.
Una masa piensa por medio de imágenes y la
imagen misma inmediatamente llama a otras imágenes que no tienen ninguna
conexión lógica con la primera. Podemos fácilmente concebir este
estado pensando en la fantástica sucesión de ideas que se nos ocurren a veces
cuando traemos a la mente cualquier hecho. Nuestra razón nos muestra la
incoherencia que hay entre esas imágenes pero una masa es casi ciega para esta
verdad y confunde el hecho real con la distorsión que su imaginación le ha
sobreimpreso. Una masa apenas si percibe la diferencia entre lo subjetivo y lo
objetivo. Acepta como reales las imágenes evocadas en su mente aunque con gran
frecuencia tengan una relación muy distante con el hecho observado.
Parecería ser que son innumerables
las formas en que una masa distorsiona cualquier hecho del cual es testigo,
desde el momento en que los individuos que componen el conjunto poseen muy
distintos temperamentos. Pero no es éste el caso. Como resultado del contagio,
las distorsiones son de la misma clase y toman la misma forma para todos los
individuos congregados.
La primera distorsión de la verdad,
cometida por uno de los individuos del conjunto constituye el punto de partida
para la sugestión contagiosa. Antes de que San Jorge se apareciese a todos los
Cruzados sobre los muros de Jerusalén, seguramente fue visto en primer lugar
por uno de los presentes. Por la vía de la sugestión y el contagio, el milagro
señalado por una única persona fue inmediatamente aceptado por todos.
Tal es siempre el mecanismo de las
alucinaciones colectivas tan frecuentes en la Historia – alucinaciones que
parecen tener todas las características exigidas de autenticidad desde el
momento en que son fenómenos observados por miles de personas.
Para combatir lo que precede, la
calidad mental de los individuos que componen la masa no debe ser esgrimido.
Esta calidad no tiene importancia. Desde el momento en que forma parte de una
masa, la persona instruida y el ignorante son igualmente incapaces de observar.
Esta tesis puede parecer paradójica.
Para demostrarla más allá de toda duda sería necesario investigar un gran
número de hechos históricos y varios volúmenes serían insuficientes para el
propósito.
Aún así, como no quiero dejar al
lector bajo la impresión de que estoy haciendo afirmaciones indemostradas, le
daré algunos ejemplos tomados al azar del inmenso número de los que podrían ser
citados.
El siguiente hecho, seleccionado
entre las alucinaciones colectivas de las cuales la masa es la víctima, es uno
de los más típicos porque se hallan en él individuos de toda clase, desde los
más ignorantes hasta los más altamente educados. Dicho sea de paso, ha sido
relatado por Julian Feliz, un teniente naval, en su libro “Corrientes
Oceánicas” y previamente fue citado en la Revue Cientifique.
La fragata Belle Poule se encontraba
navegando en mar abierto con el propósito de encontrar al crucero Le Berceau
del cual había sido separada por una violenta tormenta. Era pleno día y a pleno
sol. De pronto, el vigía dio la voz anunciando que había visto una embarcación
precaria; la tripulación miró en la dirección señalada y todo el mundo, tanto
oficiales como marineros, claramente vieron una balsa remolcada por botes,
cubierta de hombres que estaban dando señales de pedir ayuda. Así y todo, esto
no fue mas que una alucinación colectiva. El almirante Desfosses hizo bajar un
bote para rescatar a los náufragos. Al irse aproximando al objeto avistado, los
marineros y los oficiales a bordo del bote vieron “masas de hombres en
movimiento, estirando sus brazos pidiendo ayuda, y oyeron el sordo y confuso
ruido de un gran número de voces”. Cuando llegaron de hecho al objeto, se
encontraron lisa y llanamente en presencia de algunas ramas de árboles
cubiertas de hojas que habían sido arrastradas mar adentro desde la costa
cercana. Ante una evidencia tan palpable, la alucinación se desvaneció.
El mecanismo de una alucinación
colectiva del tipo que hemos explicado se ve claramente en acción a través de
este ejemplo. Por un lado tenemos a una multitud en atención expectante. Por el
otro lado tenemos una sugestión hecha por el vigía anunciando la vista de una
embarcación de náufragos en el mar, una sugestión que, por un proceso de
contagio, fue aceptada por todos los presentes, tanto oficiales como marineros.
No es necesario que una multitud sea
numerosa para que se destruya la facultad de ver lo que está sucediendo ante
sus propios ojos y para que los hechos reales sean sustituidos por
alucinaciones no relacionadas con ellos. Ni bien algunos pocos individuos se
reúnen ya constituyen una masa y, aún cuando sean hombres distinguidos y
educados, asumen todas las características de las masas en relación con las
cuestiones que se encuentren más allá de su profesión. La facultad de
observación y el espíritu crítico que cada uno de ellos posee individualmente
desaparecen al instante. Un ingenioso psicólogo, el Sr. Davey, nos ofrece un
muy curioso ejemplo sobre el punto, recientemente citado en los Annales des
Sciences Psychiques y que merece ser citado aquí. El Sr. Davey, luego de
convocar a una reunión de distinguidos observadores, entre ellos uno de los más
prominentes científicos de Inglaterra, el Sr. Wallace, ejecutó en su presencia
y después de haberles permitido examinar los objetos y colocar sellos en los
lugares que quisieran, todos los fenómenos espiritistas regulares como ser, la
materialización de espíritus, la escritura sobre tablillas etc. Después de
obtener de estos distinguidos observadores informes escritos admitiendo que los
fenómenos observados solamente pudieron haber ocurrido por medios
sobrenaturales, les reveló que habían sido el resultado de trucos muy simples. “El
aspecto más sorprendente de la investigación de Monsieur Davey” – escribe el
autor de este informe – “no es lo maravilloso de los trucos en si mismos sino
la extrema debilidad de los informes redactados sobre ellos por los testigos no
iniciados. Queda claro que testigos, incluso numerosos, pueden dar testimonios
circunstanciales completamente erróneos pero cuyo resultado es que, si sus
descripciones se aceptan como exactas, los fenómenos que describen resultan
inexplicables por medio de trucos. Los métodos inventados por Mr. Davey fueron
tan simples que uno se asombra de que haya tenido el atrevimiento de
utilizarlos; pero tenía tal poder sobre la mente de la masa, que logró
persuadir a los presentes de que vieron lo que no veían.” Aquí, como siempre,
tenemos el poder del hipnotizador sobre el hipnotizado. Más aún, cuando se ve a
este poder en acción sobre mentes de un nivel superior y expresamente invitadas
a ser escépticas, se comprende cuan fácil es engañar a masas ordinarias.
Los ejemplos similares son innumerables.
En el momento de escribir estas líneas, los diarios están llenos de la historia
de dos pequeñas niñas halladas ahogadas en el Sena. Para comenzar, estas niñas
fueron identificadas de la manera más irrefutable por media docena de testigos.
Todas las afirmaciones fueron tan enteramente coincidentes que no quedó duda
alguna en la mente del juez de instrucción. Éste funcionario hizo extender el
certificado de defunción pero, justo en el momento en que se iba a proceder al
entierro de las niñas, una simple casualidad reveló que las supuestas víctimas
estaban vivas y que, más aún, las mismas tenían solamente una remota semejanza
con las niñas ahogadas. Al igual que en varios de los ejemplos previamente
citados, la afirmación del primer testigo – víctima de una ilusión él mismo –
fue suficiente para influenciar a los demás.
En casos similares, el punto de
partida para la sugestión es siempre la ilusión producida en un individuo por
reminiscencias más o menos vagas, seguida del contagio como resultado de la
afirmación de esta ilusión inicial. Si el primer observador es muy
impresionable, frecuentemente será suficiente que el cadáver que cree reconocer
presente – aparte de toda verdadera resemblanza – alguna peculiaridad, como ser
una cicatriz, o algún detalle íntimo que pueda evocar la idea de otra persona.
Esta idea evocada puede luego convertirse en el núcleo de una especie de
cristalización que invade el entendimiento y paraliza toda facultad crítica. Lo
que el observador ve luego ya no es el objeto mismo sino la imagen evocada en
su mente. Es de esta manera que se explican el reconocimiento equivocado de un
muerto por su propia madre, como ocurrió en el siguiente caso, algo antiguo
pero recientemente reflotado por los diarios. En esta historia se pueden
rastrear precisamente las dos especies de sugestiones cuyo mecanismo acabo de
indicar.
“El niño fue reconocido por otro niño
que se equivocó. Así comenzó la serie de reconocimientos errados.”
“Ocurrió una cosa extraordinaria. Al
día siguiente de que un escolar reconociese el cadáver una mujer exclamó: »¡Por
Dios!¡Es mi hijo!« ”
“La mujer fue llevada hasta el
cuerpo, examinó las ropas y observó una cicatriz en la frente. »Ciertamente –
dijo – es mi hijo que desapareció durante el pasado Julio. Me fue robado y ha
sido asesinado.« “
“La mujer era portera en la Rue du
Four y su nombre era Chavandret. Fue citado su cuñado y, al ser interrogado,
respondió: »Ése es el pequeño Filibert«. Varias personas que viven en la misma
calle reconocieron al niño hallado en La Villette como Filibert Chavandret.
Entre ellas estuvo el maestro del niño que basó su identificación en una
medalla que el chico llevaba.”
“Sin embargo, los vecinos, el cuñado,
el maestro y la madre estaban equivocados. Seis semanas más tarde fue establecida
la verdadera identidad del niño. El chico, oriundo de Bordeaux, había sido
asesinado allí y traído a París por una empresa de transportes.” [ [6] ]
Merece ser destacado que estas
identificaciones en la mayoría de los casos resultan efectuadas por mujeres y
niños – lo cual equivale a decir: por las personas más impresionables. Nos
muestran, al mismo tiempo, el valor que tienen estos testigos en una corte
judicial. En especial en lo que se refiere a los niños, sus declaraciones no
deberían nunca ser admitidas. Los magistrados tienen el hábito de repetir que
los niños no mienten. Si poseyesen una cultura psicológica tan sólo un poco
menos rudimentaria de lo que es el caso sabrían que, por el contrario, los
niños mienten invariablemente. La mentira es
indudablemente inocente, pero sigue siendo una mentira a pesar de todo.
Sería mejor decidir el destino de una persona tirando una moneda al aire – como
con tanta frecuencia se ha hecho – que hacerlo basándose en la evidencia de un
niño.
Retornando a la facultad de
observación que poseen las masas, nuestra conclusión es que sus observaciones
colectivas son tan erróneas como pueden serlo y que con mucha frecuencia
representan la ilusión de un individuo quien, por un proceso de contagio, ha
sugestionado a sus compañeros. Es posible multiplicar a placer los casos que
demuestran lo aconsejable que es considerar con el más profundo escepticismo la
evidencia suministrada por las masas. Hace veinticinco años miles de personas
estuvieron presentes en la célebre carga de caballería de la batalla de Sedan
y, sobre la base de los testimonios oculares contradictorios disponibles,
todavía sigue siendo imposible determinar quien comandaba esa acción. El
general inglés Lord Wolseley ha demostrado en un libro reciente que se han cometido
gravísimos errores en la apreciación de los incidentes más importantes
ocurridos durante la batalla de Waterloo – hechos que, no obstante, han sido
atestiguados por cientos de testigos. [ [7] ]
Hechos como éstos nos muestran el
valor del testimonio de las masas. Hay tratados que incluyen la unanimidad de
numerosos testigos en la categoría de las pruebas más firmes que pueden ser
invocadas para fundamentar la exactitud de un hecho. Sin embargo, lo que
sabemos de la psicología de las masas nos muestra que los tratados tendrían que
ser reescritos en este punto. Los hechos sobre los cuales existe la mayor
cantidad de dudas son precisamente aquellos que han sido observados por el
mayor número de personas. El decir que un hecho ha sido verificado simultáneamente
por miles de testigos equivale a decir, por regla general, que el hecho real
fue muy distinto del relato aceptado que de él se tiene.
De lo que precede
resulta claro que las obras de Historia deben ser consideradas como un producto
de la más pura imaginación. Constituyen relatos arbitrarios de hechos mal
observados, acompañados de explicaciones que son el resultado de la reflexión.
Escribir esta clase de libros implica la más absoluta pérdida de tiempo. Si el
pasado no nos hubiera legado obras literarias, artísticas y arquitectónicas, en
realidad no sabríamos absolutamente nada acerca de los tiempos idos. ¿Poseemos una sola
palabra cierta concerniente a las vidas de los más grandes hombres que han
desempeñado un papel preponderante en la Historia de la humanidad – hombre como
Hércules, Buda o Mahoma? Con toda probabilidad, no la tenemos. De hecho y más
aún, sus vidas reales poseen escasa importancia para nosotros. Nuestro interés
consiste en saber cómo fueron nuestros grandes hombres tal como éstos nos son
presentados por la leyenda popular. Son los héroes legendarios y de ninguna
manera los héroes reales los que han impresionado las mentes de las masas.
Desafortunadamente, las leyendas –
aún cuando hayan sido documentadas en libros de un modo preciso – no poseen
estabilidad interna. La imaginación de la masa las transforma continuamente
como resultado del transcurso del tiempo y especialmente como consecuencia de
causas raciales. Existe un enorme abismo que separa al sanguinario Jehová del
Antiguo Testamento, del Dios del Amor de Santa Teresa; y el Buda reverenciado
en China no tiene rasgos en común con el venerado en la India.
No es necesario que los héroes se
encuentren separados de nosotros por siglos enteros para que su leyenda se
transforme debido a la imaginación de la masa. En ocasiones esta transformación
tiene lugar en apenas algunos años. En nuestros días hemos visto como la
leyenda de uno de los más grandes héroes de la Historia fue modificada varias
veces en menos de cincuenta años. Bajo los borbones Napoleón se convirtió en
una especie de idílico filántropo liberal, en un amigo de los humildes quien,
de acuerdo a los poetas, habría de ser largamente recordado en los hogares
modestos. Treinta años después, este héroe amable se convirtió en un sanguinario
déspota quien, después de usurpar el poder y destruir la libertad, provocó la
masacre de tres millones de hombres para satisfacer su ambición. Actualmente
estamos asistiendo a una nueva transformación de la leyenda. Cuando haya
soportado la influencia de algunas docenas de siglos, los hombres ilustrados
del futuro, enfrentados a estos contradictorios relatos, quizás hasta lleguen a
dudar de la existencia misma del héroe de la misma manera en que algunos de
ellos hoy dudan de la de Buda, y no verán en él más que un mito solar o un
desarrollo de la leyenda de Hércules. Sin duda se consolarán fácilmente por
esta incertidumbre puesto que, mejor iniciados de lo que estamos hoy en día en
las características y en la psicología de las masas, sabrán que la Historia es
escasamente capaz de preservar la memoria de cualquier cosa que no sea un mito.
3. La exageración y la ingenuidad de los sentimientos de las masas.
Tanto si los sentimientos exhibidos
por una masa son buenos o malos, en todos los casos presentan el doble carácter
de ser muy simples y muy exagerados. En este aspecto, como en tantos otros, un
individuo en una masa se parece a los seres primitivos. Incapaz de distinciones
sutiles, percibe las cosas como un todo y se vuelve ciego ante las gradaciones
intermedias. La exageración de los sentimientos de una masa aumenta por el
hecho de que cualquier sensación, una vez exhibida, se comunica muy rápidamente
por un proceso de sugestión y contagio, aumentando considerablemente su fuerza
por la evidente aprobación de la cual es objeto.
La simpleza y la
exageración de los sentimientos de las masas tienen por resultado que una
multitud no conoce ni duda ni incertidumbre. Al igual que las mujeres,
inmediatamente se vuelca a extremos. Una sospecha, ni bien es anunciada, se
transforma en evidencia incontrovertible. El inicio de una antipatía o
desaprobación, que en el caso del individuo aislado no ganaría fuerza, se
convierte en odio furioso cuando se trata del individuo dentro de la masa.
La violencia de los sentimientos
de las masas también se incrementa, especialmente en masas heterogéneas, por la
ausencia de todo sentido de responsabilidad. La certeza
de impunidad – una certeza que se vuelve tanto más fuerte mientras más numerosa
sea la masa – y la noción de una considerable fuerza impulsora debida al
número, hacen posibles para las masas, sentimientos y acciones imposibles para
el individuo aislado. Dentro de las masas, las personas estúpidas, ignorantes y
envidiosas resultan liberadas de su sensación de insignificancia e impotencia
volviéndose poseídas, por el contrario, de una noción de poderío brutal,
temporal pero inmenso.
Desafortunadamente, esta tendencia de
las masas a la exageración con frecuencia se manifiesta a través de malos
sentimientos. Los mismos son un residuo atavístico de los instintos del hombre
primitivo que, en el individuo aislado y responsable, el miedo al castigo
obliga a reprimir. Es por esto que las masas resultan tan fácilmente inducidas
a cometes los peores excesos.
Aún así, esto no significa que masas
hábilmente influenciadas no sean capaces de heroísmo, o devoción, y de poner de
manifiesto las más elevadas virtudes. Incluso son capaces de manifestar más de
estas cualidades que el individuo aislado. Pronto tendremos ocasión de volver sobre
este punto cuando estudiemos la moralidad de las masas.
Dada la exageración de sus
sentimientos, una masa se impresiona solamente por sentimientos excesivos. Un
orador que quiera movilizar a una masa deberá hacer un uso abusivo de
afirmaciones violentas. El exagerar, el afirmar, el recurrir a repeticiones y
el nunca intentar demostrar cosa alguna por medio de razonamientos, son los
métodos de argumentación bien conocidos por los oradores de actos públicos.
Más aún, una masa exigirá una
exageración similar en los sentimientos de sus héroes. Las cualidades visibles
de los mismos deben ser siempre amplificadas. Ha sido
certeramente observado que, sobre el escenario, una masa exige del héroe de la
obra un grado de coraje, moralidad y virtud que nunca se encuentra en la vida
real.
De un modo acertado se le ha dado
importancia al punto de vista con que las cosas son vistas en el teatro. Tal
punto de vista existe, sin duda, pero sus reglas en su mayor parte no tienen
nada que ver con el sentido común ni con la lógica. El arte de apelar a las
masas es indudablemente de un orden inferior pero requiere aptitudes bastante
especiales. Muchas veces leyendo los guiones es imposible explicar el éxito de
la obra. Los gerentes de los teatros, cuando aceptan las obras, por regla
general están muy inseguros respecto de su éxito porque, para juzgar la
cuestión, debería ser posible para ellos transformarse a si mismos en una masa.
[ [8] ]
“Charley’s Aunt”, rechazada por todos
los teatros y finalmente puesta en escena por un agente de bolsa, tuvo
doscientas representaciones en Francia y más de mil en Londres. Sin la arriba
citada explicación acerca de la imposibilidad de los empresarios teatrales de
hacer mentalmente las veces de una masa, serían inexplicables los errores de juicio
de parte de individuos competentes que están más que interesados en no cometer
tales graves errores. Este es un tema que no puedo tratar aquí pero que podría
tentar la pluma de algún escritor, familiarizado con los asuntos teatrales y
que fuese al mismo tiempo un sutil psicólogo – un escritor como, por ejemplo,
M. Francisque Sarcey.
Aquí, una vez más, si pudiésemos
embarcarnos en consideraciones más extensas, mostraríamos la preponderante
influencia de consideraciones raciales. Una obra que provoca el entusiasmo de
la masa de un país a veces no tiene éxito en otro, o bien tiene un éxito sólo
parcial y convencional, porque no pone en operación influencias capaces de
actuar sobre un público alterado.
No necesito agregar que en las masas
la tendencia a la exageración se presenta solamente en el caso de los
sentimientos y no se presenta en absoluto en cuestiones de inteligencia. Ya he
demostrado que, por el simple hecho de formar parte de una masa, el nivel
intelectual de un individuo desciende inmediata y considerablemente. Un
magistrado ilustre, M. Trade, también ha verificado este hecho en su
investigación sobre crímenes cometidos por muchedumbres. Es, entonces,
solamente respecto de los sentimientos que las masas pueden ascender a niveles
muy altos o, por el contrario, descender a niveles muy bajos.
4. La intolerancia, la
dictatorialidad y el conservativismo de las masas.
Las masas sólo conocen sentimientos
simples y extremos; las opiniones, las ideas y las creencias que les son
sugeridas resultan aceptadas o rechazadas por ellas como un todo. Las aceptan
como verdades absolutas o bien como no menos absolutos errores. Este es siempre
el caso de creencias inducidas por un proceso de sugestión en lugar de haber
sido engendradas por razonamiento. Todos somos concientes de la intolerancia
que acompaña a las creencias religiosas y del imperio despótico que éstas
ejercen sobre la mente de las personas.
Existiendo la duda acerca de lo que
constituye la verdad o el error y teniendo, por el otro lado, una clara noción
de su fuerza, una masa estará tan dispuesta a otorgar una validez autoritaria a
sus inspiraciones como lo estará a ser intolerante. Un individuo podrá aceptar
la contradicción y la discusión; una masa no lo hará jamás. En una reunión
pública la más leve contradicción de parte del orador será inmediatamente
recibida con gritos de furia y violentas invectivas, muy pronto seguidas de
golpes y expulsión si el orador persiste en su argumento. Sin la presencia de
representantes de la autoridad, quien contradice a la masa sería, de hecho,
muchas veces asesinado.
La dictatorialidad y la intolerancia
son comunes a todas las categorías de masa, pero se presentan con variados
grados de intensidad. Aquí, una vez más, reaparece la noción fundamental de
raza que domina todos los sentimientos y
todos los pensamientos de los hombres. Es especialmente en las masas latinas
que el autoritarismo y la intolerancia se manifiestan en la mayor medida. De
hecho, su desarrollo es tal en las masas de origen latino que han destruido por
completo ese sentimiento de independencia del individuo tan poderoso en las
anglosajonas. Las masas latinas se preocupan solamente de la independencia
colectiva de la secta a la cual pertenecen y la característica típica de su
concepción de independencia es la necesidad que experimentan de imponer sus
creencias, de un modo inmediato y violento, a aquellos que están en desacuerdo.
En las razas latinas, los jacobinos de todas las épocas, de los de la
Inquisición para abajo, nunca han sido capaces de arribar a un concepto
diferente de libertad.
El autoritarismo y la intolerancia
son sentimientos de los cuales las masas tienen una noción muy clara; los
conciben con facilidad, y los asumen con la misma espontaneidad con la que los
ponen en práctica una vez que les han sido impuestas. Las masas exhiben un
dócil respeto por la fuerza y se dejan impresionar tan sólo débilmente por la
amabilidad que, para ellas, es escasamente algo más que una forma de debilidad.
Sus simpatías nunca han sido concedidas a gobernantes benévolos sino a tiranos
que los han oprimido vigorosamente. Es a estos últimos a quienes siempre han
erigido las más imponentes estatuas. Es cierto que están prontas a pisotear al
déspota despojado de su poder pero esto es porque, habiendo perdido su fuerza,
ha vuelto a ocupar su puesto entre los débiles que son despreciados porque no
deben ser temidos. El tipo de héroe amado por las masas siempre se parecerá a
un César. Su insignia las atrae, su autoridad las impresiona y su espada les
inspira temor.
Una masa siempre se rebelará contra
una autoridad pusilánime y se inclinará servilmente ante una autoridad fuerte.
Si la fuerza de una autoridad es intermitente, la masa, siempre obediente a sus
propios sentimientos extremos, pasará alternativamente de la anarquía a la
servidumbre y de la servidumbre a la anarquía.
Sin embargo, creer en el predominio
de instintos revolucionarios en las masas sería malentender por completo su
psicología. Es tan sólo su tendencia a la violencia lo que nos engaña en este
punto. Sus explosiones de rebeldía y destrucción son siempre muy transitorias.
Las masas están demasiado gobernadas por consideraciones inconscientes y, por
consiguiente, demasiado sujetas a influencias hereditarias mundanas como para
no ser extremadamente conservadoras. Abandonadas a si mismas, muy pronto se
cansan del desorden e instintivamente se vuelcan hacia la servidumbre. Fue el
más orgulloso y el más intransigente de los jacobinos el que aclamó a Bonaparte
con la mayor de las energías cuando éste suprimió toda libertad e hizo sentir
severamente su mano de hierro.
Es difícil entender a la Historia, y
a las revoluciones populares en particular, si uno no tiene en cuenta
suficientemente los instintos profundamente conservadores de las masas. Es
cierto que pueden estar deseosas de cambiarle el nombre a las instituciones y,
para lograr estos cambios, a veces hasta producen revoluciones extremadamente
violentas. Pero la esencia de estas instituciones es demasiado la expresión de
las necesidades hereditarias de la raza como para que invariablemente no la
respeten. Su incesante movilidad sólo ejerce influencia sobre cuestiones
bastante superficiales. De hecho poseen instintos conservadores tan
indestructibles como los de todos los seres primitivos. Su respeto fetichista
por todas las tradiciones es absoluta; su horror inconsciente ante toda novedad
capaz de cambiar las condiciones esenciales de su existencia está muy
profundamente arraigado. Si las democracias hubiesen tenido el poder que
detentan en la actualidad en la época en que se inventaron los complejos
dispositivos mecánicos, o la máquina de vapor y los ferrocarriles, la difusión
concreta de estos inventos, o bien hubiera sido imposible, o bien hubiera sido
lograda al costo de revoluciones y reiteradas masacres. Ha sido afortunado para el progreso de la
civilización que el poder de las masas comenzara a producirse sólo una vez que
los grandes descubrimientos de la ciencia y de la industria ya habían sido
logrados.
5. La moralidad de las
masas
Tomando la palabra “moralidad” en su
sentido de constante respeto por determinadas convenciones sociales y la
represión permanente de impulsos egoístas, se hace bastante evidente que
las masas son demasiado impulsivas para ser morales. Sin embargo, si
incluimos en el término “moralidad” el despliegue transitorio de ciertas
cualidades tales como abnegación, autosacrificio, desinterés, devoción y la
necesidad de equidad, podríamos decir que, por el contrario, las masas pueden
llegar a exhibir a veces una muy alta moralidad.
Los escasos psicólogos que han
estudiado a las masas sólo las han considerado desde el punto de vista de sus
actos criminales y, al notar lo frecuentes que son estos actos, han llegado a
la conclusión que el nivel moral de las masas es muy bajo.
Indudablemente, con frecuencia éste
es el caso, pero ¿por qué? Simplemente porque nuestros instintos salvajes,
destructivos, son una herencia adormecida en todos nosotros desde eras
primitivas. En la vida del individuo aislado sería peligroso para él gratificar
estos instintos, mientras que la absorción dentro una masa irresponsable, en la
cual consecuentemente se le asegura la impunidad, le otorga entera libertad
para seguirlos. En el curso ordinario de los acontecimientos, al ser incapaces
de ejercer estos instintos destructivos sobre nuestro prójimo, nos limitamos a
ejercerlos sobre animales. La pasión tan ampliamente difundida por las cacerías
por un lado y los actos de ferocidad de las masas por el otro, proceden de la
misma y única fuente. Una masa que lentamente
sacrifica a una víctima indefensa demuestra tener una ferocidad muy cobarde;
pero para el filósofo esta ferocidad esta muy estrechamente relacionada con la
de los cazadores que se amontonan de a docenas por el placer de tomar parte en
la persecución y en la matanza de un desgraciado zorro por parte de sus
lebreles.
Una masa puede ser culpable de
asesinato, incendio, y de cualquier otro tipo de crimen, pero también es capaz
de muy elevados actos de devoción, sacrificio y desinterés; de actos mucho más
elevados en verdad que aquellos de los cuales es capaz el individuo aislado.
Las apelaciones a los sentimientos de gloria, honor y patriotismo son
particularmente aptas para influenciar al individuo que forma parte de una masa
y muchas veces al extremo de obtener de él el sacrificio de su vida. La
Historia es rica en ejemplos análogos a los brindados por los Cruzados y los
voluntarios de 1793. Sólo las colectividades son capaces de gran desinterés y
de gran devoción. ¡Cuan numerosas son las masas que heroicamente enfrentaron la
muerte por creencias, ideas y frases que apenas si entendieron! Las masas que van a la huelga lo hacen mucho más obedeciendo
una órden que por obtener un aumento en el magro salario que perciben por su
trabajo. El interés personal es muy raramente un motivo poderoso para
las masas mientras que es casi el motivo exclusivo para la conducta del
individuo aislado. Seguramente no ha sido el interés personal el que ha guiado
a las masas a tantas guerras, incomprensibles por regla para su inteligencia –
guerras en las que se han dejado masacrar tan fácilmente como la alondra
hipnotizada por el espejo del cazador.
Incluso en el caso de malhechores con
frecuencia sucede que el sólo hecho de estar en una muchedumbre los imbuye
momentáneamente de muy estrictos principios de moralidad. Taine llama la
atención sobre el hecho de que los perpetradores de las masacres de Septiembre
depositaron sobre las mesas de los comités las billeteras y las joyas halladas
sobre sus víctimas y con las cuales fácilmente se hubieran podido quedar. La
masa aullante, hormigueante y harapienta que invadió las Tullerías durante la
revolución de 1848 no tocó ninguno de los objetos que produjeron su asombro,
siendo que uno solo de ellos le habría significado el pan de muchos días.
La moralización del individuo por la
masa no es, ciertamente, una regla constante, pero es una regla frecuentemente
observada. Se la observa incluso en circunstancias mucho menos graves que las
recién citadas. He indicado que en el teatro la masa exige del héroe de la obra
virtudes exageradas y es una observación común que una asamblea, aunque esté
compuesta de elementos inferiores, se comporta por regla general de un modo muy
formal. El desclasado, el mantenido y el rudo con frecuencia prorrumpen en murmullos
ante una escena o ante una expresión levemente inconvenientes, aún cuando las
mismas sean muy inofensivas en comparación con su conversación habitual.
Si, pues, las masas con frecuencia se
abandonan a bajos instintos, también a veces dan el ejemplo de actos de elevada
moralidad. Si el desinterés, la resignación, la devoción absoluta a ideas,
reales o quiméricas, son virtudes morales, entonces puede decirse que las masas
frecuentemente poseen estas virtudes en un grado raramente alcanzado por los más
sabios filósofos. Es indudable que las practican inconscientemente, pero esto
poco importa. No deberíamos quejarnos demasiado de que las masas estén más bien
guiadas por consideraciones inconscientes y no dadas al razonamiento. Si en
ciertos casos hubieran razonado y consultado sus intereses inmediatos, es
posible que no hubiera surgido una civilización sobre nuestro planeta y la
humanidad no tendría Historia.
CAPÍTULO III:
LAS IDEAS, EL PODER DE RACIOCINIO Y LA IMAGINACIÓN DE LAS MASAS
1. Las ideas de las masas.
Ideas fundamentales y accesorias –
Como ideas contradictorias pueden existir simultáneamente – La transformación
que las ideas elevadas deben sufrir antes de ser accesibles para las masas – La
influencia social de las ideas es independiente del grado de verdad que puedan
contener.
2. El poder de raciocinio de las
masas.
Las masas no son influenciables
mediante el razonamiento – El razonamiento de las masas es siempre de un orden
muy inferior – Existe solamente una apariencia de analogía o sucesión en las
ideas que asocian.
3. La imaginación de las masas
La fuerza de la imaginación de las
masas – Las masas piensan en imágenes, y estas imágenes se suceden sin ningún
vínculo de conexión – Las masas están especialmente interesadas en lo maravilloso
– Las leyendas y lo maravilloso son los verdaderos pilares de la civilización –
La imaginación popular ha sido siempre la base del poder de los estadistas – La
manera en que los hechos son capaces de impactar en la imaginación de las masas
se presentan para ser observadas.
1. Las ideas de las masas
Al estudiar en un trabajo anterior el
papel desempeñado por las ideas en la evolución de las naciones, demostramos
que toda civilización es el resultado de un pequeño número de ideas
fundamentales que rara vez se renuevan. Demostramos como estas ideas son
implantadas en la mente de las masas, con qué dificultad se lleva a cabo el
proceso, y el poder que esas ideas en cuestión poseen una vez que dicho proceso
ha culminado. Finalmente, vimos cómo grandes perturbaciones históricas son, por
regla, el resultado de cambios en esas ideas fundamentales.
Habiendo tratado el asunto con
suficiente extensión en otra parte, no volveré sobre el mismo ahora sino que me
limitaré a decir algunas palabras sobre la cuestión de las ideas tal como éstas
son accesibles para las masas y sobre la forma en que ellas las conciben.
Pueden ser divididas en dos clases.
En una pondremos ideas accidentales y pasajeras creadas por la influencia del
momento: obnubilación por un individuo o por una doctrina, por ejemplo. En la
otra clasificaremos las ideas fundamentales a las que el medioambiente, las
leyes de la herencia y la opinión pública otorgan una gran estabilidad: ideas
como éstas son las creencias religiosas del pasado y las ideas sociales y
democráticas de la actualidad.
Estas ideas fundamentales se parecen
al volumen de agua de una corriente que lentamente fluye por su cauce; las
ideas transitorias son como pequeñas olas, siempre cambiantes, que agitan su
superficie siendo más visibles que el desplazamiento de la corriente misma aún
cuando no tengan real importancia.
Al día de hoy las grandes ideas
fundamentales, que fueron fundamentales para nuestros padres, se están
tambaleando cada vez más. Han perdido toda solidez y, al mismo tiempo, las
instituciones edificadas sobre ellos se hallan severamente sacudidas. Cada día
se forma una gran cantidad de esas ideas transitorias menores de las cuales
acabo de hablar, pero, por todo lo que vemos, muy pocas entre ellas parecen
estar dotadas de vitalidad y destinadas a adquirir una influencia
preponderante.
Cualesquiera que sean las ideas
sugeridas a las masas, las mismas podrán ejercer una influencia efectiva
solamente a condición de que asuman una forma muy absoluta, simple y de
compromiso nulo. Así, se presentan bajo la forma de imágenes y son accesibles
para las masas sólo bajo esta forma. Las ideas semejantes a imágenes no están
interconectadas por ningún vínculo lógico de analogía o sucesión y pueden
ponerse la una en lugar de la otra como las diapositivas de una linterna mágica
que el operador retira de la ranura en la que han estado colocadas una arriba
de la otra. Esto explica cómo se puede observar que las ideas más
contradictorias se hallen presente en las masas. De acuerdo a las vicisitudes
del momento, una masa caerá bajo la influencia de una o varias ideas
almacenadas en su entendimiento y, en consecuencia, será capaz de cometer los
actos más disímiles. Su completa carencia de espíritu crítico le impedirá
percibir estas contradicciones.
El fenómeno no es exclusivo de las
masas. También puede ser observado en individuos aislados, y no solamente en
seres primitivos sino en el caso de todos aquellos – los fervientes sectarios
de una fe religiosa, por ejemplo – quienes por uno u otro lado de su
inteligencia son semejantes a seres primitivos. He observado la presencia del
fenómeno, con una curiosa extensión, en el caso de hindúes educados, instruidos
en nuestras universidades europeas, que se han graduado en ellas. Un cierto
número de ideas occidentales se había superpuesto a sus inmodificables y
hereditarias ideas fundamentales o sociales. De acuerdo con la ocasión del
momento, aparecía uno u otro conjunto de ideas, cada uno con su especial
secuela de actos y expresiones, con lo cual el mismo individuo presentaba las
más flagrantes contradicciones. Estas contradicciones son más aparentes que
reales puesto que solamente las ideas hereditarias tienen suficiente influencia
sobre el individuo aislado como para constituirse en motivos de conducta. Sólo
cuando, como consecuencia del hibridaje de diferentes razas, una persona queda
colocada entre diferentes tendencias hereditarias es que sus actos pueden
volverse realmente en un todo contradictorios de un momento a otro. Sería
inútil insistir aquí sobre estos fenómenos, si bien su importancia es capital.
Soy de la opinión que al menos diez años de viajes y observaciones serían
necesarios para llegar a comprenderlos.
Siendo las ideas accesibles para las
masas solamente luego de haber tomado una forma muy simple, es frecuente que
tengan que sufrir las más profundas transformaciones para volverse populares.
Especialmente cuando estamos tratando con ideas filosóficas o científicas algo
elevadas es que podemos observar cuan extensas modificaciones se requieren a
fin de rebajarlas al nivel de la inteligencia de las masas. Estas
modificaciones dependen de la naturaleza de las masas, o de la raza a la cual
las masas pertenecen, pero su tendencia es siempre al empequeñecimiento y en la
dirección de una simplificación. Esto explica el hecho de que, desde el punto
de vista social, en realidad apenas si hay algo parecido a una jerarquía de
ideas – es decir, ideas de una mayor o menor eminencia. No importa cuan grande
o cierta haya sido una idea en sus orígenes; será desprovista de todo lo que
constituía su grandeza y excelencia por el puro hecho de que haber sido puesta
dentro del ámbito intelectual de las masas ejerciendo alguna influencia sobre
las mismas.
Más aún, desde el punto de vista
social, el valor jerárquico de una idea, su mérito intrínseco, no tiene
importancia. La cuestión a considerar es el efecto que produce. Las ideas
cristianas de la Edad Media, las ideas democráticas del siglo pasado, o las
ideas sociales de hoy, ciertamente no son muy elevadas. Consideradas
filosóficamente, sólo pueden ser concebidas como errores un tanto lamentables,
y sin embargo su poder ha sido y será inmenso, y figurarán por largo tiempo
entre los factores más esenciales que determinan la conducta de los Estados.
Incluso cuando una idea ha atravesado
las transformaciones que la hacen accesible para las masas, sólo ejercerá su
influencia si, por varios procesos que examinaremos en otra parte, se ha
convertido realmente en un sentimiento; algo para lo cual se requiere mucho tiempo.
Porque no debe suponerse que,
simplemente por el hecho de que la virtud de una idea haya sido comprobada, la
misma puede provocar una acción productiva aún en mentes cultivadas. Este hecho
puede ser rápidamente apreciado notando lo leve que resulta la influencia de
hasta la demostración más clara sobre la mayoría de los hombres. La evidencia,
si es muy palmaria, puede ser aceptada por una persona educada pero el converso
rápidamente será traído de regreso a sus concepciones originales por su ser inconsciente.
Véalo de nuevo después de pasados unos pocos días y volverá a esgrimir de nuevo
sus viejos argumentos en exactamente los mismos términos. En realidad, está
bajo la influencia de ideas anteriores que se han vuelto sentimientos y son
solamente esas ideas las que influyen sobre los más recónditos motivos de
nuestros actos y expresiones. No puede ser de otro modo en el caso de las
masas.
Cuando, por varios procesos, una idea
ha terminado por penetrar en la mente de las masas, la misma posee un irresistible
poder y produce una serie de efectos a los cuales es inútil oponerse. Las ideas
filosóficas que terminaron en la Revolución Francesa tardaron casi un siglo en
implantarse en la mente de la masa. Es conocida la fuerza irresistible que
tuvieron una vez que echaron raíces. El vuelco de toda una nación hacia la
conquista de la igualdad social y la conquista de derechos abstractos y
libertades ideales causó el tambalear de todos los tronos produciendo profundos
disturbios en el mundo occidental. Durante veinte años las naciones se vieron
involucradas en conflictos intestinos y Europa fue testigo de hecatombes que
hubieran aterrorizado a Gengis Khan y a Tamerlán. Nunca el mundo ha visto a tal
escala lo que puede resultar de la promulgación de una idea.
Se necesita un largo tiempo para que
las ideas se establezcan en la mente de las masas, pero por lo menos un tiempo
igual de largo es necesario para erradicarlas. Es por esta razón que las masas,
en lo concerniente a las ideas, se encuentran siempre varias generaciones por
detrás de los filósofos y las personas instruidas. Todos los estadistas son hoy
bien conscientes de la mezcla de errores contenida en las ideas fundamentales a
las que me he referido poco antes, pero como la influencia de estas ideas aún
sigue siendo muy poderosa, se encuentran obligados a gobernar de acuerdo a
principios en cuya verdad han cesado de creer.
2. El poder de raciocinio
de las masas.
No se puede decir absolutamente que
las masas no razonan y que no pueden ser influenciadas por razonamientos.
Sin embargo, los argumentos que
emplean y los que son capaces de influenciarlas son, desde un punto de vista
lógico, de una clase tan inferior que sólo por vía de analogía se las puede
describir como razonamientos.
El raciocinio inferior de las masas
se basa, al igual que el raciocinio de un orden superior, en la asociación de
ideas, pero entre las ideas asociadas por las masas hay sólo vínculos aparentes
de analogía o sucesión. El modo de razonar de las masas se parece al del
esquimal quien, sabiendo por experiencia que el hielo – un cuerpo transparente
– se disuelve en la boca, saca como conclusión que el vidrio – un cuerpo igual
de transparente – también debería disolverse en la boca; o al del salvaje que
se imagina que comiéndose el corazón de un enemigo valiente adquirirá su
valentía; o al del obrero que, habiendo sido explotado por un empleador,
inmediatamente concluye que todos los empleadores explotan a sus hombres.
Las características del razonamiento
de las masas son, por un lado, la asociación de cosas disímiles que poseen una
conexión meramente aparente entre si, y por el otro, la inmediata
generalización de casos particulares. Son argumentos de este tipo los que
ofrecen a las masas quienes saben como manejarlas. Son los únicos argumentos
por medio de los cuales las masas pueden ser influenciadas. Una cadena de
argumentos lógicos es totalmente incomprensible para las masas y es por eso que
está permitido decir que no razonan, o que razonan falsamente y no pueden ser
influenciadas por medio de razonamientos. Al leer ciertos discursos, a veces
uno se asombra de su debilidad siendo que, a pesar de ello, los mismos han
tenido una enorme influencia sobre las masas que los han escuchado. Lo que se
olvida es que su intención fue la de persuadir colectividades y no la de ser
leídos por filósofos. Un orador, en íntimo contacto con la muchedumbre, puede
evocar imágenes que la seducirán. Si tiene éxito, su objetivo estará logrado y
veinte volúmenes de disertaciones – siempre el resultado de la reflexión – no
valen lo que unas pocas frases que apelan a los cerebros que había que
convencer.
Sería superfluo agregar que la
impotencia de las masas para razonar correctamente les impide manifestar rastro
alguno de espíritu crítico, esto es, les impide ser capaces de discernir la
verdad del error o formarse un juicio preciso en cualquier materia. Los juicios
aceptados por las masas son meramente juicios impuestos sobre ellas y jamás
juicios adoptados después de una discusión. En esta materia, los individuos que
no sobrepasan el nivel de una masa son numerosos. La facilidad con la que
ciertas opiniones obtienen una aceptación general resulta más especialmente de
la imposibilidad experimentada por la mayoría de las personas de formarse una
opinión íntima y singular basada sobre un razonamiento propio.
3. La imaginación de las
masas
Al igual que en el caso de las
personas en quienes el poder de raciocinio está ausente, la imaginación
figurativa de las masa es muy poderosa, muy activa y muy susceptible de ser
vivamente impresionada. Las imágenes evocadas en su mente por un personaje, por
un evento, un accidente, son casi tan vívidas como la realidad. Hasta cierto
punto las masas están en la posición del durmiente cuya razón, temporalmente
suspendida, permite el surgimiento en la mente de imágenes de extrema
intensidad que se disiparían rápidamente si estuviesen sometidas a la acción de
la reflexión. Las masas, al ser incapaces tanto de la reflexión como del
raciocinio, carecen de la noción de improbabilidad; y es de destacar que, en un
sentido general, las cosas más improbables son las más notables.
Por esto es que resulta ser siempre
el aspecto maravilloso y legendario de los eventos lo que más especialmente
impresiona a las masas. Cuando se analiza a una civilización, se observa que,
en realidad, sus verdaderos pilares son lo maravilloso y lo legendario. A lo
largo de la Historia, las apariencias han desempeñado un papel mucho más
importante que la realidad y en la Historia lo irreal posee siempre un ímpetu
más grande que lo real.
Al ser solamente capaces
de pensar por imágenes, las masas sólo pueden ser impresionadas por imágenes.
Son únicamente imágenes las que las aterrorizan o las atraen volviéndose
motivaciones para la acción.
Por esta razón las representaciones
teatrales, en las cuales la imagen se muestra en su forma más claramente
visible, siempre tienen una enorme influencia sobre las masas. Pan y circos
espectaculares constituían para los plebeyos de la antigua Roma el ideal de
felicidad y no pedían nada más. A lo largo de las eras posteriores esto apenas
si ha variado. Nada tiene un efecto mayor sobre la imaginación de las masas de
cualquier categoría que las representaciones teatrales. Toda la audiencia
experimenta al mismo tiempo las mismas emociones y si estas emociones no se
transforman inmediatamente en acciones es porque hasta el más inconsciente de
los espectadores no puede ignorar que está siendo víctima de ilusiones y que ha
llorado o reído con aventuras imaginarias. Algunas veces, sin embargo, los sentimientos
sugeridos por las imágenes son tan fuertes que tienden, como las sugestiones
habituales, a transformarse en acciones. Ha sido frecuentemente narrada la
historia del dueño de un teatro popular quien, como consecuencia de montar
exclusivamente dramas sombríos, se vio obligado a hacer proteger al actor que
hacía el papel de villano a la salida del teatro para defenderlo de la
violencia de los espectadores, indignados ante los crímenes que el traidor
había cometido, por más que los mismos fuesen imaginarios. En mi opinión
aquí tenemos uno de los indicios más notables del estado mental de las masas y
especialmente de la facilidad con la que son sugestionadas. Lo irreal tiene
casi tanta influencia sobre ellas como lo real. Poseen una manifiesta tendencia
a no distinguir entre ambos.
El poder de los conquistadores y la
potencia de los Estados están ambos basados sobre la imaginación popular. Las
masas son conducidas especialmente trabajando sobre su imaginación. Todos los
grandes hechos históricos, el surgimiento del budismo, del cristianismo, del
Islam, la Reforma, la Revolución Francesa y, en nuestros tiempos, la amenazante
invasión del socialismo son las consecuencias directas o indirectas de fuertes
impresiones producidas sobre la imaginación de las masas.
Más aún, todos los grandes estadistas
de todos los tiempos y de todos los países, incluyendo los déspotas más
absolutos, han considerado a la imaginación popular como la base de su poder y
nunca han intentado gobernar oponiéndose a ella. “Fue convirtiéndome en
católico – dijo Napoleón al Consejo de Estado – que terminé la guerra de la
Vendée. Volviéndome musulmán conseguí poner un pie en Egipto. Haciéndome
ultramontano me conquisté a los sacerdotes italianos y si tuviese que gobernar
una nación de judíos reconstruiría el templo de Salomón.” Nunca, desde quizás
Alejandro y César, un hombre ha comprendido mejor cómo es que se impresiona la
imaginación de la masa. Su constante preocupación fue excitarla. La tuvo
presente en sus arengas, en sus discursos, en todos sus actos. En su lecho de
muerte todavía seguía estando en sus pensamientos.
¿Cómo se ha de impresionar la
imaginación de las masas? Pronto lo veremos. Por el momento limitémonos a decir
que el desafío no será superado jamás tratando de trabajar sobre la
inteligencia o la facultad de raciocinio, es decir, por el camino de la
demostración. De ningún modo fue por
sutil retórica que Antonio tuvo éxito en hacer que el populacho se levantase
contra los asesinos de César. Fue leyéndole su testamento a la multitud y
señalando hacia su cadáver.
Cualquier cosa que excita la
imaginación de las masas se presenta bajo la forma de una imagen sorprendente y
muy clara, libre de toda explicación accesoria, o simplemente teniendo por
acompañamiento algunos pocos maravillosos o misteriosos hechos: los ejemplos de
esto podrían ser una gran victoria, un gran milagro, un gran crimen o una gran
esperanza. Las cosas tienen que ser puestas ante la masa como un todo y su
génesis jamás debe ser indicada. Cien pequeños crímenes o pequeños accidentes
no golpearán la imaginación de las masas en lo más mínimo mientras que un único
gran crimen, o un único gran accidente, las impresionará profundamente, aún
cuando los resultados sean infinitamente menos desastrosos que los de los cien
pequeños accidentes tomados en conjunto. La epidemia de gripe que hace apenas
algunos años causó la muerte de cinco mil personas en París solamente impactó
escasamente sobre la imaginación popular. La razón de ello fue que esta
verdadera hecatombe no se corporizó en ninguna imagen visible, pudiéndosela ver
tan sólo por la información estadística suministrada semanalmente. Un accidente
que hubiera causado la muerte de solamente quinientas – y no cinco mil –
personas, pero en un solo día y en público, constituyendo un evento
manifiestamente visible como, por ejemplo, la caída de la Torre Eiffel, hubiera
producido, por el contrario, una impresión enorme sobre la imaginación de la
muchedumbre. La probable pérdida de un trasatlántico a vapor que, ante la falta
de novedades, se supuso hundido en medio del océano impresionó profundamente la
imaginación de la masa por toda una semana. Sin embargo, las estadísticas
oficiales demuestran que 850 barcos a vela y 203 barcos a vapor se perdieron
solamente en 1894. La masa, no obstante, nunca se ocupó de estas pérdidas
sucesivas, aún cuando resultaron mucho más importantes en cuanto a pérdida de
vidas y de bienes que lo que posiblemente pudo haber sido la pérdida del
trasatlántico.
No son los hechos por si mismos los
que impactan en la imaginación popular sino la forma en que suceden y en la que
son comunicados. Es necesario que por condensación – si es que puedo expresarme
de esta forma – produzcan una imagen sorprendente que llene y tome posesión del
cerebro. Conocer el arte de impresionar la imaginación de las masas es
conocer, simultáneamente, el arte de gobernarlas.
CAPÍTULO IV :
LA FORMA RELIGIOSA QUE TOMAN TODAS LAS CONVICCIONES DE LAS MASAS
Qué se entiende por sentimiento
religioso – Es independiente de la adoración de una divinidad – Sus
características – La fuerza de las convicciones que adoptan una forma religiosa
– Varios ejemplos – Los dioses populares nunca desaparecieron – Las nuevas
formas bajo las cuales se las revive – Formas religiosas de ateísmo – Importancia
de estas nociones desde el punto de vista histórico – La Reforma, San
Bartolomé, el Terror y todos los eventos análogos son el resultado de los
sentimientos religiosos de las masas y no de la voluntad de individuos aislados
Hemos visto que las masas no razonan,
que aceptan o rechazan ideas como un todo, que no toleran ni discusión ni
contradicciones, y que las sugestiones a las que se las somete invaden la
totalidad de su entendimiento y tienden inmediatamente a transformarse en
acciones. Hemos mostrado cómo, masas adecuadamente influenciadas, están prontas
a sacrificarse por los ideales que les han sido inspirados. También hemos visto
que sólo tienen sentimientos violentos y extremos, que, en su caso, la simpatía
rápidamente se vuelve adoración y que la antipatía, casi tan pronto como es
suscitada, se convierte en odio. Estas indicaciones generales ya nos
proporcionan un presentimiento de la naturaleza de las convicciones de las
masas.
Cuando se examinan estas
convicciones, ya sea las de épocas marcadas por una ferviente fe religiosa o
por grandes alzamientos políticos como los del siglo pasado, se hace evidente
que siempre toman una forma peculiar que no puedo definir mejor que dándole el
nombre de un sentimiento religioso.
Este sentimiento posee características
muy simples, tales como el culto a un ser que se supone superior, miedo ante el
poder adjudicado a este ser, sumisión ciega a sus órdenes, incapacidad para
discutir sus dogmas, el deseo de difundirlos, y la tendencia a considerar
enemigos a todos los que no los aceptan. Sea que este sentimiento se aplique a
un Dios invisible, o bien a un ídolo de piedra o madera, a un héroe o a una
concepción política, siempre que presente las características citadas, será
religioso en esencia. Lo sobrenatural y lo milagroso se encontrarán presentes
en la misma medida. Las masas siempre adjudican un poder misterioso a la
fórmula política o al líder victorioso que momentáneamente ha suscitado su
entusiasmo.
Una persona no es religiosa solamente
cuando adora a una divinidad sino cuando pone todos los recursos de su mente,
la completa sumisión de su voluntad, y el íntegro fanatismo de su alma, al
servicio de una causa o de un individuo que se convierte en la meta y en la
guía de sus pensamientos y acciones.
Intolerancia y fanatismo son los
compañeros necesarios del sentimiento religioso. Inevitablemente serán
exhibidos por quienes se creen en posesión del secreto de la felicidad terrena.
Es posible hallar estas dos características en todos los hombres agrupados
cuando están inspirados por una convicción de cualquier clase. Los jacobinos
del reino del Terror eran, en el fondo, tan religiosos como los católicos de la
Inquisición y su cruel ardor procedió de la misma fuente.
Las convicciones de las masas toman
esas características de ciega sumisión, feroz intolerancia y la necesidad de
violenta propaganda que son inherentes al sentimiento religioso y es por esta
razón que puede decirse que todas sus creencias poseen una forma religiosa. El
héroe aclamado por una masa es verdaderamente un dios para esa masa. Napoleón
fue un dios como ése durante quince años y ninguna divinidad tuvo fieles más
ardientes ni envió hombres a la muerte con mayor facilidad. Los Dioses
cristianos y paganos nunca ejercieron un imperio más absoluto sobre las mentes
que cayeron bajo su influencia.
Todos los fundadores de credos,
religiosos o políticos, los instituyeron solamente porque tuvieron éxito en
inspirar en las masas esos sentimientos fanáticos que tienen por resultado el
que los hombres hallan su felicidad en el culto y en la obediencia, hallándose
listos para ofrendar sus vidas por su ídolo. Este ha sido el caso en todas las
épocas. Fustel de Coulanges, en su excelente trabajo sobre la Galia romana,
destacó con justa razón que el Imperio Romano de ninguna manera estuvo
mantenido por la fuerza sino por la admiración religiosa que inspiraba. “Sería
algo sin parangón en toda la Historia del mundo – observó con acierto – que una
forma de gobierno popularmente detestada durase cinco siglos ... Sería inexplicable
que las treinta legiones del Imperio pudiesen forzar a obedecer a cien millones
de personas”. La razón de su obediencia fue que el Emperador, quien
personificaba la grandeza de Roma, era adorado como una divinidad por consenso
público. Había altares en honor al Emperador hasta en los más pequeños poblados
de sus dominios. “De un extremo a otro del Imperio, se vio surgir en aquellos
días una nueva religión que tenía por divinidades a los Emperadores mismos.
Algunos años antes de la era cristiana, la totalidad de la Galia, representada
por sesenta ciudades, construyó en común un templo cerca del pueblo de Lyon en
honor a Augusto ... Sus sacerdotes, elegidos por las ciudades galas unidas,
fueron los principales personajes de sus países ... Es imposible atribuir todo
esto al miedo y al servilismo. Naciones enteras no son serviles, especialmente
no por tres siglos. No fueron los cortesanos los que adoraron al príncipe, fue
Roma, y no fue solamente Roma, sino Galia, España, Grecia y Asia.”
Hoy en día, la mayoría de los grandes
hombres que ha capturado la mente de las personas ya no tiene altares, pero
tiene estatuas, o sus retratos se encuentran en las manos de sus admiradores, y
el culto del cual son objeto no es notoriamente diferente del brindado a sus
antecesores. La comprensión de la filosofía de la Historia sólo puede obtenerse
a través de la apreciación de este punto fundamental de la psicología de las
masas. Una masa exige un dios antes que cualquier otra cosa.
No debe suponerse que éstas son supersticiones
de una época pasada, definitivamente desterradas por la razón. El sentimiento nunca se ha rendido en su eterno conflicto
con la razón. Las masas ya no querrán escuchar las palabras
“divinidad” y “religión” en nombre de las cuales durante tanto tiempo fueron
esclavizadas. Pero jamás han poseído tantos fetiches como en los últimos cien
años y las antiguas divinidades nunca poseyeron tantas estatuas y altares
erigidos en su honor. Quienes en años recientes han estudiado el movimiento
popular conocido bajo el nombre de “Boulangismo” [ [9] ] han tenido oportunidad
de ver con qué facilidad reviven los instintos religiosos de las masas. No hubo
una sola fonda en el país que no poseyera un retrato del héroe. Se le adjudicó
el poder de remediar todas las injusticias y todos los males, y miles de
hombres hubieran dado sus vidas por él. Grande hubiera sido su lugar en la
Historia si su carácter hubiese estado al nivel de su legendaria reputación.
En consecuencia, constituye un lugar
común inútil afirmar que una religión es necesaria para las masas porque todos
los credos, sean políticos, divinos o sociales, solamente arraigan en ellas con
la condición de asumir siempre la forma religiosa – una forma que obvia los
peligros de la discusión. Si fuese posible inducir a las masas a adoptar el
ateísmo, esta creencia exhibiría todo el ardor intolerante de un sentimiento
religioso y, en sus formas externas, pronto se convertiría en un culto. La
evolución de la pequeña secta de los positivistas nos ofrece una curiosa prueba
sobre este punto. A los positivistas les pasó muy rápidamente lo mismo que le
sucedió al nihilista cuya historia relata ese profundo pensador que es
Dostoiewsky. Iluminado un buen día por la luz de la razón, rompió las imágenes
de las divinidades y los santos que adornaban el altar de una capilla, apagó
los cirios y, sin perder un minuto de tiempo, reemplazó los objetos destruidos
con las obras de filósofos ateos tales como Buchner y Moleschott, después de lo
cual muy devotamente volvió a encender los cirios. El objeto de sus creencias
religiosas había sido cambiado, pero ¿puede decirse en verdad que cambiaron sus
sentimientos religiosos?
Ciertos hechos históricos – y son
precisamente los más importantes – lo repito: no pueden ser comprendidos a
menos que se haya logrado apreciar la forma religiosa que las convicciones de
las masas siempre asumen a la larga. Hay fenómenos sociales que deben ser
estudiados por lejos mucho más desde el punto de vista del psicólogo que desde
el del naturalista. El gran historiador Taine sólo estudió la Revolución como
un naturalista y es por ello que la verdadera génesis de los hechos con
frecuencia se le ha escapado. Ha observado los hechos a la perfección, pero al
no haber estudiado la psicología de las masas, no siempre ha podido rastrear
sus causas. Habiéndole impresionado los hechos por su aspecto sanguinario,
anárquico y feroz, apenas si ha visto en los héroes del gran drama algo más que
una horda de salvajes epilépticos abandonándose a sus instintos sin freno
alguno. La violencia de la Revolución, sus masacres, su necesidad de
propaganda, sus declaraciones de guerra contra todas las cosas, todo ello sólo
puede ser explicado adecuadamente entendiendo que la Revolución fue meramente
el establecimiento de un nuevo credo religioso en la mente de las masas. La
Reforma, la masacre de San Bartolomé, las guerras de religión francesas, la
Inquisición, el reino del Terror, son todos fenómenos de idéntica clase
producidos por masas animadas por esos sentimientos religiosos que necesariamente
guían a quienes, imbuidos por ellos, extirpan sin piedad, por el fuego y por la
espada, a quienquiera que se oponga al establecimiento de la nueva fe. Los
métodos de la Inquisición son los de todos aquellos cuyas convicciones son
genuinas y firmes. Sus convicciones no merecerían estos adjetivos si
recurriesen a otros métodos.
Alzamientos análogos a los que acabo
de citar son sólo posibles cuando es el espíritu de las masas el que los
produce. Los déspotas más absolutos no podrían causarlos. Cuando los
historiadores nos dicen que la masacre de San Bartolomé fue la obra de un rey,
demuestran ser tan ignorantes de la psicología de las masas como de la de los
soberanos. Manifestaciones de este orden sólo pueden proceder del espíritu de
las masas. El poder más absoluto del monarca más despótico apenas si podrá
hacer más que acelerar o retardar el momento de su aparición. La masacre de San
Bartolomé, o las guerras religiosas, fueron tan escasamente obra de reyes, como
el reino del Terror la obra de Robespierre, Danton o Saint Just. En el fondo de
estos eventos siempre se hallará operando el espíritu de las masas y nunca el
poder de los poderosos.
LIBRO II: LAS
OPINIONES Y LAS CREENCIAS DE LAS MASAS
Capítulo I: Factores remotos de la
opinión y de las creencias de las masas.
Factores preparatorios de las
creencias de las masas – El Origen de las creencias de las masas es la
consecuencia de un proceso preliminar de elaboración – Estudio de los
diferentes factores de estas creencias.
1)- Raza.
La influencia predominante que ejerce
– Represente las sugestiones de los ancestros.
2)- Tradiciones.
Son la síntesis del espíritu de la
raza – La importancia social de las tradiciones – Cómo, después de haber sido
necesarias, se vuelven nocivas – Las masas son las mantenedoras más obstinadas
de ideas tradicionales.
3)-. Tiempo
Prepara sucesivamente el
establecimiento de las creencias y luego su destrucción. Es a través de la
ayuda de este factor que el orden puede surgir del caos.
4)- Instituciones políticas y sociales.
Ideas erróneas de su parte – Su
extremadamente débil influencia – Son efectos y no causas – Las naciones son
incapaces de elegir lo que les parecen ser las mejores instituciones – Las
instituciones son etiquetas que cubren las cosas más disímiles bajo un mismo
título – Cómo las instituciones llegan a ser creadas – Para ciertas naciones
algunas instituciones, tales como la centralización obligatoria, son
teóricamente malas.
5)- Instituciones y educación.
Falsedad de las ideas predominantes
acerca de la influencia de la instrucción sobre las masas – Indicaciones
estadísticas – El efecto desmoralizador del sistema latino de educación – La
parte que la instrucción puede desempeñar – Ejemplos suministrados por varios
pueblos.
Habiendo estudiado la constitución
mental de las masas y habiéndonos familiarizado con sus modos de sentir, pensar
y razonar, procederemos ahora a examinar cómo surgen y se establecen sus
opiniones y creencias.
Los factores que determinan estas
opiniones y creencias son de dos clases: remotos e inmediatos.
Factores remotos son aquellos que
vuelven a las masas capaces de adoptar ciertas convicciones y ser absolutamente
refractarias a aceptar otras. Estos factores preparan el terreno sobre el cual
se verán germinar ciertas ideas cuya fuerza y consecuencias causan asombro,
aunque sean espontáneas sólo en apariencia. El estallido y la puesta en
práctica de ciertas ideas entre las masas presenta a veces un carácter súbito
que sorprende. Pero éste es tan sólo un efecto superficial detrás del cual hay
que buscar una acción preliminar y preparatoria de larga duración.
Los factores inmediatos son aquellos
que, apareciendo sobre la superficie de este largo trabajo preparatorio y sin
el cual permanecerían sin efecto, actúan como el origen de la acción persuasiva
que es ejercida sobre las masas; esto es, son los factores por los cuales la
idea toma forma y es liberada con todas sus consecuencias. Las resoluciones por
las cuales las colectividades son súbitamente arrastradas surgen de estos
factores inmediatos; es debido a ellos que estalla un disturbio, o se decide
una huelga, o enormes mayorías invisten a un hombre con el poder de derrocar a
un gobierno.
La acción sucesiva de estas dos
clases de factores puede ser rastreada en todos los grandes hechos históricos.
La Revolución Francesa – tanto como para citar sólo uno de los más
sobresalientes – tuvo entre sus factores remotos los escritos de los filósofos,
las imposiciones de la nobleza, y el progreso del pensamiento científico. La
mente de las masas, preparada de esta manera, fue luego fácilmente despertada
por factores inmediatos tales como los discursos de los oradores, y la
resistencia del partido monárquico a reformas insignificantes.
Entre los factores remotos hay
algunos de naturaleza general que encontramos subyaciendo a todas las creencias
y opiniones de las masas. Son la raza, las tradiciones, el tiempo, las
instituciones y la educación.
Procederemos, pues, a estudiar la
influencia de estos diferentes factores.
1. Raza
Este factor, la raza, debe ser puesto
en primer término porque sobrepasa, por lejos, en importancia a todos los
demás. Lo hemos estudiado suficientemente en otro trabajo, por lo que no es
necesario volver a tratarlo. En un volumen previo mostramos qué es una raza
histórica y cómo los caracteres que posee – una vez formados como resultado de
las leyes de la herencia – tienen tal poder, que sus creencias, sus
instituciones, sus artes – en una palabra: todos los elementos de su
civilización – son meramente la expresión manifiesta de su genio. Demostramos
cómo el poder de la raza es tal que ningún elemento puede pasar de un pueblo a
otro sin sufrir las más profundas transformaciones. [ [10] ]
El medioambiente, las circunstancias
y los eventos representan las sugestiones sociales del momento. Pueden tener
una influencia considerable pero la misma es siempre momentánea si resulta
contraria a las sugestiones de la raza, es decir: contraria a las que hereda
una nación por la serie completa de sus antepasados.
En varios capítulos de este trabajo
tendremos ocasión de referirnos nuevamente a esta influencia racial y a mostrar
que la misma es tan grande que domina las características peculiares del genio
de las masas. De este hecho se concluye que las masas de diferentes países
muestran diferencias muy considerables en cuanto a creencias o conductas y no
pueden ser influenciadas de la misma manera.
2. Tradiciones
Las tradiciones representan las
ideas, las necesidades y los sentimientos del pasado. Son la síntesis de la
raza y pesan sobre nosotros con inmensa fuerza.
Las ciencias biológicas se han
transformado desde que la embriología ha demostrado la influencia del pasado en
la evolución de los seres vivos; y las ciencias históricas no sufrirán un
cambio menor cuando esta concepción se vuelva más generalizada. Por el momento,
no es suficientemente general y muchos estadistas siguen sin estar más
avanzados que los teóricos del siglo pasado quienes creían que una sociedad
podía romper con su pasado y ser completamente reconstruida siguiendo los lineamientos
sugeridos solamente por la luz de la razón.
Un pueblo es un organismo creado por
el pasado y, al igual que cualquier otro organismo, sólo puede ser modificado
por lentas acumulaciones hereditarias.
Es la tradición la que guía a los
hombres, y más especialmente cuando están en una muchedumbre. Los cambios que
se pueden hacer en sus tradiciones con facilidad, sólo afectan, como he
repetido varias veces, algunos nombres y algunas formas externas.
No hay que lamentar esta
circunstancia. Ni un genio nacional ni una civilización serían posibles sin
tradiciones. Consecuentemente, las dos grandes preocupaciones del hombre desde
que existe han sido crear una red de tradiciones para después dedicarse a
destruirla cuando sus efectos benéficos se han gastado. La civilización es
imposible sin tradiciones y el progreso es imposible sin la destrucción de esas
tradiciones. La dificultad – y es una dificultad enorme – consiste en hallar el
adecuado equilibrio entre estabilidad y variabilidad. Si un pueblo permite que
sus costumbres arraiguen demasiado profundamente, ya no podrá cambiar y se
vuelve como China, incapaz de mejorar. Las revoluciones violentas, en este
caso, son inútiles porque lo que sucederá es que, o bien los eslabones rotos de
la cadena volverán a ser unidos y el pasado reanudará su imperio sin cambios, o
bien los fragmentos de la cadena permanecerán sueltos y la decadencia pronto
seguirá a la anarquía.
Lo ideal para un pueblo, por
consiguiente, será preservar las instituciones del pasado, cambiándolas
meramente poco a poco. Este ideal es difícil de realizar. En tiempos antiguos
los romanos, y en los modernos los ingleses, son casi los únicos que lo han
conseguido.
Son precisamente las masas las que se
apegan más tenazmente a las ideas tradicionales y se oponen a su cambio con la
mayor obstinación. Este es probablemente el caso de las masas que constituyen
castas. Ya he insistido sobre el espíritu conservador de las masas y mostrado
que la rebelión más violenta simplemente termina en un cambio de palabras y de
términos. A fines del siglo pasado, en presencia de iglesias destruidas, de
sacerdotes expulsados del país o guillotinados, podría haberse pensado que las
viejas ideas religiosas habían perdido toda su fuerza. Sin embargo, apenas
pasaron algunos años y el abolido sistema del culto público tuvo que ser
reestablecido en atención a una demanda universal.
El informe del ex-Convencional
Fourcroy, citado por Taine, es muy claro sobre este punto.
“Lo que se ve por todas partes
respecto del mantenimiento del Domingo y la concurrencia a las iglesias
demuestra que la mayoría de los franceses desea volver a sus viejas costumbres
y que ya no es oportuno resistir esta tendencia natural ... La gran mayoría de
los hombres se encuentra en necesidad de tener religión, culto público y
sacerdotes. Es un error cometido por algunos filósofos modernos, por quienes yo
mismo he sido confundido, el creer que la posibilidad de la instrucción sea tan
general como para destruir prejuicios religiosos que, para un gran número de personas
desdichadas, constituye una fuente de consuelo ... A la masa del pueblo, por lo
tanto, debe permitírsele tener sus sacerdotes, sus altares y su culto público.”
Bloqueadas por un momento, las
antiguas tradiciones habían retomado su impulso.
No hay ejemplo que demuestre mejor el
poder de la tradición sobre la mente de las masas. Los ídolos más poderosos no
moran en templos, ni los déspotas más tiranos en palacios; ambos, tanto los
unos como los otros, pueden romperse en un instante. Pero los señores
invisibles que reinan en nuestro más íntimo ser están protegidos de todo
intento de revuelta y sólo ceden ante el lento desgaste de los siglos.
3. Tiempo
En los problemas sociales, al igual
que en los biológicos, el tiempo es uno de los factores más enérgicos. Es el
único gran creador y el único gran destructor. Es el tiempo el que ha hecho
montañas con granos de arena y elevado la oscura célula de las eras geológicas
a la dignidad humana. La acción de los siglos es suficiente para transformar
cualquier fenómeno dado. Ha sido observado con acierto que una hormiga,
disponiendo del tiempo suficiente, podría hacer desaparecer el Mount Blanc. Un
ser que poseyera la fuerza mágica de variar el tiempo a voluntad tendría el
poder atribuido por los creyentes a Dios.
Aquí, sin embargo, sólo tendremos que
ocuparnos de la influencia del tiempo sobre la génesis de las opiniones de las
masas. Desde este punto de vista, su acción sigue siendo inmensa. Dependen de
ella fuerzas tales como la raza, que no pueden formarse sin él. Causa el
nacimiento, el crecimiento y la muerte de creencias. Es por la acción del
tiempo que adquieren su fuerza y es también por su acción que la pierden.
Es especialmente el tiempo el que
prepara las opiniones y las creencias de las masas, o por lo menos el suelo en
el cual habrán de germinar. Es por esto que ciertas ideas resultan realizables
en una época y no en otra. Es el tiempo el que acumula ese inmenso detritus de
creencias y pensamientos sobre el cual las ideas de un período dado emergen. No
crecen aleatoriamente o por casualidad; las raíces de cada una de ellas se
prolongan hacia un largo pasado. Cuando florecen, es el tiempo el que ha
preparado su florecimiento y para llegar a obtener una noción de su génesis
siempre es necesario buscar hacia atrás, en el pasado. Son hijas del pasado y
madres del futuro, pero completamente esclavas del tiempo.
Consecuentemente, el tiempo es
nuestro auténtico amo y es suficiente con dejarlo en libertad de acción para
ver como todas las cosas se transforman. En la actualidad nos sentimos muy
inseguros respecto de las amenazantes aspiraciones de las masas y las
destrucciones y alzamientos que las mismas anuncian. “Ninguna forma de gobierno
– apunta muy apropiadamente M. Lavisse – fue fundada en un día. Las organizaciones
políticas y sociales son obras que requieren siglos. El sistema feudal existió
por siglos en un estado informe, caótico, antes de encontrar sus leyes; la
monarquía absoluta también existió durante siglos antes de alcanzar métodos
regulares de gobierno, y estos períodos de expectativa fueron extremadamente
problemáticos.”
4. Instituciones políticas
y sociales
HASTA AQUI
La idea de que las instituciones
pueden remediar los defectos de las sociedades, que el progreso nacional es la
consecuencia del perfeccionamiento de las instituciones y los gobiernos, y que
los cambios sociales pueden conseguirse por decreto – esta idea, es todavía
generalmente aceptada. Fue el punto de partida de la Revolución Francesa y las
teorías sociales de la actualidad se basan en ella.
Las experiencias más reiteradas han
sido incapaces de destruir este grave delirio. Filósofos e historiadores han
tratado en vano de probar su absurdidad y no han tenido dificultad alguna en
demostrar que las instituciones son el resultado de ideas, sentimientos y
costumbres, y que las ideas, los sentimientos y las costumbres no pueden ser
cambiadas reformando códigos legislativos. Una nación no elige sus
instituciones a voluntad, de la misma manera en que no elige el color de su
pelo o de sus ojos. Las instituciones y los gobiernos son el producto de la
raza. No son los creadores de una época sino que son creadas por ella. Las
personas no son gobernadas de acuerdo a sus caprichos momentáneos sino como su
carácter determina que deben ser gobernados. Se requieren siglos para formar un
sistema político y hacen falta siglos para cambiarlo. Las instituciones no
tienen una virtud intrínseca: en si mismas no son ni buenas ni malas. Las que
son buenas en un momento dado para un pueblo dado pueden ser extremadamente
dañinas para otra nación.
Más aún, de ninguna manera está en el
poder de un pueblo la posibilidad de cambiar realmente sus instituciones. Sin
duda, al costo de violentas revoluciones puede llegar a cambiar sus nombres;
pero en su esencia permanecerán inmodificadas. Los nombres son meras etiquetas
triviales con las cuales un historiador que va al fondo de las cosas apenas si
debe ocuparse. Es de esta forma, por ejemplo, que Inglaterra, el país más
democrático del mundo, vive a pesar de todo en un régimen monárquico mientras
que los países en los que impera el despotismo más opresivo son las repúblicas
hioamericanas, a pesar de sus constituciones republicanas. [ [11] ] Los destinos de los pueblos están determinados
por su carácter y no por sus gobiernos. He intentado establecer este criterio
en una de mis anteriores obras, ofreciendo ejemplos categóricos.
Perder el tiempo con constituciones
prefabricadas es, en consecuencia, una tarea pueril; es el esfuerzo inútil de
un retórico ignorante. La necesidad y el tiempo se encargan de elaborar
constituciones si somos lo suficientemente sabios como para permitir que estos
dos factores actúen. Este es el plan que han adoptado los anglosajones, como
nos lo enseña su gran historiador, Macaulay, en un pasaje que todos los
políticos de países latinos deberían aprender de memoria. Después de exponer
todo el bien que puede ser logrado por leyes que, desde el punto de vista de la
razón pura, parecen ser un caos de absurdidades y contradicciones, este autor
compara la totalidad de las constituciones que fueron sacudidas por las
convulsiones de los pueblos latinos con la de Inglaterra y señala que esta
última sólo ha cambiado muy lentamente, parte por parte, bajo la influencia de
necesidades inmediatas y nunca debido a razonamientos especulativos.
“El pensar nada en simetrías y mucho
en conveniencias; no remover nunca una anomalía solamente porque es una
anomalía; no innovar nunca excepto cuando aparece una injusticia; no innovar
nunca excepto en la extensión necesaria para deshacerse de la injusticia; no
presentar nunca un proyecto de envergadura mayor al del caso particular que es
necesario tratar; estas son las reglas que han guiado las deliberaciones en
nuestros doscientos cincuenta parlamentos, desde las épocas de Juan hasta la
era de Victoria.”
Sería necesario tomar una por una las
leyes y las instituciones de cada pueblo para exponer hasta qué punto son la
expresión de las necesidades de cada raza siendo que, por ese motivo, resulta
imposible transformarlas violentamente. Es posible, por ejemplo, enredarse en
disertaciones filosóficas sobre las ventajas y desventajas de la
centralización; pero cuando vemos a un pueblo compuesto por razas muy
diferentes dedicar mil años a esfuerzos tendientes a lograr esta centralización;
cuando observamos que una gran revolución, que ha tenido por objetivo la
destrucción de todas las instituciones del pasado, ha sido forzada a respetar
esta centralización y que incluso la ha fortalecido; bajo estas circunstancias
deberíamos admitir que constituye el resultado de necesidades imperiosas, que
es una condición para la existencia de la nación en cuestión, y que deberíamos
sentir lástima por el pobre alcance mental de los políticos que hablan de
destruirla. Si por alguna casualidad tuviesen éxito en su intento, éste éxito
sería inmediatamente la señal para una terrible guerra civil [ [12] ] la cual,
incluso, volvería inmediatamente a restaurar un nuevo sistema de centralización
aún más opresivo que el antiguo.
La conclusión a extraer de lo que
precede es que no debe buscarse en las instituciones el medio para influenciar
profundamente el genio de las masas. Cuando vemos a ciertos países, como los
Estados Unidos, alcanzar un alto grado de prosperidad bajo instituciones
democráticas mientras que otros, como las repúblicas hioamericanas, se
encuentran existiendo en un lamentable estado de anarquía bajo instituciones
absolutamente similares, deberíamos admitir que estas instituciones son tan
extrañas a la grandeza de las primeras como a la decadencia de las otras. Las
personas son gobernadas por su carácter y todas las instituciones que no estén
íntimamente modeladas sobre este carácter representan meramente una vestimenta
prestada, un disfraz transitorio. No hay duda de que se han producido, y se
seguirán produciendo, guerras sanguinarias y violentas revoluciones para
imponer instituciones a las cuales se les atribuye – como a las reliquias de
los santos – el poder sobrenatural de crear el bienestar. Se puede decir,
entonces, que las instituciones accionan sobre la mente de la masa en la medida
en que engendran estos levantamientos. Pero, en realidad, no son las
instituciones las que accionan de esta manera desde que sabemos que,
triunfantes o derrotadas, no posen virtud alguna por si mismas. Son sus
ilusiones y sus palabras las que han influenciado la mente de la masa, y
especialmente las palabras – palabras que son tan poderosas como quiméricas y
cuyo sorprendente ímpetu pronto demostraremos.
5. Instrucción y educación
En un lugar destacado entre las ideas
predominantes de la época presente se encuentra la noción de que la instrucción
es capaz de cambiar a los hombres de forma considerable y tiene por infalible
consecuencia el mejorarlos y hasta el de hacerlos iguales. Por el simple hecho de
ser constantemente repetida, esta afirmación ha terminado por convertirse en
uno de los más firmes dogmas democráticos. Hoy sería tan difícil atacarlo como
otrora lo hubiera sido el atacar los dogmas de la Iglesia.
Sin embargo, sobre este punto, al
igual que en muchos otros casos, las ideas democráticas se encuentran en
profundo desacuerdo con los resultados de la psicología y la experiencia.
Muchos eminentes filósofos, Herbert Spencer entre ellos, no tienen ninguna
dificultad en demostrar que la instrucción ni hace a los hombres más morales ni
tampoco más felices; que no cambia ni sus instintos ni sus pasiones
hereditarias y que a veces – y para que esto suceda sólo necesita estar mal
dirigida – resulta más perniciosa que útil. Las estadísticas han confirmado
este criterio al mostrarnos que la criminalidad aumenta con la generalización
de la instrucción, o bien y en todo caso, con cierto tipo de instrucción, y que
los peores enemigos de la sociedad, los anarquistas, se reclutan entre los
abanderados de los colegios; mientras que en un reciente trabajo, un
distinguido magistrado como M. Adolphe Guillot, ha hecho la observación que
actualmente hay 3.000 criminales educados por cada 1.000 iletrados y que en
cincuenta años el porcentaje de criminales en la población subió de 227 a 552
por cada 100.000 habitantes, lo cual constituye un aumento del 133 porciento.
Junto con sus colegas, también ha notado que la criminalidad aumenta
particularmente entre las personas jóvenes para quienes, como es sabido, la
escolaridad gratuita y obligatoria ha reemplazado – en Francia – el aprendizaje
de oficios.
Seguramente no es que – y nadie ha
mantenido jamás esta proposición – una instrucción bien dirigida no pueda
brindar resultados prácticos muy útiles, si bien no en el sentido de elevar el
nivel moral, por lo menos en el de desarrollar una capacidad profesional.
Desafortunadamente los pueblos latinos, especialmente durante los últimos
veinticinco años, han basado sus sistemas de instrucción sobre principios muy
equivocados y, a pesar de las observaciones de las mentes más eminentes tales
como Breal, Fustel de Coulanges, Taine y muchos otros, persisten en sus
lamentables errores. Yo mismo, en un trabajo publicado hace algún tiempo,
demostré que el sistema de educación francés transforma a la mayoría de los que
han pasado por él en enemigos de la sociedad y recluta numerosos discípulos
para las peores formas de socialismo.
El principal peligro de este sistema
de educación – muy apropiadamente calificado como latino – consiste en el hecho
de que está basado sobre el error psicológico fundamental de que la
inteligencia se desarrolla mediante la memorización de libros de texto.
Adoptando este punto de vista, se ha hecho el intento de forzar el conocimiento
de la mayor cantidad posible de libros de texto. Desde la escuela primaria,
hasta que abandona la universidad, un joven no hace más que almacenar libros en
su memoria sin que alguna vez su juicio o su iniciativa personal entren en
juego. Para él, la educación consiste en recitar de memoria y en obedecer.
“Aprender lecciones. Sabiendo de
memoria una gramática o un compendio, repitiendo bien e imitando bien – escribe
un ex–Ministro Público de Educación, M. Jules Simon – es una forma ridícula de
educación en la cual cada esfuerzo es un acto de fe que admite tácitamente la
infalibilidad del maestro y cuyos resultados son un menoscabo de nosotros
mismos volviéndonos impotentes.”
Si esta educación fuese meramente
inútil, uno podría limitarse a expresar su compasión por los desgraciados niños
que, en lugar de cursar estudios útiles en la escuela primaria, resultan
instruidos en la genealogía de los hijos de Clotaire, los conflictos entre
Neustria y Austrasia, o las clasificaciones zoológicas. Pero el sistema
presenta un peligro por lejos mayor. Les otorga a quienes han sido sometidos a
él un violento desagrado por la clase de vida en la que nacieron y un intenso
deseo de escapar de ella. El trabajador ya no desea seguir siendo trabajador,
ni el campesino continuar siendo campesino, mientras los más humildes miembros
de la clase media no admiten ninguna carrera posible para sus hijos excepto la
de funcionarios pagados por el Estado. En lugar de preparar hombres para la
vida, las escuelas francesas solamente los preparan para ocupar funciones públicas en las cuales
el éxito puede ser obtenido sin ninguna necesidad de auto-dirección o la más
mínima chispa de iniciativa personal. En el fondo de la escala social, el
sistema crea un ejércitos de proletarios descontentos con su suerte y siempre listos
para la revuelta mientras que en la cúspide instituye una burguesía frívola,
escéptica y crédula al mismo tiempo, que tiene una supersticiosa confianza en
el Estado al cual considera como una especie de Divina Providencia pero sin
olvidarse de exhibir hacia ella una incesante hostilidad, siempre poniendo las
faltas propias ante la puerta del gobierno, e incapaz de la más mínima empresa
sin la intervención de las autoridades.
El Estado que, a la par de los libros
de texto, fabrica a todos estos portadores de diplomas, sólo puede utilizar una
pequeña parte de ellos, y está forzado a dejar a los demás sin empleo. Por
consiguiente, está obligado a resignarse a alimentar a los primeros y a tener a
los otros como enemigos. Desde la cúspide hasta la base de la pirámide social,
desde el empleado más humilde hasta el profesor y el prefecto, esta inmensa
masa esgrimiendo diplomas pone sitio a las profesiones. Mientras un hombre de
negocios tiene la mayor de las dificultades en encontrar un agente que lo
represente en las colonias, miles de candidatos solicitan los más modestos
puestos oficiales. Tan sólo en el departamento de Seine hay 20.000 maestros y
maestras sin empleo; todas personas que, despreciando los campos y los
talleres, miran hacia el Estado para ganarse la vida. Al ser restringido el
número de elegidos, el de los descontentos es forzosamente inmenso. Los últimos
están listos para cualquier revolución, quienesquiera que sean sus jefes y sean
cuales fueren sus objetivos. La adquisición de un conocimiento que no consigue
ser empleado es el método seguro de empujar a una persona hacia la revuelta. [
[13] ]
Evidentemente es demasiado tarde para
volver sobre nuestros pasos. Solamente la experiencia, esa suprema educadora de
los pueblos, se encargará de mostrarnos nuestro error. Sólo ella será lo
suficientemente poderosa como para demostrar la necesidad de reemplazar
nuestros odiosos libros de texto y nuestros lamentables exámenes por una
instrucción industrial capaz de inducir a nuestros jóvenes a volver a los
campos, a los talleres, y a la empresa colonial que hoy rehuyen a toda costa.
La instrucción profesional que todas
las mentes ilustradas están hoy demandando fue la instrucción recibida en el
pasado por nuestros ancestros. Sigue vigente en la actualidad en las naciones
que gobiernan al mundo por su fuerza de voluntad, su iniciativa y su espíritu
de empresa. En una serie de notables páginas cuyos pasajes principales
reproduciré más adelante, un gran pensador. M. Taine, ha expuesto claramente
que nuestro anterior sistema de educación fue aproximadamente el que está de
moda hoy en día en Inglaterra y en América, y haciendo un notable paralelo
entre el sistema latino y el anglosajón, ha destacado claramente las
consecuencias de ambos métodos.
Uno podría consentir, quizás
forzadamente, en continuar aceptando todas las desventajas de nuestra educación
clásica – aún a pesar de que no produce más que personas descontentas y hombres
no aptos para sus puestos en la vida – si la adquisición superficial de tanto conocimiento,
la pulcra repetición de memoria de tantos libros de texto, elevara el nivel de
inteligencia. Pero ¿realmente eleva este nivel? ¡He aquí que no! Las
condiciones para triunfar en la vida son la posesión de un juicio certero,
experiencia, iniciativa y carácter – todas cualidades que no otorgan los
libros. Los libros son diccionarios a los cuales es útil consultar pero de los
cuales es perfectamente inútil guardar grandes porciones en el cerebro.
¿Cómo es posible para la instrucción
profesional desarrollar la inteligencia en una medida bastante superior al
alcance de la instrucción clásica? Esto ha sido muy bien expuesto por M. Taine.
“Las ideas – dice – se forman
solamente en su entorno natural y normal; la promoción del crecimiento se
efectúa por las innumerables impresiones que solicitan los sentidos que el
joven recibe diariamente en el taller, en la mina, en los tribunales, en el
estudio, en la obra en construcción; a la vista de las herramientas, los
materiales y las operaciones; en la presencia de clientes, trabajadores y
labor, del trabajo bien o mal hecho, costoso o lucrativo. De este modo se
obtienen esas sutiles percepciones del ojo, los oídos, las manos y hasta el
sentido del olfato que, adquiridas involuntariamente y elaboradas en silencio,
toman forma dentro del que aprende y le sugieren tarde o temprano ésta o
aquella nueva combinación, simplificación, economía, mejora o invento. El joven
francés está privado, precisamente a una edad en la que serían más fructíferos,
de todos estos preciosos contactos, de todos estos indispensables elementos de
asimilación. Durante siete u ocho años interminables, se lo encierra en una
escuela y se lo segrega de esa experiencia personal directa que le daría una
clara y exacta noción de las personas y de las cosas, y de las múltiples
maneras de manejarlas.”
“... Por lo menos nueve de cada diez
han perdido su tiempo y sus esfuerzos durante varios de los años de sus vidas –
años importantes, incluso decisivos. Entre ellos hay que contar, en primer
lugar, la mitad o las dos terceras partes de quienes se presentan a los
exámenes – y me refiero a los que son rechazados; y después, entre quienes
tienen éxito en obtener una graduación, un certificado o un diploma, todavía
queda una mitad o dos tercios – y me refiero a los que son explotados. Se les
ha exigido demasiado al requerirles que en un día determinado, sobre una silla
o delante de un pizarrón, sean por dos horas consecutivas y respecto de un
grupo de ciencias, repertorios vivientes de todo el saber humano. De hecho,
fueron eso, o casi, por cerca de dos horas ese día en particular; pero un mes
más tarde ya no lo serán. Ya no pasarían otra vez el examen. Sus adquisiciones,
demasiado numerosas y demasiado pesadas, constantemente se escapan de sus
cerebros y no resultan reemplazadas. Su vigor mental ha declinado, su fértil
capacidad para crecer se ha secado, aparece el hombre plenamente desarrollado y
con frecuencia es un hombre gastado. Asentado, casado, resignado a andar en
círculos, e indefinidamente en el mismo círculo, se encierra en la limitada
función con la que cumple adecuadamente; pero nada más. El balance final es
que, con seguridad, los ingresos no justificarán los gastos. En Inglaterra o en
América dónde, como en Francia antes de 1789, se adoptó el procedimiento
contrario, el balance es equilibrado o superior.”
El ilustre psicólogo nos muestra a
continuación la diferencia entre nuestro sistema y el de los anglosajones.
Éstos no poseen nuestras innumerables escuelas especiales. Entre ellos la
instrucción no está basada en el aprendizaje de libros sino en lecciones sobre
objetos. El ingeniero, por ejemplo, se entrena en un taller y nunca en una
escuela; un método que permite a cada individuo alcanzar el nivel que le
permite su inteligencia. Se convierte en trabajador o en capataz si no puede
seguir adelante, en ingeniero si sus aptitudes lo llevan tan lejos. Esta forma
de proceder es mucho más democrática y de un beneficio mucho mayor para la
sociedad que el hacer que toda la carrera de un individuo dependa de un examen
que dura un par de horas, rendido a la edad de diecinueve o veinte años.
“En el hospital, la mina, la fábrica,
la oficina del arquitecto o del abogado, el estudiante, que comienza muy joven,
transita su aprendizaje paso a paso, de la misma manera en que lo hace un
jurista o un artista en su estudio. En forma previa, antes de hacer un comienzo
práctico, ha tenido la oportunidad de hacer algún curso resumido de instrucción
tanto como para disponer de una estructura preparada para almacenar las
observaciones que pronto hará. Más allá de eso y por regla general, podrá
beneficiarse de una variedad de cursos técnicos que puede seguir en sus horas
libres de manera de coordinarlos, paso a paso, con la experiencia diaria que
está juntando. Bajo un sistema así, las capacidades prácticas aumentan y se
desarrollan en la exacta proporción de las facultades del estudiante y en la
dirección requerida por su futura tarea y por el trabajo en especial para el
cual desea estar preparado de allí en más. De esta manera, en Inglaterra o en
los Estados Unidos un hombre joven pronto llega a una posición en la que puede
desarrollar su capacidad al máximo. A los veinticinco años de edad, y mucho
antes si el material y las partes están allí, ya no es simplemente un ejecutor
útil sino que es capaz, también, de iniciativas espontáneas; no es solamente la
parte de una máquina sino también su motor. En Francia, dónde impera el sistema
contrario – en Francia que con cada generación se está pareciendo cada vez más
a China – la suma total de las fuerzas perdidas es enorme.”
El gran filósofo llega a la siguiente
conclusión respecto de la creciente incongruencia entre nuestro sistema latino
de educación y los requerimientos de la vida práctica:
“En las tres etapas de la instrucción
que comprenden la niñez, la adolescencia y la juventud, la preparación teórica
y pedagógica por medio de libros en los bancos de la escuela se ha prolongado y
se ha sobrecargado en vista del examen final, la graduación, el diploma y el
certificado, y solamente en vista de ello, y por los peores métodos, por la
aplicación de un régimen antinatural y antisocial, por la postergación excesiva
del aprendizaje práctico, por nuestro sistema de colegios pupilos, por
entrenamiento artificial y amontonamiento mecánico, por sobrecarga de trabajo,
sin pensar en el tiempo que habrá de seguir, sin pensar en la edad adulta y en
las funciones del hombre, sin consideraciones por el mundo real al cual el
joven pronto será arrojado, por la sociedad en la que nos movemos y a la cual
deberá adaptarse o resignarse a ella de antemano, por la lucha en la que se
halla envuelta la humanidad y en la cual, para defenderse y mantenerse de pié,
tiene que haber sido previamente equipado, armado, entrenado y endurecido. Este
equipamiento indispensable, esta adquisición de mayor importancia que cualquier
otra, este fuerte sentido común, fibra y fuerza de voluntad, es lo que nuestras
escuelas no le ofrecen al joven francés. Por el contrario, lejos de calificarlo
para su futuro y definitivo estado, lo descalifican. En consecuencia, su
entrada al mundo y sus primeros pasos en el campo de la acción son muy
frecuentemente una sucesión de penosas caídas cuyo efecto es que permanece
herido y lastimado por mucho tiempo, a veces inhabilitado de por vida. La
prueba es severa y peligrosa. En su transcurso, el equilibrio mental y moral se
ve afectado y corre el riesgo no ser restablecido. Una desilusión demasiado
súbita y demasiado completa ha sobrevenido. Las decepciones han sido demasiado
grandes, las desilusiones demasiado intensas.” [ [14] ]
Una comparación útil puede hacerse
entre las páginas de Taine y las observaciones sobre la educación americana
recientemente hechas por M. Paul Bourget en su excelente libro, “Outre-mer”. Él
también, después de haber observado que nuestra educación meramente produce
burgueses de mente estrecha carentes de iniciativa y fuerza de voluntad, o bien
anarquistas – “esos igualmente dañinos tipos de hombre civilizado que degeneran
ya sea en banalidad impotente o en destructividad demencial” – el también,
decía, establece una comparación, que no puede ser objeto de mucha
controversia, entre nuestros liceos franceses (escuelas públicas), esas
fábricas de degeneración, y las escuelas americanas que preparan admirablemente
a un hombre para la vida. La brecha existente entre naciones verdaderamente
democráticas y aquellas que tienen la democracia en sus discursos pero de
ningún modo en sus pensamientos, surge claramente en esta comparación.
Con lo que precede ¿nos hemos desviado
de la psicología de las masas? Seguramente no. Si deseamos comprender las ideas
y las creencias que están germinando en las masas de la actualidad y que
surgirán mañana, es necesario saber cómo ha sido preparado el terreno. La
instrucción dada a la juventud de un país permite conocer lo que ese país será
algún día. La educación conferida a la generación actual justifica las
previsiones más pesimistas. Es parcialmente por la instrucción y la educación
que la mente de las masas resulta mejorada o deteriorada. En consecuencia, era
necesario mostrar cómo esta mente ha sido modelada por el sistema de moda y
cómo la masa de los indiferentes y los neutrales se ha convertido
progresivamente en un ejército de los descontentos, listos a obedecer todas las
sugestiones de los utopistas y los retóricos. Es en las aulas que los
socialistas y los anarquistas pueden ser hallados hoy en día, es allí en dónde
se está pavimentando el camino del período de decadencia que se aproxima para
los pueblos latinos.
Capítulo II: Los factores inmediatos
de la opinión de las masas.
1)- Imágenes, palabras y fórmulas.
El poder mágico de palabras y
fórmulas – El poder de las palabras ligadas a las imágenes que evocan,
independientemente de su verdadero significado – Estas imágenes varían de época
en época y de raza en raza – El uso y abuso de las palabras – Ejemplos de las
considerables variaciones en el sentido de palabras usualmente empleadas – La
utilidad política de bautizar cosas viejas con nombres nuevos cuando las
palabras que las designaban causan una impresión desfavorable sobre las masas –
Variaciones del sentido de las palabras como consecuencia de diferencias
raciales – Los diferentes significados de la palabra “democracia” en Europa y
en América.
2)- Ilusiones.
Su importancia – Se las halla en la
raíz de todas las civilizaciones – La necesidad social de las ilusiones – Las
masas siempre las prefieren antes que a las verdades.
3)- Experiencia.
Solamente la experiencia puede fijar
en la mente de las masas las verdades que se han vuelto necesarias y destruir
las ilusiones que se han hecho peligrosas. – La experiencia sólo es efectiva
bajo la condición de que sea frecuentemente repetida – El costo del requisito
de la experiencia para persuadir a las masas.
4)- Razón.
La nulidad de su influencia sobre las
masas – Las masas sólo pueden ser influenciadas por sus sentimientos
inconscientes – El papel de la lógica en la Historia – Las causas secretas de
los eventos improbables.
Acabamos de investigar los factores
remotos y preparatorios que le otorgan a la mente de las masas una receptividad
especial, haciendo posible en ella el crecimiento de ciertos sentimientos y de
ciertas ideas. Ahora nos resta estudiar los factores capaces de actuar de
manera directa. En el siguiente capítulo veremos cómo estos factores deberían
ponerse en vigor a fin de que produzcan sus plenos efectos.
En la primer parte de este trabajo
estudiamos los sentimientos, las ideas y los métodos de razonamiento de los
cuerpos colectivos, y del conocimiento así adquirido evidentemente sería
posible deducir de un modo general los medios para conseguir impresionar sus
mentes. Ya sabemos qué es lo que impacta en la imaginación de las masas y nos
hemos familiarizado con el poder y la contagiosidad de las sugestiones y, de
ellas, especialmente las que son presentadas bajo la forma de imágenes. Sin
embargo, puesto que las sugestiones pueden proceder de muy diversas fuentes,
los factores capaces de actuar sobre las mentes de las masas pueden diferir
considerablemente. Es necesario, pues, estudiarlas por separado. No es un
estudio innecesario. Las masas son, en cierto modo, como la esfinge de la
antigua fábula: es necesario, o bien llegar a una solución de los problemas
presentados por su psicología, o bien resignarnos a ser devorados por ellas.
1. Imágenes, palabras y fórmulas
Al estudiar la imaginación de las
masas hemos visto que la misma está particularmente abierta a las impresiones
producidas por las imágenes. Estas imágenes no siempre están a mano, pero es
posible evocarlas mediante el juicioso empleo de palabras y fórmulas.
Utilizadas con arte, las mismas poseen en sobria verdad aquél misterioso poder
otrora atribuido a ellas por los adeptos de la magia. En la mente de las masas
ocasionan el nacimiento de las tempestades más formidables a las que, a su vez,
también son capaces de calmar. Se podría levantar una pirámide de lejos más
alta que la de Cheops con los huesos de los hombres que han sido víctimas del
poder de las palabras y las fórmulas.
El poder de las palabras está
relacionado con las imágenes que evocan, y es bastante independiente de su real
significado. Las palabras cuyo sentido está peor definido son a veces las que
poseen la mayor influencia. Tales son, por ejemplo, los términos democracia,
socialismo, igualdad, libertad etc. cuyo significado es tan vago que gruesos
volúmenes no alcanzan para establecerlo con precisión. Aún así, es cierto que
un poder verdaderamente mágico está adosado a esas cortas sílabas, como si
contuvieran la solución a todos los problemas. Sintetizan las aspiraciones
inconscientes más diversas y la esperanza de su realización.
La razón y los argumentos son
incapaces de combatir ciertas palabras y fórmulas. Se las pronuncia con
solemnidad en presencia de las masas y, ni bien han sido pronunciadas, una
expresión de respeto se hace visible en cada rostro y todas las cabezas se
inclinan. Por muchos resultan consideradas como fuerzas naturales, como poderes
sobrenaturales. Evocan imágenes grandiosas y vagas en la mente de las personas
pero la misma vaguedad que las envuelve en la oscuridad aumenta su misterioso
poder. Son las misteriosas divinidades ocultas detrás del tabernáculo al cual
los devotos sólo se aproximan con miedo y temblando.
Las imágenes evocadas por las
palabras, al ser independientes de su sentido, varían de época en época y de
pueblo en pueblo mientras que las fórmulas se mantienen idénticas. Ciertas
imágenes transitorias se relacionan con ciertas palabras: la palabra actúa
meramente como si fuese el pulsador de un timbre eléctrico que las evoca.
No todas las palabras y todas las
fórmulas poseen el poder de evocar imágenes, mientras que hay otras que alguna
vez tuvieron este poder, pero lo han perdido en el transcurso del uso y han
dejado de despertar alguna respuesta en la mente. Se convierten en vanos
sonidos cuya utilidad principal es relevar a la persona que los emplea de la
obligación de pensar. Armados de una pequeña cantidad de fórmulas y de lugares
comunes aprendidos mientras fuimos jóvenes, poseemos todo lo que se necesita
para desplazarnos por la vida sin la cansadora necesidad de tener que
reflexionar sobre algo en absoluto.
Si es estudia cualquier idioma en
particular, se observa que las palabras que lo componen varían en forma
relativamente lenta durante el transcurso de las épocas mientras que las
imágenes que estas palabras evocan, o los significados adosados a las palabras,
cambian incesantemente. Esta es la razón por la cual, en otro trabajo, llegué a
la conclusión que la traducción absoluta de un idioma, especialmente el de una
lengua muerta, es totalmente imposible. ¿Que hacemos en realidad, cuando
sustituimos una expresión del latín, el griego o el sánscrito por una palabra
francesa, o incluso cuando tratamos de comprender un libro escrito en nuestro propio
idioma hace dos o tres siglos? Simplemente ponemos las imágenes y las ideas con
las cuales la vida moderna ha dotado a nuestra inteligencia en el lugar de
nociones e imágenes absolutamente distintas que la vida antigua creó en la
mente de razas expuestas a condiciones de existencia que no tienen ninguna
analogía con las nuestras. Cuando los hombres de la Revolución se imaginaron
que estaba copiando a los griegos y a los romanos, ¿qué estaban haciendo si no
dándole a antiguas palabras un sentido que las mismas nunca tuvieron? ¿Qué
semejanza puede existir entre las instituciones de los griegos y aquellas
designadas en la actualidad por las mismas palabras? Una república de aquella
época era una institución esencialmente aristocrática, formada por una reunión
de pequeños déspotas que gobernaban sobre una masa de esclavos mantenidos en la
más absoluta servidumbre. Estas aristocracias comunales, basadas en la
esclavitud, no hubieran podido existir ni por un momento sin ella.
Y la palabra “libertad”, de nuevo,
¿qué significado pudo haber tenido en forma alguna similar al que le atribuimos
hoy en día, durante un período en el cual la posibilidad de la libertad de
pensamiento no era siquiera sospechada y no había crimen mayor ni más
excepcional que el de discutir a los diosas, las leyes y las costumbres de la
ciudad? ¿Qué significaba una palabra como “patria” para un ateniense o para un
espartano, a menos que fuese el culto de Atenas o Esparta, y de ninguna manera
el de Grecia, compuesta por ciudades rivales, siempre en guerra las unas contra
las otras? ¿Qué significado tuvo la misma palabra “patria” entre los antiguos
galos, divididos en tribus y razas rivales, poseyendo diferentes lenguajes y
religiones, y que fueron tan fácilmente conquistados por César porque éste
siempre encontró aliados entre ellos? Fue Roma la que hizo un país de la Galia
otorgándole una unidad política y religiosa. Sin ir tan lejos, apenas hace dos
siglos, ¿se puede creer que esta misma noción de patria fue concebida con el
mismo significado que el que hoy tiene por príncipes franceses como el gran
Conde, que se aliaban con el extranjero en contra de su soberano? Y de nuevo
otra vez, la misma palabra ¿no tuvo acaso un sentido muy diferente al moderno
para los emigrantes realistas franceses quienes pensaron que obedecían las
leyes del honor al luchar contra Francia siendo que, desde su punto de vista,
realmente las obedecieron porque la ley feudal obligaba al vasallo con su señor
y no con la tierra, de modo tal que allí en dónde se hallaba el soberano, allí
estaba la verdadera patria?
Son numerosas las palabras cuyo
significado ha cambiado profundamente de época en época – palabras que sólo
podemos llegar a comprender en el sentido en que antes fueron entendidas luego
de un largo esfuerzo. Con razón se ha dicho que es necesario mucho estudio tan
sólo para llegar a comprender lo que significaron para nuestros abuelos
palabras tales como “rey” y la “familia real”. ¿Cuál podría, entonces, ser el
caso con términos aún mucho más complejos?
Las palabras, pues, tienen sólo
significados móviles y transitorios que cambian de época en época y de pueblo
en pueblo; y cuando por su intermedio deseamos ejercer una influencia sobre la
masa, el requisito es conocer el sentido que esa masa les da en un determinado
momento, y no el significado que tuvieron antes o que pueden seguir teniendo
para individuos de una constitución mental diferente.
Así, cuando las masas, como
consecuencia de alzamientos políticos o cambios de creencia, han llegado a
adquirir una profunda antipatía hacia las imágenes suscitadas por ciertas
palabras, el primer deber del verdadero estadista es cambiar las palabras sin,
por supuesto, meter mano en las cosas mismas ya que estas últimas se hallan
demasiado íntimamente unidas a la constitución heredada como para ser
transformadas. Hace mucho tiempo, el sensato Tocqueville observó que la obra
del consulado y del imperio consistió más particularmente en revestir con
nuevas palabras la mayor parte de las antiguas instituciones – esto es: en reemplazar
palabras que evocaban imágenes desagradables en la imaginación de la masa por
otras palabras cuya novedad impedía tales evocaciones. La “taille” o “tallage”
se convirtió en un “impuesto sobre la tierra”; la “gabela” en el impuesto sobre
la sal; los “subsidios” se hicieron contribuciones indirectas y deberes
consolidados; el impuesto sobre las compañías comerciales y los gremios pasó a
llamarse “licencias”, etc.
Una de las funciones más esenciales
de los estadistas consiste, así, en bautizar con palabras populares o, en todo
caso, indiferentes, las cosas que la masa no puede soportar bajo sus antiguos
nombres. El poder de las palabras es tan grande que es suficiente designar con
términos bien elegidos las cosas más odiosas para hacerlas aceptables a las
masas. Taine observa con razón que fue invocando la libertad y la fraternidad –
palabras muy populares en su época – que los jacobinos fueron capaces de
“instalar un despotismo digno de Dahomey, un tribunal similar al de la
Inquisición y producir una hecatombe humana similar a las del antiguo Méjico”.
El arte de los que gobiernan, al igual que en el caso del arte de los abogados,
consiste sobre todo en la ciencia del empleo de las palabras. Una de las
mayores dificultades de este arte es que, en una y la misma sociedad, los
mismos términos muy frecuentemente tienen diferentes significados para las
diferentes clases sociales, las cuales emplean aparentemente las mismas
palabras pero nunca hablan el mismo idioma.
En los ejemplos precedentes ha sido
especialmente el tiempo el que ha intervenido como el factor principal en el
cambio del sentido de las palabras. Sin embargo, si también hacemos intervenir
a la raza, veremos que durante el mismo período, entre personas igualmente
civilizadas pero de diferente raza, las mismas palabras con frecuencia
corresponden a ideas extremadamente disímiles. Es imposible entender estas
diferencias sin haber viajado mucho y por esta razón no insistiré sobre ello.
Me limitaré a observar que son precisamente las palabras más utilizadas las que
entre diferentes pueblos poseen los más diferentes significados. Tal es el
caso, por ejemplo, de las palabras “democracia” y “socialismo” de uso tan
frecuente hoy en día.
En realidad, corresponden a ideas y a
imágenes bastante contradictorias en la mente latina y en la anglosajona. Para
los pueblos latinos, la palabra “democracia” significa más específicamente la
subordinación de la voluntad y de la iniciativa del individuo a la voluntad e
iniciativa de la comunidad representada por el Estado. Es el Estado el que
termina siendo encargado, en un grado cada vez más grande, con la dirección de
todo, la centralización, el monopolio y la fabricación de todo. Es al Estado al
que apelan constantemente todos los partidos políticos sin excepción, sean
radicales, socialistas o monárquicos. Entre los anglosajones y especialmente en
América, la misma palabra “democracia” significa, por el contrario, el intenso
desarrollo de la voluntad del individuo y la subordinación más completa posible
del Estado al cual, con la excepción de la policía, el ejército y las
relaciones diplomáticas, no se le permite dirigir nada, ni siquiera a la
instrucción pública. Se puede apreciar, así, cómo la misma palabra, que para un
pueblo significa la subordinación de la voluntad y de la iniciativa del
individuo y la preponderancia del Estado, para el otro significa el excesivo
desarrollo de la voluntad y de la iniciativa del individuo y la completa
subordinación del Estado. [ [15] ]
2. Ilusiones
Desde los albores de la civilización
en adelante las masas siempre ha sufrido la influencia de ilusiones. A los
creadores de ilusiones les han erigido más templos, más estatuas y más altares
que a cualquier otra clase de hombres. Ya sean las ilusiones religiosas del
pasado o las ilusiones filosóficas y sociales del presente, estos formidables
poderes soberanos siempre pueden ser encontrados a la cabeza de todas las
civilizaciones que sucesivamente han florecido sobre nuestro planeta. Fue en su
nombre que se construyeron los templos de Caldea y de Egipto, y los edificios
religiosos de la Edad Media, y esa vasta rebelión que sacudió a toda Europa
hace un siglo; y no hay una sola de nuestras concepciones artísticas o sociales
que se halle libre de su poderosa influencia. Ocasionalmente, al costo de
terribles disturbios, el hombre las supera, pero parece estar siempre condenado
a volverlas a erigir. Sin ellas nunca hubiera emergido de su primitivo estado
de barbarie, y sin ellas regresaría otra vez a él. Sin duda, son huidizas
sombras, pero estas hijas de nuestros sueños han forzado a las naciones a crear
cualquiera de las artes que puede enorgullecerse de esplendor o de grandeza
civilizatoria.
“Si se destruyesen en todos los
museos y librerías (...) todos los trabajos y todos los monumentos que las
religiones han inspirado ¿qué quedaría de los grandes sueños de la humanidad?
El darle a los hombres esa porción de esperanza y de ilusión sin la cual no
pueden vivir, ésa es la razón de existir de los dioses, los héroes y los
poetas. Durante cincuenta años la ciencia pareció hacerse cargo de esta tarea.
Pero la ciencia se ha visto comprometida en corazones hambrientos de un ideal,
porque no se atreve a ser suficientemente generosa en promesas, porque no puede
mentir”. [ [16] ]
Los filósofos del siglo pasado se
dedicaron con fervor a la destrucción de las ilusiones religiosas, políticas y
sociales en las que vivieron nuestros antepasados por una larga serie de
siglos. Al destruirlas, secaron las fuentes de la esperanza y la resignación.
Detrás de las quimeras inmoladas se encontraron frente a frente con las ciegas
y silenciosas fuerzas de la naturaleza, que son inexorables con la debilidad e
ignoran la compasión.
A pesar de todos sus progresos, la
filosofía ha sido incapaz hasta ahora de ofrecer a las masas algún ideal que
las seduzca pero, como éstas deben tener ilusiones a toda costa,
instintivamente se vuelven, al igual que insectos en busca de luz, hacia los
retóricos que les conceden lo que quieren. No es la verdad sino el error el que
ha constituido el factor principal en la evolución de las naciones, y la razón
por la cual el socialismo es tan poderoso hoy en día es que constituye la
última ilusión que todavía sigue siendo vital. A pesar de todas las
demostraciones científicas, continúa creciendo. Su principal fuerza reside en
que es liderado por mentes lo suficientemente ignorantes de cómo son las cosas
en realidad como para temerariamente prometerle la felicidad a la humanidad. La
ilusión social reina hoy sobre todas las ruinas amontonadas del pasado y a ella
pertenece el futuro. Las masas nunca estuvieron sedientas de verdades. Se
alejan de la evidencia que no es de su gusto y prefieren deificar el error si
el error las seduce. Quienquiera que sea capaz de proveerlas de ilusiones será
fácilmente su amo; quienquiera que atente destruir sus ilusiones será siempre
su víctima.
3. Experiencia
La experiencia constituye casi el
único proceso efectivo mediante el cual una verdad puede ser sólidamente
establecida en la mente de las masas destruyendo ilusiones que se han vuelto
demasiado peligrosas. A este fin, sin embargo, es necesario que la experiencia
tenga lugar a una escala muy grande y que se repita muy frecuentemente. Las
experiencias sufridas por una generación son, por regla, inútiles para la generación
siguiente y por esa razón los hechos históricos citados para demostrar un punto
de vista no sirven a ningún propósito. Su única utilidad es la de demostrar
hasta qué punto las experiencias tienen que ser repetidas de época en época
para ejercer alguna influencia o para sacudir a una opinión equivocada cuando
la misma está sólidamente implantada en la mente de las masas.
Nuestro siglo y el que lo precedió
indudablemente será mencionado por los historiadores como una era de curiosos
experimentos que en ninguna otra época fueron intentados a esa escala.
El más gigantesco de esos
experimentos fue la Revolución Francesa. Para descubrir que la sociedad no
puede ser remodelada de pies a cabeza de acuerdo con los dictados de la razón
pura fue necesario que varios millones de hombres fuesen masacrados y que
Europa se viese profundamente perturbada por un período de veinte años. Para
demostrarnos que los dictadores les salen caro a las naciones que los aclaman,
fueron necesarias dos experiencias ruinosas en cincuenta años y, a pesar de su
nitidez, no parecen haber sido lo suficientemente convincentes. La primera, sin
embargo, costó tres millones de hombres y una invasión; la segunda implicó la
pérdida de territorio y trajo como secuela la necesidad de ejércitos
permanentes. Una tercera se intentó no hace mucho y seguramente será vuelta a
intentar algún día. Para forzar a toda una nación a admitir que el gran
ejército alemán no era, como se alegaba comúnmente hace treinta años, una
especie de inofensiva guardia nacional [ [17] ], tuvo que tener lugar la guerra
que nos salió tan cara. Para imponer el reconocimiento que el proteccionismo
arruina a las naciones que la adoptan, serán necesarios al menos veinte años de
experiencias desastrosas. Estos ejemplos podrían multiplicarse hasta el
infinito.
4. Razón
Al enumerar los factores capaces de
impresionar la mente de las masas se podría prescindir de toda referencia a la
razón si no fuese necesario destacar el valor negativo de su influencia.
Ya hemos visto que las masas no
resultan influenciadas por el razonamiento y sólo pueden comprender simples
asociaciones de ideas. Los oradores que saben como impresionarlas apelan en
consecuencia a sus sentimientos y nunca a su razón. Las leyes de la lógica no
ejercen ninguna acción sobre las masas. [ [18] ] Para producir una convicción
en las masas es necesario, ante todo, comprender acabadamente los sentimientos
que las animan, pretender compartir esos sentimientos y luego intentar
modificarlos haciendo surgir por medio de asociaciones rudimentarias ciertas
nociones eminentemente sugestivas. Hay que ser capaces, si es necesario, de
regresar al punto de partida y, por sobre todo, de divinizar a cada instante
los sentimientos que nuestro discurso está haciendo nacer. Esta necesidad de
variar incesantemente nuestro lenguaje de acuerdo con el efecto producido en el
momento de hablar le quita de entrada toda eficacia a una perorata estudiada y
preparada de antemano. En un discurso como ése, el orador sigue su propia línea
de pensamiento, no la de sus oyentes, y por este sólo hecho su influencia es
aniquilada.
Las mentes lógicas, acostumbradas a
ser convencidas por una cadena algo firme de razonamientos no pueden evitar el
recurrir a este modo de persuasión cuando se dirigen a las masas, y la
ineficacia de sus argumentos siempre los sorprende. “Las consecuencias
matemáticas usuales basadas en el silogismo – esto es: en asociaciones de
identidades – son imperativas...” escribe un experto en lógica. “Esta
imperatividad obligaría al asentimiento incluso a una masa inorgánica si la
misma fuese capaz de realizar asociaciones de identidades.” Lo cual es
indudablemente cierto, pero una multitud es tan incapaz como una masa
inorgánica de realizar tales asociaciones, y ni hablemos de comprenderlas. Si
se hiciera el intento de convencer por razonamiento a mentes primitivas – a
salvajes o a niños, por ejemplo – se comprendería el escaso valor que posee
este método.
Ni siquiera es necesario descender al
nivel de seres primitivos para lograr una percepción de la total impotencia del
razonamiento cuando éste tiene que luchar contra el sentimiento. Simplemente
traigamos a la mente qué tenaces fueron, durante siglos, las supersticiones
religiosas contradictorias con la más simple de las lógicas. Por casi dos mil
años los genios más luminosos se han inclinado ante sus leyes y tuvieron que
llegar los tiempos modernos para que su veracidad fuese apenas puesta en duda.
La Edad Media y el Renacimiento tuvieron muchos hombres ilustrados, pero ni uno
solo que lograra apreciar por razonamiento el aspecto infantil de sus
supersticiones, o que pronunciase incluso una leve duda respecto de las
fechorías del diablo o de la necesidad de quemar hechiceros.
¿Debemos lamentar que las masas nunca
son guiadas por la razón? No nos aventuraríamos a afirmarlo. Sin duda la razón
humana no hubiera logrado espolear a la humanidad a lo largo del camino de la
civilización con el ardor y la tenacidad con que lo hicieron sus ilusiones.
Estas ilusiones, hijas de las fuerzas inconscientes que las guían, fueron
indudablemente necesarias. Cada raza lleva en su constitución mental las leyes
de su destino y quizás es a estas leyes que obedece con un impulso
irresistible, incluso en el caso de aquellos impulsos que aparentemente son los
más irracionales. A veces parece que las naciones estuviesen sometidas a
fuerzas secretas, análogas a las que compelen a la bellota a convertirse en
roble, o al cometa a transitar por su órbita.
La escasa noción que es posible
obtener de estas fuerzas debemos buscarla en el curso general de la evolución
de un pueblo y no en los hechos aislados de que esta evolución a veces parece
provenir. Si fuesen tomados en consideración solamente estos factores, la
historia parecería ser el resultado de una serie de chances improbables. Fue
improbable que un carpintero galileo se convirtiese por dos mil años en un Dios
todopoderoso en cuyo nombre se fundaron las civilizaciones más importantes;
improbable también que unas pocas bandas de árabes, emergiendo de sus desiertos,
conquistaran la mayor parte del antiguo mundo grecorromano y estableciesen un
imperio más grande que el de Alejandro; improbable, de nuevo, que en Europa, en
un avanzado momento de su desarrollo, y cuando la autoridad en ella había sido
sistemáticamente jerarquizada, un oscuro teniente de artillería hubiese podido
tener éxito en reinar sobre una multitud de reyes y de pueblos.
Dejemos, pues, la razón a los
filósofos y no insistamos con demasiada fuerza en su intervención en el
gobierno de los hombres. No es por la razón sino, mucho más frecuentemente, a
pesar de ella que se crean esos sentimientos que constituyen la fuente de toda
civilización – sentimientos tales como el honor, el autosacrificio, la fe
religiosa, el patriotismo y la pasión por la gloria.
Capítulo III: Los conductores de
masas y sus medios de persuasión
1)- Los conductores de masas.
La necesidad instintiva de todos los
seres que forman una masa de obedecer a un conductor – La psicología de los
conductores de masas – Sólo ellos pueden conferirle fe a las masas y
organizarlas – Los conductores forzosamente despóticos – Clasificación de los
conductores – La parte desempeñada por la voluntad.
2)- Los medios de acción de los
conductores.
Afirmación, repetición, contagio – La
parte respectiva de estos diferentes factores – La forma en que el contagio
puede expandirse desde las clases inferiores a las superiores en una sociedad –
Una opinión popular pronto se convierte en una opinión general.
3)- Prestigio.
Definición de prestigio y clasificación
de sus diferentes tipos – Prestigio adquirido y prestigio personal – Varios
ejemplos – La forma en que el prestigio es destruido.
Estamos ahora familiarizados con la
constitución mental de las masas y también sabemos cuales son los motivos
capaces de impresionar sus mentes. Queda por investigar cómo estos motivos
pueden ser puestos en acción y por quiénes pueden ser útilmente puestos en
práctica.
1. Los conductores de masas
Ni bien se junta cierto número de
seres vivientes, tanto sean animales como seres humanos, instintivamente se
colocan bajo la autoridad de un jefe.
En el caso de las masas humanas el
jefe con frecuencia no es nada más que un pandillero o un agitador, pero como
jefe juega un papel importante. Su voluntad es el núcleo alrededor del cual
obtienen identidad y se agrupan las opiniones de la masa. Constituye el primer
elemento para la organización de masas heterogéneas y allana el camino para su
organización en sectas. En el ínterin, las dirige. Una masa es un rebaño
servil, incapaz de estar sin un amo.
El conductor con mucha frecuencia ha
comenzado siendo uno de los conducidos. Él mismo ha sido hipnotizado por la
idea en cuyo apóstol se ha convertido. Ha tomado posesión de él en tal grado
que todo lo que está fuera de ella desaparece y toda opinión en contrario le
parece un error o una superstición. Un ejemplo que hace al caso es el de
Robespierre, hipnotizado por las ideas filosóficas de Rousseau y empleando los
métodos de la Inquisición para propagarlas.
Los conductores de los cuales estamos
hablando son con mayor frecuencia hombres de acción que pensadores. No están
provistos de una clara capacidad de previsión, ni podrían estarlo ya que esta
cualidad por lo general conduce a la duda y a la inactividad. Resultan
reclutados especialmente de las filas de aquellas personas eternamente
nerviosas, excitables, medio degeneradas que bordean la locura. Por más absurda
que sea la idea que sustentan o la meta que persiguen, sus convicciones son tan
fuertes que todo razonamiento es tiempo perdido con ellos. El rechazo y la
persecución no los afectan, o bien sólo sirven para excitarlos aún más.
Sacrifican su interés personal, su familia – todo. El mismo instinto de
autoconservación está completamente bloqueado en ellos, y a tal punto que con frecuencia
la única recompensa que solicitan es la del martirio. La intensidad de su fe le
otorga un gran poder de sugestión a sus palabras. La multitud está siempre
dispuesta a escuchar al hombre de fuerte voluntad que sabe como imponérsele.
Las personas reunidas en una masa pierden toda fuerza de voluntad y se dirigen
instintivamente hacia la persona que posee la cualidad de la que ellos carecen.
Las naciones nunca han carecido de
conductores pero de ninguna manera la totalidad de ellos ha estado animada por
aquellas firmes convicciones que son las propias de los apóstoles. Estos
conductores son con frecuencia sutiles retóricos, que buscan solamente su
propio interés personal tratando de persuadir mediante el halago a los bajos
instintos. La influencia que pueden ejercer de esta manera puede ser muy grande
pero es siempre efímera. Los hombres de ardiente convicción que han inspirado
el alma de las masas, los Pedro el Ermitaño, los Lutero, los Savonarola, los
hombres de la Revolución Francesa, sólo han ejercido su fascinación después de
haber sido ellos mismos fascinados en primer lugar por un credo. Después de
ello han sido capaces de hacer emerger en las almas de sus congéneres esa
formidable fuerza conocida como fe que convierte al hombre en un absoluto esclavo
de su sueño.
El despertar la fe – ya sea
religiosa, política o social, ya sea la fe en una tarea, una persona o una idea
– ha sido siempre la función de los grandes conductores de masas y es por ello
que su influencia ha sido siempre muy grande. De todas las fuerzas a
disposición de la humanidad, la fe ha sido siempre una de las más tremendas y
el Evangelio con justa razón le atribuye el poder de mover montañas. El dotar a
una persona con fe es multiplicar su fuerza por diez. Los grandes acontecimientos
de la historia fueron producidos por oscuros creyentes quienes, aparte de su
fe, tenían muy poco a su favor. No es con la ayuda de los instruidos, o de los
filósofos, y menos aún de los escépticos, que surgieron las grandes religiones
que convirtieron al mundo o los vastos imperios que se extendieron de un
hemisferio a otro.
Sin embargo, en los casos citados
tenemos a grandes conductores y éstos son tan escasos que la Historia los puede
reconocer con facilidad. Forman la cúspide de una serie continua que se
extiende desde estos poderosos amos de hombres hasta el trabajador que en la
brumosa atmósfera de una posada lentamente fascina a sus camaradas
martilleándole incesantemente en los oídos un conjunto reducido de frases, cuyo
propósito apenas si comprende, pero cuya aplicación, de acuerdo con él, tiene
que traer consigo seguramente la realización de todos los sueños y de todas las
esperanzas.
En toda esfera social, desde la alta
hasta la más baja, ni bien una persona deja de estar aislada, rápidamente cae
bajo la influencia de un conductor. La mayoría de las personas, especialmente
entre las masas, no posee ideas claras y razonadas sobre cualquier asunto,
aparte de las relacionadas con su especialidad. El conductor les sirve de guía.
Es tan sólo posible que pueda ser reemplazado por las publicaciones periódicas
que fabrican opiniones para sus lectores proveyéndolos de frases hechas que les
evitan el trabajo de razonar.
Los conductores de masas ostentan una
autoridad muy despótica y este despotismo es, verdaderamente, una condición
para obtener un séquito. Con frecuencia se ha destacado la facilidad con la que
imponen obediencia de la sección más turbulenta de las clases trabajadoras a
pesar de carecer de todo medio que respalde su autoridad. Fijan las horas de
trabajo y los salarios, y decretan huelgas que comienzan y terminan a la hora
que ellos ordenan.
En la actualidad, estos líderes y
agitadores tienden más y más a usurpar el lugar de las autoridades públicas en
la misma medida en que estas últimas permiten ser cuestionadas y disminuidas en
fuerza. La tiranía de estos nuevos amos tiene por resultado que las masas los
obedecen con mucha mayor docilidad que la que han tenido para con cualquier
gobierno. Si, por cualquier accidente, los conductores son removidos de la
escena, la masa retorna a su estado original de colectividad sin cohesión o
fuerza de resistencia. Durante la última huelga de los empleados de los ómnibus
de París, el arresto de los dos líderes que la dirigían fue instantáneamente
suficiente para terminarla. No es la necesidad de libertad sino la de
servidumbre la que siempre predomina en el alma de las masas. Están tan
inclinadas a la obediencia que instintivamente se someten a quienquiera que
declare ser su amo.
Estos pandilleros y agitadores pueden
ser claramente divididos en dos clases. La primera incluye a los hombres
enérgicos que poseen, aunque sólo intermitentemente, mucha fuerza de voluntad;
la otra a aquellos, por lejos más escasos que los anteriores, cuya fuerza de
voluntad es duradera. Los primeros son violentos, bravíos y audaces. Son
especialmente más útiles para dirigir una empresa violenta decidida de
improviso, para arrastrar consigo a las masas a pesar del peligro y a
transformar en héroes a los hombres que hasta ayer no más eran reclutas.
Hombres de este tipo fueron Ney y Murat bajo el Primer Imperio y un hombre así
en nuestro tiempo fue Garibaldi, un aventurero sin talento pero enérgico que
consiguió, con un puñado de hombres, hacerse del antiguo reino de Nápoles a
pesar de que estaba defendido por un ejército disciplinado.
Aún así, a pesar de que la energía de
los conductores de esta clase es una fuerza a tener en cuenta, resulta
transitoria y apenas si sobrevive a la causa incitante que la ha puesto en
juego. Una vez que han retornado al curso natural de sus vidas, los héroes
animados por esta clase de energía frecuentemente evidencian, como fue el caso
de quienes acabo de citar, la más asombrosa debilidad de carácter. Parecen ser
incapaces de reflexión y de conducirse bajo las circunstancias más simples a
pesar de que fueron capaces de conducir a otros. Estos hombres son conductores
que no pueden ejercer su función excepto bajo la condición de ser conducidos
ellos mismos y continuamente estimulados, teniendo siempre por inspiración a
otro hombre, o a una idea, para poder seguir teniendo una línea de conducta
claramente trazada. La segunda categoría de conductores, la de los hombres con
una perdurable fuerza de voluntad, tiene, a pesar de un aspecto menos
brillante, una influencia mucho más considerable. En esta categoría es dado
hallar a los verdaderos fundadores de religiones y grandes empresas: San Pablo,
Mahoma, Cristóbal Colón y de Lesseps, por ejemplo. Que sean inteligentes o de
mente estrecha no tiene importancia; el mundo les pertenece. La persistente
fuerza de voluntad que poseen es una facultad tremendamente rara y
tremendamente poderosa ante la cual todo cede. No siempre se aprecia
adecuadamente lo que una voluntad fuerte y continua es capaz de lograr. Nada se
le resiste; ni la naturaleza, ni los dioses, ni los hombres.
El ejemplo más reciente de lo que
puede lograrse por medio de una voluntad fuerte y continua nos lo ofrece el
ilustre hombre que separó los mundos Occidental y Oriental, logrando lo que
durante tres mil años había sido intentado en vano por los más grandes
soberanos. Más tarde falló en una empresa idéntica, pero allí ya intervino la
avanzada edad ante la cual todo, incluso la voluntad, sucumbe.
Cuando se desea mostrar lo que puede
ser logrado a pura fuerza de voluntad, todo lo que se necesita hacer es relatar
en detalle la historia de las dificultades que tuvieron que ser vencidas
durante la construcción del Canal de Suez. Un testigo ocular, el Dr. Cazalis,
ha resumido en algunas impactantes líneas toda la historia de esta gran trabajo
citando las palabras de su inmortal autor.
“Día por día, episodio por episodio,
relató la estupenda historia del canal. Relató todo lo que tuvo que vencer, lo
imposible que tuvo que hacer posible, la oposición que encontró, la coalición
que se formó en su contra y los desencantos, los reveses y las derrotas que no
consiguieron descorazonarlo o deprimirlo. Recordó como Inglaterra lo había
combatido atacándolo sin cesar, como Egipto y Francia habían vacilado, cómo el
Cónsul francés se había destacado por su oposición durante las primeras etapas
de la obra y la naturaleza de la oposición con la cual se encontró; del intento
de hacer que sus obreros desertaran negándoles el agua fresca; cómo el Ministro
de Marina y los ingenieros – todos hombres responsables y con entrenamiento
científico – habían sido todos naturalmente hostiles, convencidos sobre bases
científicas que el desastre era inminente, calculando su ocurrencia,
prediciéndolo como se prevé el día y la hora de un eclipse.”
El libro que relatase la vida de
todos estos grandes conductores no contendría muchos nombres, pero estos
nombres se conectan con los sucesos más importantes de la historia de la
civilización.
2. Los medios de acción de los
conductores: afirmación, repetición, contagio.
Cuando se quiere exaltar a una masa
por un corto período de tiempo, inducirla a cometer un acto de cualquier
naturaleza – saquear un palacio, o morir en defensa de una fortaleza o una
barricada, por ejemplo – hay que actuar sobre la masa por medio de sugestiones
rápidas entre las cuales el ejemplo es el de más poderoso efecto. Para lograr
este fin, sin embargo, es necesario que la masa haya sido previamente preparada
por ciertas circunstancias y, sobre todo, que quien desea operar sobre ella
posea la cualidad que se estudiará más adelante y a la cual le he dado el
nombre de prestigio.
Sin embargo, cuando el propósito es
el de imbuir la mente de una masa con ideas y creencias – por ejemplo, con
teorías sociales modernas – los conductores recurren a expedientes diferentes.
Los principales de ellos son tres y se definen claramente: afirmación,
repetición, contagio. Su acción es algo lenta, pero sus efectos, una vez
producidos, resultan muy duraderos.
La afirmación pura y simple, mantenida
libre de todo razonamiento y de toda prueba, es uno de los medios más seguros
de hacer que una idea entre en la mente de las masas. Mientras más concisa sea
la afirmación, mientras más carente de cualquier apariencia de prueba y
demostración, mayor peso tendrá. Los libros religiosos y los códigos legales de
todas las épocas siempre recurrieron a la afirmación simple. Estadistas en tren
de defender una causa política y comerciantes promoviendo la venta de sus
productos mediante anuncios, están todos familiarizados con el valor de la
afirmación.
Sin embargo, la afirmación no tiene
influencia real a menos que sea constantemente repetida y, en la medida de lo
posible, en los mismos términos. Creo que fue Napoleón quien dijo que hay una
sola figura en retórica que tiene verdadera importancia: la repetición. La cosa
afirmada se fija por repetición en la mente de tal manera que al final es
aceptada como si fuese una verdad demostrada.
La influencia de la repetición sobre
las masas se hace comprensible cuando se ve el poder que ejerce sobre las
mentes más ilustradas. Este poder se debe a al hecho que la afirmación repetida
se incrusta a la larga en aquellas profundas regiones de nuestro ser
inconsciente en las cuales se forjan las motivaciones de nuestros actos. Al
cabo de cierto tiempo ya hemos olvidado quién fue el autor de la afirmación
repetida y terminamos por creerla. A esta circunstancia obedece el asombroso
poder de los avisos. Cuando hemos leído cien, mil veces que el chocolate X es
el mejor, nos imaginamos haberlo oído en muchos lugares y terminamos
adquiriendo la certeza de que así es. Después de haber leído mil veces que el
polvo de Y ha curado a las personas más ilustres de las enfermedades más
agudas, nos sentimos tentados por lo menos a probarlo si sufrimos una
enfermedad de características similares. Si siempre leemos en los mismos
diarios que A es un corrupto total y que B es un hombre absolutamente honesto,
terminamos convencidos de que es verdad, a menos que, por supuesto, se nos dé a
leer otro diario de tendencia contraria en el cual las calificaciones se hallen
invertidas. Sólo la afirmación y la repetición son lo suficientemente poderosas
como para combatirse mutuamente.
Cuando una afirmación ha sido
suficientemente repetida y hay unanimidad en esta repetición – como ha ocurrido
en el caso de ciertas famosas operaciones financieras lo suficientemente ricas
como para comprar todo apoyo – se forma lo que se llama una opinión establecida
e interviene el poderoso mecanismo del contagio. Ideas, sentimientos, emociones
y creencias poseen en las masas un poder de contagio tan intenso como el de los
microbios. Este fenómeno es muy natural, ya que es observable hasta en animales
cuando están juntos en gran número. Si en un establo un caballo comienza a morder
a su dueño, los demás caballos lo imitarán. El pánico que ha atacado a unas
pocas ovejas pronto se contagiará a todo el rebaño. En el caso de seres humanos
apiñados en una muchedumbre, todas las emociones son fuertemente contagiosas,
lo cual explica el carácter súbito de los pánicos. Desórdenes mentales, como la
locura, son en si mismos contagiosos. Es notoria la frecuencia de la locura
entre médicos que son especialistas en demencia. Más aún, hay formas de
desorden mental recientemente descriptas – la agorafobia por ejemplo – que son
transmisibles del hombres a los animales.
Para que los individuos sucumban al
contagio no es indispensable su presencia simultánea en el mismo lugar. La
acción del contagio puede hacerse sentir a la distancia bajo la influencia de
eventos que le otorgan a todas las mentes una tendencia precisa y las
características peculiares de las masas. Este es especialmente el caso cuando
las mentes de las personas han sido preparadas para someterse a la influencia
en cuestión por aquellos factores remotos que he estudiado más arriba. Un
ejemplo de ello es el movimiento revolucionario de 1848 el cual, después de
estallar en París, se extendió rápidamente por gran parte de Europa y sacudió a
numerosos tronos.
La imitación, a la que tanta
influencia se le atribuye en los fenómenos sociales, no es, en realidad, más
que un simple efecto del contagio. Habiendo expuesto su influencia en otro
lugar, me limitaré a reproducir lo que manifesté sobre el tema hace quince
años. Desde entonces, mis observaciones han sido desarrolladas por otros
autores en publicaciones recientes.
“El hombre, como los animales, posee
una tendencia natural a la imitación. La imitación es una necesidad para él,
siempre que la imitación sea bastante fácil. Es esta necesidad lo que hace tan
poderosa la influencia de lo que se llama la moda. Tanto si es cuestión de
opiniones, ideas, manifestaciones literarias, o simplemente de vestimentas,
¿cuántas personas son lo suficientemente audaces para ir en contra de la moda?
Las masas son guiadas por ejemplos y no por argumentos. En todo período existe
un pequeño número de individualidades que actúan sobre el resto y son imitados
por la masa inconsciente. Es necesario, sin embargo, que estas individualidades
no se hallen en un desacuerdo demasiado pronunciado con las ideas
preexistentes. Si lo estuviesen, el imitarlas sería demasiado difícil y su
influencia sería nula. Por esta misma razón también los europeos, a pesar de
todas las ventajas de su civilización, tienen una influencia tan insignificante
sobre los pueblos orientales; se diferencian de ellos en una medida demasiado
grande. (Los orientales copiaron nuestra tecnología y no nuestra cultura
sencillamente porque nuestra tecnología era más útil y más fácil de copiar.
Ahora algunas modas en Occidente tratan de copiar la cultura de ellos porque,
en nuestra decadencia cultural, la de ellos nos resulta más simple, más
sencilla y más fácil a nosotros. (N. del T.))
“La acción dual del pasado y la
imitación recíproca hacen, en el largo plazo, tan similares a todas las
personas de un país y de una misma época que, incluso en el caso de individuos
que parecerían destinadas a escapar de esta influencia, tales como filósofos,
personas instruidas y hombres de letras, el pensamiento y el estilo presentan
un aire familiar que permite reconocer inmediatamente la época a la cual
pertenecen. No es necesario hablar durante mucho tiempo con un individuo para
obtener un conocimiento exhaustivo sobre qué es lo que lee, sus ocupaciones
habituales y el entorno en el cual vive.” [ [19] ]
El contagio es tan poderoso que
impone a ciertos individuos no solamente determinadas opiniones sino también
ciertas modas en el sentimiento. El contagio es la causa del rechazo que
determinadas obras producen en cierto momento – el caso de “Tannhäuser” puede
ser citado – las cuales, unos pocos años más tarde, son admiradas por la misma
razón y por los mismos que más las criticaban.
Las opiniones y las creencias de las
masas son especialmente propagadas por contagio, pero nunca por razonamiento.
Las concepciones actualmente predominantes entre las clases trabajadoras han
sido adquiridas en las tabernas y son el resultado de afirmaciones,
repeticiones y contagios siendo que, en realidad, el modo en que surgen las
creencias de las masas de todas las épocas apenas si ha sido jamás distinto.
Renan instituye con certeza una comparación entre los primeros fundadores del
cristianismo y “los trabajadores socialistas difundiendo sus ideas de taberna
en taberna”; mientras que Voltaire ya había observado en relación con la
religión cristiana que “por más de cien años sólo fue abrazada por la chusma
más vil.”
Se observará que en los casos
análogos a los que acabo de citar, el contagio, después de haber operado sobre
las clases populares, se extendió a las clases más altas de la sociedad. Esto
es lo que vemos ocurrir actualmente con las doctrinas socialistas que están
empezando a ser sostenidas por quienes serán sus primeras víctimas. El contagio
es una fuerza tan poderosa que hasta el sentido del interés personal desaparece
bajo su influencia.
Esta es la explicación al hecho de
que toda opinión adoptada por el populacho siempre tiende a implantarse con
gran vigor en los estratos sociales más altos, por más obvia que sea la
absurdidad de la opinión triunfante. Esta reacción de las clases bajas sobre
las altas es tan curiosa por la circunstancia de que las creencias de la masa
siempre tienen su origen, en mayor o en menor medida, en alguna idea superior
que muchas veces ha quedado sin influencia en la esfera en la cual ha surgido.
Líderes y agitadores, subyugados por esta idea, se aferran a ella, la
distorsionan y crean una secta que la distorsiona de nuevo, luego de lo cual la
propagan entre las masas que llevan la deformación aún más lejos. Una vez
convertida en verdad popular, la idea en cierto modo vuelve a sus fuentes y
ejerce una influencia sobre la clase superior de una nación. A la larga es la
inteligencia la que le da forma al destino del mundo, pero de un modo muy
indirecto. Los filósofos que desarrollan ideas se can convertido en polvo hace
rato para cuando, como resultado del proceso que acabo de describir, el fruto
de sus reflexiones termina por triunfar.
3. Prestigio
Las ideas propagadas por afirmación,
repetición y contagio reciben un gran poder debido a la circunstancia que, con
el tiempo, adquieren esa misteriosa fuerza conocida como prestigio.
Todo lo que ha tenido poder de
gobierno en el mundo, ya fuesen ideas u hombres, ha impuesto su autoridad
mayormente por medio de esa fuerza irresistible expresada por la palabra
“prestigio”. El término es uno de ésos cuyo significado puede ser comprendido
por cualquiera, pero la palabra resulta empleada de maneras demasiado
diferentes como para que sea fácil definirla. El prestigio puede involucrar
sentimientos tales como admiración o temor. Ocasionalmente incluso estos
sentimientos constituyen su base, pero puede perfectamente existir sin ellos.
La mayor medida de prestigio es la que poseen los muertos, esto es, seres a los
que no tememos –Alejandro, César, Mahoma o Buda, por ejemplo. Por el otro lado,
existen seres ficticios a los cuales no admiramos – las monstruosas divinidades
de los templos subterráneos de la India, por ejemplo – pero que no obstante nos
impactan con un gran prestigio.
El prestigio, en realidad, es una
suerte de dominio ejercido sobre nuestra mente por un individuo, una obra, o
una idea. Este dominio paraliza enteramente nuestra facultad crítica y llena
nuestro espíritu con asombro y respeto. El sentimiento provocado es
inexplicable, como todos los sentimientos, pero parecería ser del mismo tipo
que la fascinación ejercida sobre una persona hipnotizada. El prestigio es la
fuente principal de toda autoridad. Ni dioses, ni reyes, ni mujeres han jamás
reinado sin él.
Las distintas clases de prestigio
pueden ser agrupadas bajo dos encabezamientos principales: prestigio adquirido
y prestigio personal. El prestigio adquirido es el que resulta del nombre, la
fortuna y la reputación. Puede ser independiente del prestigio personal. Por el
contrario, el prestigio personal es algo esencialmente peculiar del individuo;
puede coexistir con reputación, gloria y fortuna, o ser reforzada por ellas,
pero es perfectamente capaz de existir en su ausencia.
El prestigio adquirido o artificial
es, por mucho, el más común. El simple hecho de que un individuo ocupe una
posición, posea cierta fortuna, u ostente ciertos títulos, lo imbuye de
prestigio por más ínfimo que sea su valía personal. Un soldado uniformado, un
juez con su túnica, siempre gozarán de prestigio. Pascal muy acertadamente ha
notado la necesidad de que los jueces tengan túnicas y pelucas. Sin ellas
estarían privados de la mitad de su autoridad. El socialista más recalcitrante
siempre está algo impresionado a la vista de un príncipe o de un marqués y la
usurpación de esos títulos siempre ha hecho de la estafa a los comerciantes una
cuestión fácil. [ [20] ]
El prestigio del cual acabo de hablar
es el ejercido por personas. En forma paralela se puede considerar el ejercido
por opiniones, obras literarias y artísticas, etc. El prestigio de esta última
clase es muchas veces tan sólo el resultado de repeticiones acumuladas. La
Historia, especialmente la Historia literaria y artística, al no ser más que la
reiteración de juicios idénticos que nadie se atreve a verificar, termina
siendo lo que todo el mundo repite porque lo aprendió en la escuela, con
nombres y cosas con las que nadie se atreve a meterse. Es innegable que, para
el lector moderno, un estudio sobre Homero resulta tremendamente aburrido; pero
¿quién se atrevería a confesarlo? El Partenón en su estado actual es una ruina
desolada, completamente carente de interés, pero está revestido de tal
prestigio que no se nos aparece como realmente es sino con todo su cortejo de memorias
históricas. La característica especial del prestigio es impedirnos ver las
cosas como son y el paralizar por completo nuestro juicio. Las masas siempre, y
los individuos por regla general, tienen necesidad de opiniones preestablecidas
sobre todas las materias. La popularidad de estas opiniones es independiente de
la medida de verdad o error que puedan contener y está regulada solamente por
su prestigio.
Y llegamos ahora al prestigio
personal. Su naturaleza es muy diferente del prestigio artificial o adquirido
al que me acabo de referir. Es una facultad independiente de todos los títulos,
de toda autoridad, y la posee un reducido número de personas a las cuales les
permite ejercer una fascinación magnética sobre quienes las rodean, aún cuando
socialmente sean sus iguales y carezcan de todos los usuales medios de
dominación. Estas personas fuerzan la aceptación de sus ideas y sentimientos
sobre quienes las rodean y resultan obedecidas como lo es la más mansa de las
bestias salvajes por el animal que fácilmente podría devorarla.
Los grandes líderes de masas como
Buda, Jesús, Mahoma, Juana de Arco y Napoleón poseyeron esta forma de prestigio
en un alto grado y la posición que adquirieron se debe muy particularmente a
este don. Los dioses, los héroes y los dogmas se abren camino en el mundo por
su propia fuerza interior. No están para ser discutidos. Incluso desaparecen ni
bien se los discute.
Los grandes personajes que acabo de
mencionar poseyeron su poder de fascinación mucho antes de convertirse en ilustres
y nunca se hubieran convertido en ilustres sin este poder. Es evidente, por
ejemplo, que Napoleón, en la cumbre de su gloria, gozó de un enorme prestigio
por el simple hecho de su poder, pero ya estaba imbuido de este prestigio
cuando se hallaba sin poder y era completamente desconocido. Cuando, en calidad
de oscuro general y gracias a la influencia de sus contactos, fue enviado a
comandar el Ejército de Italia, se encontró con rudos generales que estaban
predispuestos a darle una recepción hostil a ese joven intruso que les había
sido endosado por el Directorio. Desde el mismo principio, desde la primer
entrevista, sin recurrir a discursos, gestos o amenazas, a la primera vista del
hombre que habría de ser grande, quedaron derrotados. Taine suministra un
curioso relato de esta entrevista, tomado de memorias contemporáneas.
“Los generales de división, entre
otros Augereu – especie de bucanero, incivil y heroico, orgulloso de su altura
y de su coraje – arriban al cuartel
general muy mal predispuestos en contra del pequeño arribista que les ha sido
despachado desde París. Sobre la base de la descripción que les ha sido dada,
Augereau está inclinado a ser insolente e insubordinado; es un favorito de
Barras, un general que debe su rango a los eventos del Vendimiario, alguien que
se ha ganado el grado con peleas callejeras, alguien que es considerado
parecido a un oso porque siempre está pensando en soledad, es de pobre aspecto
y tiene reputación de matemático y de soñador. Se presentan y Bonaparte los hace
esperar. Por fin aparece, espada al cinto, se pone su sombrero, explica las
medidas que ha tomado, da sus órdenes y los despide. Augereau ha permanecido en
silencio. Sólo cuando está afuera es que vuelve en si y es capaz de proferir
sus acostumbradas maldiciones. Le admite a Massena que este pequeño demonio de
general lo ha llenado de pavor; no puede comprender la causa por la cual, desde
el primer momento, se ha sentido apabullado.”
Una vez convertido en gran hombre, su
prestigio aumentó en la misma proporción en que crecía su gloria y al final
terminó siendo al menos igual al de una divinidad en los ojos de quienes le
eran devotos. El general Vandamme, un rudo, típico soldado de la Revolución,
aún más brutal y enérgico que Augereau, le dijo al mariscal d’Arnano en 1815
cuando en una ocasión subían juntos las escaleras de las Tullerías: “Ese
demonio de hombre ejerce sobre mi una fascinación que no puedo explicarme ni
siquiera a mi mismo y en tal medida que, incluso no teniéndole miedo ni a Dios
ni al diablo, cuando estoy en su presencia estoy a punto de temblar como un
niño y él podría hacerme pasar por el ojo de una aguja haciendo que me arroje
al fuego.”
Napoleón ejercía una fascinación
similar sobre todos los que entraban en contacto con él. [ [21] ]
Davoust solía decir, hablando de la
devoción de Maret y de la suya propia: “Si el Emperador nos hubiera dicho: ‘Es
importante en el interés de mi política que París sea destruida sin dejar
escapar o salir a una sola persona’ Maret y yo seguramente hubiéramos mantenido
el secreto, pero él no se hubiera abstenido de comprometerlo haciendo que su
familia dejase la ciudad. Por el contrario yo, por miedo a dejar filtrar la
verdad, hubiera dejado que mi mujer y mis hijos se quedaran”.
Es necesario tener presente el
extraordinario poder ejercido por una fascinación de este orden para comprender
ese maravilloso regreso de la isla de Elba, esa conquista relampagueante de
Francia por un hombre aislado enfrentando todas las fuerzas organizadas de un
gran país que podía suponerse cansado de su tiranía. Tuvo solamente que echar
una mirada a los generales enviados para detenerlo y que habían jurado cumplir
con su misión. Todos se sometieron sin discusión.
“Napoleón – escribe el general inglés
Wolseley – desembarcó en Francia casi solo, como fugitivo de la pequeña isla de
Elba que era su reino, y consiguió en unas pocas semanas, sin derramamientos de
sangre, subvertir toda autoridad en la Francia organizada bajo su legítimo rey.
¿Es posible para el ascendiente personal de un hombre el afirmarse de una
manera más asombrosa? Pero, desde el principio hasta el final de su campaña,
que fue la última, ¡qué notable que es también el ascendiente que ejerció sobre
los Aliados, obligándolos a seguir su iniciativa, y qué cerca estuvo de
aplastarlos!”
Su prestigio le sobrevivió y continuó
creciendo. Fue su prestigio que convirtió en emperador a su oscuro sobrino. El
poder que su memoria tiene todavía puede verse en la resurrección de su leyenda
que sigue aumentando aún al día de hoy. Maltrata a los hombres como quieras,
masácralos por millones, conviértete en causa de invasión sobre invasión, todo
te estará permitido si posees prestigio en un grado suficiente y el talento
necesario para sostenerlo.
He invocado, sin duda, un ejemplo
bastante excepcional de prestigio, pero uno que fue útil para dejar en claro la
génesis de grandes religiones, grandes doctrinas y grandes imperios. Si no
fuera por el poder ejercido sobre las masas por el prestigio, esos crecimientos
serían incomprensibles.
Sin embargo, el prestigio no se basa
solamente sobre el ascendiente personal, la gloria militar o el terror
religioso. Puede tener un origen más modesto y aún así ser considerable.
Nuestro siglo ofrece varios ejemplos. Uno de los más impactantes, que la posteridad
recordará de época en época, será el ofrecido por la historia del ilustre
hombre que modificó la cara del globo y las relaciones comerciales separando a
dos continentes. Tuvo éxito en esta empresa gracias a su fuerza de voluntad,
pero también debido a la fascinación que ejerció sobre todos los que lo
rodeaban. Para sobreponerse a la unánime oposición que enfrentó, sólo tenía que
mostrarse. Hablaría brevemente y, ante el encanto que ejercía, sus oponentes se
convertían en sus amigos. Particularmente los ingleses se opusieron fuertemente
a sus planes y sólo tuvo que aparecerse por Inglaterra para cosechar todos los
votos. En años posteriores, cuando pasó por Southampton, se hicieron sonar las
campanas a su paso y hasta el día de hoy existe un movimiento en Inglaterra
para erigir una estatua en su honor.
“Habiendo vencido todo lo que hay
para vencer, personas y cosas, pantanos, rocas y desiertos arenosos” dejó de
creer en obstáculos y deseó repetir a Suez otra vez en Panamá. Comenzó de nuevo
con los mismos métodos de antaño, pero había envejecido y, aparte de ello, la
fe que mueve montañas no las mueve si son demasiado altas. Las montañas
resistieron y la catástrofe que sobrevino destruyó la brillante aureola de
gloria que envolvía al héroe. Su vida enseña como el prestigio puede crecer y
cómo puede desvanecerse. Después de rivalizar con los más grandes héroes de la
Historia, fue rebajado por los magistrados de su país al nivel de los más viles
criminales. Cuando murió, su féretro, desatendido, pasó por una muchedumbre
indiferente. Sólo soberanos extranjeros rinden homenaje a su memoria como a uno
de los más grandes hombres que la Historia ha conocido. [ [22] ]
Aún así, los diversos ejemplos que
acaban de ser mencionados siguen representando casos extremos. Para fijar en
detalle la psicología del prestigio, sería necesario ubicarlos en el extremo de
una serie que abarcaría desde los fundadores de las religiones e imperios hasta
el individuo privado que consigue asombrar a sus vecinos con un nuevo sobretodo
o una nueva decoración.
Entre estos límites extremos de la
serie tendrían su lugar todas las formas de prestigio que resultan de los
diferentes elementos que componen una civilización – ciencias, artes,
literatura, etc. – y se vería que el prestigio constituye un elemento
fundamental de la persuasión. Conscientemente o no, el ser, la idea o la cosa
que posee prestigio es inmediatamente imitada como consecuencia del contagio y
obliga a toda una generación a adoptar ciertos modos de sentir o de expresar su
pensamiento. Esta imitación es, además y por regla, inconsciente, lo cual
explica que sea perfecta. Los pintores modernos que copian la pálida coloración
y las rígidas actitudes de algunos primitivos son escasamente conscientes de
las fuentes de su inspiración. Creen en su propia sinceridad mientras que, si
un maestro famoso no hubiera revivido esta forma de arte, las personas hubieran
permanecido ciegas a todo excepto a sus aspectos pueriles e inferiores.
Aquellos artistas que, a la manera de otro ilustre maestro, inundan sus telas
con sombras violetas no ven en la naturaleza más violeta que el que fue
detectado en ella hace cincuenta años; pero están influenciados,
“sugestionados”, por las impresiones personales y especiales de un pintor que,
a pesar de su excentricidad, tuvo éxito en adquirir un gran prestigio. Ejemplos
similares podrían ser traídos a colación en relación con todos los elementos de
la civilización.
De lo que antecede se ve que son
varios los factores que pueden estar relacionados con la génesis del prestigio;
entre ellos el éxito ha sido siempre uno de los más importantes. Toda persona
exitosa, toda idea que se impone, cesa, ipso facto, de ser cuestionada. La
prueba de que el éxito es uno de los principales peldaños al prestigio es que la
desaparición de uno casi siempre es seguida de la desaparición del otro. El
héroe a quien la masa aclamó ayer es insultado hoy si ha sido víctima del
fracaso. Más aún, la reacción será proporcionalmente tanto más grande mientras
más alto haya sido el prestigio. En este caso la masa considera al héroe como a
un igual y se toma su venganza por haberse inclinado ante una superioridad cuya
existencia ya no admite más. Mientras Robespierre impulsó la ejecución de sus
colegas y la de un gran número de sus contemporáneos, poseyó un inmenso
prestigio. Cuando la transposición de unos pocos votos le quitó el poder,
inmediatamente perdió su prestigio y la masa lo siguió a la guillotina con
exactamente las mismas imprecaciones con las que poco antes había perseguido a sus
víctimas. Los creyentes siempre rompen las estatuas de sus dioses anteriores
con cada síntoma de furia.
El prestigio perdido por falta de
éxito desaparece en poco tiempo. También puede gastarse, pero más lentamente,
por quedar sujeto a discusión. Este último poder, sin embargo, es
extremadamente seguro. Desde el momento en que el prestigio se cuestiona, deja
de ser prestigio. Los dioses y los hombres que han mantenido su prestigio
durante mucho tiempo jamás han tolerado la discusión. Para que la masa admire,
hay que mantenerla a distancia.
Capítulo IV: Limitaciones de la
variabilidad de las creencias y las opiniones de las masas
1. Creencias fijas.
La invariabilidad de ciertas
creencias generales – Dan forma al curso de la civilización – La dificultad de
desarraigarlas – En qué sentido la intolerancia es una virtud en un pueblo.
2. Las opiniones variables de las
masas.
La extrema movilidad de las opiniones
que no surgen de creencias generales – Aparentes variaciones de ideas y
creencias en menos de un siglo – Los verdaderos límites de estas variaciones –
Las materias afectadas por la variación – La desaparición en la actualidad en
el progreso de creencias generales y la extrema difusión de la prensa diaria
tienen por resultado que las opiniones son hoy en día más y más cambiantes –
Por qué las opiniones de las masas tienden, en la mayoría de los asuntos, hacia
la indiferencia – Los gobiernos, actualmente sin el poder de dirigir la opinión
como antes lo hacían – Las opiniones, impedidas de volverse tiránicas
actualmente debido a su excesiva divergencia.
1. Creencias fijas
Existe un estrecho paralelo entre las
características anatómicas y psicológicas de los seres vivientes. Entre estas
características anatómicas se encuentran ciertos elementos invariables, o sólo
levemente variables, para cuyo cambio se requiere el transcurso de eras
geológicas. Al lado de estas características fijas, indestructibles, se
encuentran otras extremadamente cambiantes que el arte del criador o el
hortelano pueden modificar con facilidad y a veces a tal extremo de ocultar las
características fundamentales a un observador completamente desprevenido.
El mismo fenómeno se observa en el
caso de características morales. Al lado de los elementos psicológicos
inalterables de una raza, se encuentran elementos móviles y cambiantes. Por
esta razón, al estudiar las creencias y las opiniones de un pueblo, siempre se
detecta la presencia de un basamento fijo sobre el cual se extienden opiniones
tan cambiantes como la arena superficial sobre una roca.
Las opiniones y las creencias de las
masas pueden ser divididas, entonces, en dos clases muy diferentes. Por un lado
tenemos las grandes creencias permanentes que perduran por varios siglos y
sobre las cuales toda una civilización puede descansar. Tales fueron en el
pasado, por ejemplo, el feudalismo, la cristiandad y el protestantismo, y tales
son en nuestro tiempo el principio nacional y las ideas democráticas y
sociales. Por el otro lado, están las opiniones transitorias, cambiantes, resultantes,
por regla, de concepciones generales, a las cuales toda época ve nacer y
desaparecer. Ejemplos de ellas son las teorías que modelan la literatura y las
artes – aquellas, por ejemplo, que produjeron el romanticismo, el naturalismo,
el misticismo, etc. Opiniones de este orden son, por regla general, tan
superficiales y cambiantes como la moda. Pueden ser comparadas con las ondas
que incesantemente aparecen y desaparecen en la superficie de un lago profundo.
Las grandes creencias generalizadas
son muy restringidas en número. Su surgimiento y caída marcan los puntos
culminantes de la Historia de cada raza histórica. Constituyen el verdadero
marco de la civilización.
Es fácil imbuir la mente de las masas
con una opinión pasajera, pero muy difícil implantar en ellas una creencia
perdurable. Sin embargo, una creencia como esta última, una vez establecida, es
igualmente difícil de desarraigar. Por lo general, sólo puede ser cambiada al
precio de violentas revoluciones. Y
hasta las revoluciones pueden servir sólo cuando la creencia ha perdido casi
completamente su influencia sobre las mentes de los hombres. En un caso así,
las revoluciones sirven para terminar de barrer a un lado aquello que ya ha
sido casi desechado pero que la fuerza del hábito impide abandonar por
completo. El comienzo de una revolución es, en realidad, el fin de una
creencia.
El momento preciso en que una gran
creencia es condenada resulta fácilmente reconocible; es el momento en que su
valor comienza a ser cuestionado. Toda creencia general, siendo poco más que
una ficción, sólo puede sobrevivir bajo la condición de que no sea sujeta a
examen.
Pero, aún cuando una creencia se
halle severamente sacudida, las instituciones a las cuales ha dado lugar
retienen su fuerza y desaparecen sólo lentamente. Finalmente, cuando la
creencia ha perdido completamente su poder, todo lo que descansaba sobre ella
pronto se convierte en ruinas. Hasta ahora, una nación jamás fue capaz de
cambiar sus creencias sin quedar al mismo tiempo condenada a transformar todos
los elementos de su civilización. La nación continúa este proceso de
transformación hasta que ha dado a luz y aceptado una nueva creencia general.
Hasta este punto, estará forzosamente en un estado de anarquía. Las creencias
generales son los pilares indispensables de las civilizaciones; determinan la
tendencia de las ideas. Sólo ellas son capaces de inspirar la fe y de crear un
sentido del deber.
Las naciones han sido siempre
conscientes de la utilidad de adquirir creencias generales y han entendido
inconscientemente que su desaparición sería la señal de su propia declinación.
En el caso de los romanos, el culto fanático de Roma fue la creencia que los
hizo dueños del mundo, y cuando esa creencia se desgastó, Roma quedó condenada
a morir. Y en cuanto a los bárbaros que destruyeron la civilización romana, fue
solamente luego de que adquiririeran ciertas creencias comúnmente aceptadas que
lograron una cierta medida de cohesión y emergieron de la anarquía.
Evidentemente no es por nada que las
naciones siempre han manifestado intolerancia en la defensa de sus opiniones.
Esta intolerancia, por más abierta que esté a la crítica desde el punto de
vista filosófico, represente en la vida de un pueblo la más necesaria de las
virtudes. Fue por fundar o sostener creencias generales que tantas víctimas
fueron enviadas a la hoguera en la Edad Media y tantos inventores e innovadores
murieron en la desesperación aún cuando hayan escapado del martirio. También es
en defensa de tales creencias que el mundo ha sido el escenario de los más
graves desórdenes y que tantos millones de hombres han muerto y seguirán
muriendo sobre el campo de batalla.
Existen grandes dificultades en la
manera de establecer una creencia general, pero, cuando la misma está
definitivamente implantada, su poder es invencible por un largo tiempo y se
impone sobre las más luminosas inteligencias por más falsa que sea
filosóficamente. ¿No han acaso los pueblos europeos considerado
incontrovertibles por más de quince siglos leyendas religiosas que, examinadas
de cerca, eran tan bárbaras [ [23] ] como las de Moloch? El pavoroso absurdo de
la leyenda de un Dios que se toma venganza por la desobediencia de una de sus
criaturas inflingiendo horribles torturas a su hijo ha permanecido sin ser
percibida durante muchos siglos. Genios tan potentes como un Galileo, un Newton
y un Leibnitz nunca supusieron ni por un instante que la verdad de tales dogmas
podría llegar a ser cuestionada. No hay nada que pueda ser más carácterístico
del efecto hipnótico de las creencias generales que este hecho, pero, al mismo
tiempo, nada puede marcar más decisivamente las humillantes limitaciones de
nuestra inteligencia.
Tan pronto como un nuevo dogma es
implantado en la mente de las masas, se convierte en la fuente de inspiración
de la cual evolucionan sus instituciones, sus artes y su modo de existencia.
Bajo estas circunstancias, el influjo que ejerce sobre la mente de los hombres
es absoluto. Los hombres de acción no tienen pensamiento alguno más allá del de
realizar la creencia aceptada, los legisladores no van mas allá de aplicarla
mientras que filósofos, artistas y hombres de letras se ocupan solamente de
expresarla bajo varias formas.
De la creencia fundamental pueden
surgir ideas accesorias pasajeras, pero siempre llevarán la impronta de la
creencia de la cual han surgido. La civilización egipcia, la civilización
europea de la Edad Media, la civilización musulmana de los árabes, son todas el
resultado de un pequeño número de creencias religiosas que han dejado su huella
hasta en los menos importantes elementos de estas civilizaciones permitiendo
así su inmediato reconocimiento.
Es así que, gracias a las creencias
generales, los hombres de todas las épocas están envueltos en una red de
tradiciones, opiniones y costumbres que los vuelven semejantes y de cuyo yugo
no pueden liberarse. Las personas son guiadas en sus conductas sobre todo por
sus creencias y por las costumbres que son la consecuencia de esas creencias.
Estas creencias y costumbres regulan los más pequeños actos de nuestra
existencia y el espíritu más independiente no puede escapar a su influencia. La
tiranía ejercida inconscientemente sobre la mente de los hombres es la única
tiranía real porque no puede ser combatida. Tiberio, Gengis Khan y Napoleón
fueron seguramente grandes tiranos pero, desde la profundidad de sus tumbas,
Moisés, Buda, Jesús y Mahoma han ejercido sobre el alma humana un despotismo
por lejos más profundo. Una conspiración puede derrocar a un tirano, pero ¿qué
puede hacer contra una creencia firmemente establecida? En su violenta lucha
contra el Catolicismo Romano, la Revolución Francesa ha sido derrotada y esto a
pesar del hecho que la simpatía de la masa estaba aparentemente de su lado, y a
pesar de haber recurrido a medidas destructivas tan despiadadas como las de la
Inquisición. Los únicos verdaderos tiranos que la humanidad ha conocido han
sido siempre el recuerdo de sus muertos y las ilusiones que se ha forjado.
El absurdo filosófico que con
frecuencia distingue a las creencias generales nunca ha sido un obstáculo para
su triunfo. Más aún: el triunfo de tales creencias parecería imposible sin la
condición de ofrecer algún absurdo misterioso. Consecuentemente, la evidente
debilidad de las creencias socialistas de la actualidad no impedirá que
triunfen entre las masas. Su real inferioridad frente a todas las creencias
religiosas consiste solamente en que el ideal de felicidad prometido por estas
últimas, al ser realizable tan sólo en una vida futura, ha estado más allá del
poder de refutación de cualquiera. El ideal socialista de felicidad, al estar
orientado a ser concretado sobre la tierra, hará que la vanidad de sus promesas
aparezca ni bien se realicen los primeros esfuerzos por realizarlo y,
simultáneamente, la nueva creencia perderá enteramente su prestigio. Su fuerza,
por consiguiente, sólo crecerá hasta el día en que, habiendo triunfado,
comience su realización práctica. Por esta razón, mientras la nueva religión
ejerce al comienzo, como todas las que la han precedido, una influencia
destructiva, en el futuro no será capaz de jugar un papel creativo.
2. Las opiniones variables de las
masas.
Sobre el sustrato de creencias fijas
cuyo poder acabamos de demostrar, se encuentra una capa superior en la que
opiniones, ideas y pensamientos surgen y mueren incesantemente. Algunas existen
tan sólo por un día, otras, más importantes, apenas si sobreviven a una
generación. Ya hemos destacado que los cambios que sobrevienen en las opiniones
de este orden son a veces mucho más superficiales que reales y que siempre
están influidos por consideraciones raciales. Al examinar, por ejemplo, las
instituciones políticas de Francia mostramos como partidos en apariencia muy
diferentes – realistas, radicales, imperialistas, socialistas, etc. – poseen un
ideal absolutamente idéntico y que este ideal depende exclusivamente de la
estructura mental de la raza francesa puesto que un ideal bastante contrario se
encuentra bajo nombres análogos entre otras razas. Ni los nombres dados a las
opiniones, ni sus engañosas adaptaciones alteran la esencia de las cosas. Los
hombres de la Gran Revolución, saturados de literatura latina, quienes (con los
ojos fijos en la república de Roma) adoptaron sus leyes, sus fasces, y sus
togas, no se convirtieron en romanos por estar bajo el imperio de una poderosa
sugestión histórica. La misión del filósofo es la de investigar qué es lo que
subsiste de las creencias antiguas debajo de sus aparentes cambios e
identificar, entre el flujo móvil de las opiniones, la parte determinada por las
creencias generales del genio de la raza.
En ausencia de esta verificación
filosófica se podría suponer que las masas cambian sus creencias políticas y
religiosas en forma caprichosa y a voluntad. Toda la Historia, sea ésta
política, religiosa o artística, parece probar que éste es el caso.
Como ejemplo, tomemos un período muy
corto de la Historia francesa, tan sólo el de 1790 hasta 1820, un período de
treinta años de duración, el de una generación. En su transcurso vemos a la
masa, monárquica al principio, volverse muy revolucionaria, luego muy
imperialista y otra vez muy monárquica. En materia de religión oscila durante
el mismo lapso de tiempo desde el catolicismo al ateísmo, luego hacia el deísmo
y después regresa a las más pronunciadas formas de catolicismo. Estos cambios
tienen lugar no sólo en las masas sino también entre quienes las dirigen.
Observamos con asombro a los hombres prominentes de la Convención, a los
enemigos jurados de los reyes, hombres que no querían tener ni dioses ni amos,
convertirse en humildes sirvientes de Napoleón, y después, bajo Luis XVIII,
llevar velas devotamente en procesiones religiosas.
Numerosos, también, son los cambios
en las opiniones de las masas durante el transcurso de los siguientes setenta
años. La “Pérfida Albión” de principios de siglo es el aliado de Francia bajo
el sucesor de Napoleón. Rusia, dos veces invadida por Francia y que asistió con
satisfacción a los reveses franceses, se convierte en su amiga.
En literatura, arte y filosofía, las
evoluciones sucesivas de la opinión son aún más rápidas. Romanticismo,
naturalismo, misticismo etc. surgen y decaen sucesivamente. El artista y el
escritor aplaudidos ayer, son tratados mañana con profundo desagrado.
Sin embargo, cuando analizamos todos
estos cambios aparentemente tan extensos, ¿qué encontramos? Todos los que están
en oposición con las creencias generales y los sentimientos de la raza son de
duración efímera, y la corriente desviada pronto vuelve a su cauce. Las
opiniones que no se vinculan con ninguna creencia general o sentimiento de la
raza y que, por lo tanto, no pueden tener estabilidad, están a merced de
cualquier casualidad, o bien, si se prefiere, de cualquier cambio en las
circunstancias. Formadas por sugestión y contagio, son siempre momentáneas;
florecen y desaparecen e veces tan rápidamente como los médanos formados por el
viento en la costa del mar.
En la actualidad, las opiniones
variables de las masas son más numerosas que nunca y esto por tres diferentes
razones.
La primera es que las antiguas
creencias están perdiendo su influencia en un grado cada vez mayor. Están
dejando de formar las opiniones efímeras del momento de la manera en que lo
hacían en el pasado. El debilitamiento de las creencias generales despeja el
terreno para la aparición de opiniones caprichosas que no tienen ni pasado ni
futuro.
La segunda razón es que el poder de
las masas, estando en aumento y cada vez menos contrabalanceado, hace que la
extrema variabilidad de las ideas peculiares de las masas que hemos visto, se
pueda manifestar sin freno ni impedimento alguno.
Finalmente, la tercera razón es el
reciente desarrollo de la prensa escrita por cuyo intermedio las opiniones más
contrarias están siendo continuamente puestas ante la atención de las masas.
Las sugestiones que podrían resultar de cada opinión individual son pronto
destruidas por sugestiones de un carácter opuesto. La consecuencia es que
ninguna opinión consigue arraigar en forma amplia y que la existencia de todas
ellas es efímera. En la actualidad, una opinión se desvanece antes de haber
podido hallar una aceptación lo suficientemente amplia como para convertirse en
general.
Un fenómeno bastante nuevo en la
Historia del mundo, y muy característico de la era actual, ha resultado de
estas diferentes causas; y me refiero a la impotencia de los gobiernos ante la
opinión directa.
En el pasado, y en un pasado no muy
distante, la acción de los gobiernos y la influencia de unos pocos escritores y
de un número muy pequeño de diarios, constituía el reflejo real de la opinión
pública. Hoy en día, los escritores han perdido toda influencia y los diarios
sólo reflejan opiniones. En cuanto a los estadistas, lejos de dirigir la
opinión, su único afán es el de seguirla. Tienen temor a la opinión, en una
medida que a veces se convierte en terror, lo cual hace que adopten una línea
de conducta esencialmente inestable.
La opinión de las masas tiende, así,
más y más a convertirse en el supremo principio orientador de la política. Hoy
en día llega tan lejos como para forzar alianzas, tal como ha sido
recientemente el caso de la alianza franco-rusa, que es tan sólo el resultado
de un movimiento popular. Un síntoma curioso de los tiempos actuales es el
observar como papas, reyes y emperadores consienten en ser entrevistados a fin
de tener un medio para someter sus opiniones sobre un asunto determinado al
juicio de las masas. Antes podrá haber sido correcto decir que la política no
era una cuestión de sentimientos. ¿Puede lo mismo decirse en la actualidad
cuando la política está cada vez más al arbitrio de masas cambiantes a las que
no es posible influenciar por la razón y que sólo pueden ser guiadas por
sentimientos?
En cuanto a la prensa que antes solía
dirigir a la opinión, se ha tenido que humillar, al igual que los gobiernos, ante
el poder de las masas. Detenta, sin duda, una influencia considerable pero sólo
porque es exclusivamente el reflejo de las opiniones de las masas y de sus
incesantes variaciones. Convertida en mera agencia de suministro de
información, la prensa ha renunciado a todo intento de imponer una idea o una
doctrina. Sigue todos los cambios del pensamiento público, obligada a hacerlo
por las necesidades de la competencia so pena de perder a sus lectores. Los
antiguos y formales órganos influyentes del pasado, tales como el
Constitutionnel, el Debats, o el Siecle, que fueron aceptados como oráculos por
la generación anterior, o bien han desaparecido o bien se han convertido en
diarios típicamente modernos en los cuales un máximo de noticias se halla
comprimido entre artículos livianos, chismes sociales y nebulosas financieras.
No podría ni pensarse en la actualidad de un diario lo suficientemente
adinerado como para permitir a sus columnistas el ventilar sus opiniones
personales y esas opiniones tendrían escaso peso para lectores que sólo piden
ser informados o entretenidos y que sospechan de toda afirmación que está
sugerida por motivos especulativos. Incluso los críticos han cesado de ser
capaces de asegurar el éxito de un libro o de una obra de teatro. Son capaces
de hacer daño, pero no de brindar un servicio. Los diarios son tan conscientes
de la inutilidad de cualquier cosa que tenga la forma de crítica o de opinión
personal, que han llegado al punto de suprimir la crítica literaria limitándose
a citar el título del libro, agregando un “copete” de dos o tres líneas. [ [24]
] Dentro de veinte años, el mismo destino le sobrevendrá probablemente a la
crítica teatral.
La observación atenta del curso de la
opinión se ha convertido, no casualmente, en la principal preocupación de la
prensa y de los gobiernos. Lo que desean saber inmediatamente es el efecto
producido por un acontecimiento, una propuesta legislativa, un discurso; y la
tarea no es fácil porque nada hay más móvil y cambiante que el pensamiento de
las masas, y nada más frecuente que el verlas execrar hoy lo que han aplaudido
ayer.
Esta total ausencia de cualquier
clase de dirección de la opinión y, simultáneamente, la destrucción de
creencias generales tiene por resultado final una extrema divergencia de convicciones
de toda índole y una indiferencia creciente de parte de las masas hacia todo lo
que no toca claramente sus intereses inmediatos. Las cuestiones de doctrina,
tales como el socialismo, solamente reclutan campeones que peroran convicciones
genuinas entre las clases bastante iletradas; entre los trabajadores de las
minas y de las fábricas, por ejemplo. Los miembros de la clase media baja y los
trabajadores que poseen algún grado de instrucción, se han vuelto o bien
profundamente escépticos, o bien extremadamente inestables en sus opiniones.
La evolución que ha tenido lugar en
esta dirección durante los últimos veinticinco años es impactante. Durante el
período anterior, por más cerca de nosotros que esté, las opiniones todavía
tenían una tendencia general; tenían su origen en la aceptación de alguna
creencia fundamental. Por el simple hecho de ser monárquico, un individuo
poseía inevitablemente ciertas ideas claramente definidas en materia de
Historia así como de ciencia, mientras que por el sólo hecho de ser republicano
sus ideas eran bastante opuestas. Un monárquico era bien consciente de que los
hombres no descienden del mono y un republicano no era menos consciente de que
ése era el verdadero origen del hombre. Era el deber de todo monárquico hablar
con horror y el de todo republicano el hablar con veneración de la Gran
Revolución. Había ciertos nombres, como los de Robespierre y de Marat, que
debían ser pronunciados con un aire de religiosa devoción, y otros nombres,
como los de César, Augusto o Napoleón, que jamás debían ser nombrados sin el
acompañamiento de un torrente de invectivas. Hasta en la Sorbona francesa
estuvo generalizada esta infantil moda de concebir la Historia. [ [25] ]
En la actualidad, como resultado de
la discusión y el análisis, todas las opiniones están perdiendo su prestigio;
sus características distintivas se gastan rápidamente y pocas sobreviven con
capacidad de despertar nuestro entusiasmo. El hombre de los tiempos modernos es
más y más presa de la indiferencia.
El desgaste general de las opiniones
no debería deplorarse demasiado. No es posible rebatir que constituye un
síntoma de decadencia en la vida de un pueblo. Es cierto que los hombres
dotados de una visión inmensa, casi sobrenatural, que apóstoles, líderes de
masas – en una palabra: hombres de convicciones fuertes y genuinas – ejercen
una influencia mucho mayor que los hombres que niegan, que critican o que son
indiferentes. Pero no debe olvidarse que, dado el poder detentado actualmente
por las masas, si una única opinión adquiriese tanto prestigio como para forzar
su aceptación general, pronto estaría dotada de un poder tan tiránico que todo
tendría que inclinarse ante ella y la era de la libre discusión se cerraría por
largo tiempo. Las masas ocasionalmente son amos condescendientes, como lo
fueron Heliogábalo y Tiberio, pero también son violentamente caprichosas. Una
civilización, llegado el momento en que las masas se le imponen, se encuentra a
merced de demasiados riesgos para durar por mucho tiempo. Si habría algo que
puede posponer por un tiempo la hora de su ruina, esto sería precisamente la
extrema inestabilidad de las opiniones de las masas y su creciente indiferencia
respecto de todas las creencias generales.
LIBRO III: LA
CLASIFICACIÓN Y DESCRIPCIÓN DE LAS DIFERENTES CLASES DE MASAS
Capítulo I: La clasificación de las
masas
La división general de las masas – Su
clasificación
1)- Masas heterogéneas.
Diferentes variedades de las mismas –
La influencia de la raza – El espíritu de la raza es débil en la proporción en
que el espíritu de la raza es fuerte – El espíritu de la raza representa el
estado civilizado y el espíritu de la masa al estado bárbaro.
2)- Masas homogéneas
Sus diferentes variedades – Sectas,
castas y clases.
Hemos trazado en esta obra las
características generales, comunes a las masas psicológicas. Nos resta indicar
las características particulares que acompañan a las de orden general en las
diferentes categorías de colectividades cuando éstas se transforman en una masa
bajo la influencia de causas incitantes adecuadas. Ante todo, procederemos
brevemente a la clasificación de las masas.
Nuestro punto de partida será la
simple multitud. Su forma más inferior se encuentra cuando la muchedumbre está
compuesta por individuos pertenecientes a diferentes razas. En este caso, el
único lazo de unión es la voluntad, más o menos respetada, de un jefe. Los
bárbaros de muy diverso origen que durante siglos invadieron el Imperio Romano
pueden ser citados como un espécimen de multitudes de este tipo.
En un nivel superior al de las
multitudes compuestas por razas diferentes están aquellas que bajo ciertas
influencias han adquirido características comunes y han terminado por formar
una sola raza. Presentan a veces las características propias de las masas, pero
estas características se hallan dominadas en mayor o menor medida por
consideraciones raciales.
Bajo ciertas circunstancias
investigadas aquí, estas dos clases de multitudes pueden ser transformadas en
masas psicológicas u organizadas. Subdividiremos a estas masas organizadas en
las siguientes divisiones:
A. Masas heterogéneas:
1. Masas anónimas (por ejemplo, masas
callejeras).
2. Masas no anónimas (por ejemplo,
jurados, asambleas parlamentarias).
B. Masas homogéneas:
1. Sectas (sectas políticas, religiosas
y otras).
2. Castas (militares, clericales,
obreras, etc.).
3. Clases (Burgueses, Campesinos
etc.).
Describiremos brevemente las
características distintivas de estas diferentes categorías de masas.
1. Masas heterogéneas
Son las colectividades cuyas
características han sido estudiadas en el presente volumen. Se componen de
individuos de cualquier descripción, de cualquier profesión y de cualquier
grado de inteligencia.
Somos conscientes ahora de que, en
cuanto a las personas, por el sólo hecho de formar parte de una masa volcada a
la acción, su psicología colectiva difiere esencialmente de su psicología
individual y su inteligencia resulta afectada por esta diferenciación. Hemos
visto que la inteligencia no influye sobre las colectividades siendo que éstas
están solamente bajo el influjo de sentimientos inconscientes.
Un factor fundamental, el de la raza,
permite una diferenciación tolerablemente precisa de las distintas masas
heterogéneas.
Ya nos hemos referido con frecuencia
a la parte desempeñada por la raza y la hemos expuesto como el más poderoso de
los factores capaces de determinar las acciones de los hombres. También se la
puede rastrear en el carácter de las masas. Una masa compuesta por individuos
reunidos al azar, pero todos ellos ingleses o chinos, se diferenciará
ampliamente de otra masa también compuesta por individuos de cualquier
descripción pero pertenecientes a otras razas – rusos, franceses o españoles,
por ejemplo.
Las amplias divergencias que la
constitución mental hereditaria crea en los modos de sentir y de pensar de las
personas se pone inmediatamente en evidencia cuando, como rara vez ocurre, las
circunstancias reúnen en la misma masa y en proporciones relativamente iguales,
a individuos de diferentes nacionalidades. Y esto ocurre por más idénticos que
hayan sido los intereses que provocaron la reunión. Los esfuerzos realizados
por los socialistas de reunir en grandes congresos a representantes de la clase
trabajadora de la población de diferentes países siempre han terminado en el
más profundo desacuerdo. Una masa latina, por más revolucionaria o conservadora
que se la suponga, invariablemente apelará a la intervención del Estado para
realizar sus demandas. Siempre se distingue por una marcada tendencia a la
centralización y por inclinarse, de un modo más o menos pronunciado, a favor de
una dictadura. Una masa inglesa o norteamericana, por el contrario, no pone
ninguna carga sobre el Estado y apela tan sólo a la iniciativa privada. Estas
diferencias de raza explican como es que hay casi tantas diferentes formas de
socialismo y de democracia como naciones.
El genio de la raza, pues, ejerce una
influencia suprema sobre las predisposiciones de la masa. Es la poderosa fuerza
subyacente que limita sus cambios de humor. Debería ser considerada como una
ley esencial que las características inferiores de las masas son tanto menos
acentuadas cuanto más fuerte es el espíritu de la raza. El estado de masas y la
dominación de masas es equivalente al estado de barbarie o a un retorno al
mismo. Es por la adquisición de un espíritu sólidamente constituido que la raza
se libera, en mayor o menor medida, del poder subyacente de las masas
irracionales y emerge del estado de barbarie.
La única clasificación importante a
hacer en las masas heterogéneas, aparte de la basada en consideraciones
raciales, es el de separarlas en masas anónimas, tales como masas callejeras, y
masas no anónimas – asambleas deliberantes y jurados, por ejemplo. El sentido
de responsabilidad, ausente de las masas de la primera categoría y desarrollada
en las de la segunda, con frecuencia otorga una tendencia muy diferente a sus
respectivas acciones.
2. Masas homogéneas
Las masas homogéneas incluyen: 1)-
Sectas; 2)- Castas; 3)- Clases.
La secta representa el primer paso en
el proceso de organización de masas homogéneas. Una secta incluye a individuos
que difieren mucho en cuanto a su educación, sus profesiones y la clase social
a la que pertenecen pero que tienen un vínculo de conexión en sus creencias
comunes. Ejemplos a citar serían sectas políticas y religiosas.
La casta representa el más alto grado
de organización del cual una masa es capaz. Mientras las sectas incluyen a
individuos de muy diferentes profesiones, grados de educación y entornos
sociales, vinculados entre si por las creencias que afirman en común, la casta
se compone de individuos de la misma profesión y, por lo tanto, de una
educación similar y de un status social bastante igual. Ejemplos a citar serían
las castas militares y sacerdotales.
La clase está formada por individuos
de diverso origen, vinculados entre si, no por una comunidad de creencias como
los miembros de una secta, ni por ocupaciones profesionales comunes como los de
una casta, sino por ciertos intereses y ciertos hábitos de vida y educación
casi idénticos. Los ejemplos son la clase media y la clase agrícola.
Estando interesados en esta obra
solamente en masas heterogéneas, y reservando el estudio de las masas
homogéneas (sectas, castas y clases) para otro volumen, no insistiré aquí en
las características de las masas de la segunda clase. Concluiré el estudio de
las masas heterogéneas con el examen de unas pocas típicas y distintivas
categorías de masas.
CAPÍTULO II: MASAS
DENOMINADAS CRIMINALES
Masas denominadas criminales – Una
masa puede ser legalmente pero no psicológicamente criminal – La absoluta
inconsciencia de las acciones de las masas – Varios ejemplos – Psicología de
los autores de las masacres de Septiembre – Su razonamiento, su sensibilidad,
su ferocidad y su moralidad.
Debido al hecho que las masas, luego
de un período de excitación, pasan a un estado puramente automático e
inconsciente en el cual resultan guiadas por sugestión, parece difícil
calificarlas en cualquier caso como criminales. Retengo esta calificación
errónea sólo porque ha sido definitivamente puesta de moda por investigaciones
psicológicas recientes. Ciertos actos de las masas son seguramente criminales
cuando se los considera meramente en si mismos, pero criminales en todo caso de
la misma forma en que lo es el acto de un tigre devorándose a un hindú después
de haberle permitido a sus cachorros el despedazarlo por diversión.
El motivo usual de los crímenes de
las masas es una sugestión poderosa, y los individuos que participan de tales
crímenes están después convencidos de que actuaron obedeciendo a su deber, algo
que está lejos de ser el caso del criminal común.
La historia de los crímenes cometidos
por las masas ilustra lo que antecede.
El asesinato de M. de Launay, el
gobernador de la Bastilla, puede ser citado como un ejemplo típico. Después de
la toma la fortaleza, el gobernador, rodeado por una masa muy excitada, recibió
golpes desde todas las direcciones. Se propuso colgarlo, cortarle la cabeza o
atarlo a la cola de un caballo. Mientras forcejeaba, accidentalmente le dio un
puntapié a uno de los presentes. Alguien propuso, y la sugerencia fue
inmediatamente aceptada por la masa, con aclamación, que el individuo que había
recibido el puntapié le cortara la garganta al gobernador.
“El individuo en cuestión, un
cocinero sin trabajo, cuya principal razón de estar en la Bastilla fue mera
curiosidad por enterarse de lo que sucedía, estima que, puesto que ésta es la
opinión general, la acción es patriótica y hasta cree que merece una medalla
por haber destruido a un monstruo. Con una espada que le prestan, asesta un
golpe al cuello desnudo, pero el arma está algo mellada y desafilada por lo que
saca de su bolsillo un pequeño cuchillo de mango negro y (en su calidad de
cocinero tendría experiencia en cortar carne) ejecuta la operación con éxito.”
El desarrollo del proceso arriba
indicado se ve claramente en este ejemplo. Tenemos obediencia a una sugestión
que es tanto más fuerte cuanto que procede de un origen colectivo y la
convicción del asesino de que ha cometido un acto muy meritorio, una convicción
tanto más natural al ver que goza de la aprobación unánime de sus
conciudadanos. Un acto de este tipo puede ser considerado criminal legalmente
pero no psicológicamente. [ [26] ]
Las características generales de las
masas criminales son precisamente las mismas que aquellas que hemos encontrado
en todas las masas: apertura a la sugestión, credulidad, variabilidad,
exageración de buenos o malos sentimientos, la manifestación de ciertas formas
de moral, etc.
Hallaremos todas estas
características presentes en una masa que ha dejado tras de si en la Historia
francesa las memorias más siniestras – la masa que perpetró las masacres de
Septiembre. De hecho, ofrece muchas similaridades con la masa que cometió las
masacres de San Bartolomé. Tomo prestados los detalles de la narración de M.
Taine quien las extrajo de fuentes contemporáneas.
No se sabe exactamente quien dio la
órden o hizo la sugerencia de vaciar las prisiones masacrando a los
prisioneros. Si fue Danton, como es probable, o algún otro no importa, ya que
el único factor de interés para nosotros es la poderosa sugestión recibida por
la masa encargada de esta masacre.
La masa de asesinos ascendía a unas
trescientas personas y era una masa heterogénea perfectamente típica. Con la
excepción de un muy pequeño número de delincuentes profesionales, estaba
mayormente compuesta por comerciantes y artesanos de todos los oficios:
zapateros, herreros, peluqueros, albañiles, oficinistas, mensajeros, etc. Bajo
la influencia de la sugestión recibida, estaban perfectamente convencidos – de
la misma manera que el cocinero antes citado – de que debían ejecutar un deber
patriótico. Desempeñan la doble función de juez y verdugo pero ni por un
momento se consideran criminales.
Profundamente conscientes de la
importancia de su deber, comienzan formando una especie de tribunal y, en
relación con este acto, se observa inmediatamente la ingenuidad de las masas y
su rudimentaria concepción de la justicia. Considerando el gran número de los
acusados, se decide que, para empezar, los nobles, los sacerdotes, los
oficiales y los miembros del servicio doméstico del rey – en una palabra: todos
los individuos cuya simple profesión es prueba de su culpabilidad a los ojos de
un buen patriota – serán aniquilados en masa no habiendo necesidad de una
decisión especial en sus casos. El resto será juzgado en base a su apariencia
personal y su reputación. En esta forma la conciencia rudimentaria de la masa
queda satisfecha. Podrá ahora proceder legalmente con la masacre y dar rienda
suelta a aquellos instintos cuya génesis he indicado en otra parte y que las
colectividades siempre tienen la capacidad de desarrollar en alto grado. Estos
instintos, sin embargo – como es reiteradamente el caso de las masas – no
impedirán la manifestación de otros sentimientos contrarios, tales como
ternura, frecuentemente tan extremas como la ferocidad.
“Poseen la simpatía expansiva y la
espontánea sensibilidad del trabajador parisino. En el Abbaye, uno de los
federados, al enterarse de que los prisioneros han sido dejados sin agua por
veintiséis horas, estuvo a punto de matar al guardiacárcel y lo hubiera hecho
de no haber sido por el ruego de los propios prisioneros. Cuando un prisionero
es declarado inocente (por el improvisado tribunal) todo el mundo, guardias y
verdugos incluidos, lo abraza con raptos de alegría y aplaude frenéticamente,”
después de lo cual recomienza la masacre masiva. Durante su transcurso, nunca
cesa de reinar una agradable alegría. Se baila y se canta alrededor de los
cadáveres y se colocan bancos “para las damas”, encantadas de ser testigos de
la muerte de aristócratas. Más aún, continúa la exhibición de una especial
forma de justicia.
En el Abbaye, un verdugo se queja de
que las damas colocadas un poco lejos no veían bien y que sólo pocas de las
presentes han tenido el placer de golpear a los aristócratas. La justicia de la
observación es admitida y se decide que las víctimas deberán pasar lentamente
entre dos filas de verdugos que tendrán la obligación de golpearlas con el
dorsos de sus espadas solamente tanto como para prolongar la agonía. En la
prisión de la Force las víctimas son completamente desnudadas y literalmente
“grabadas” durante media hora, después de lo cual, cuando todo el mundo ha tenido
una buena visión, se los liquida con un golpe que pone al descubierto sus
entrañas.
Los verdugos también tienen sus
escrúpulos y exhiben un sentido moral cuya existencia en las masas ya hemos
señalado. Se rehúsan a apropiarse del dinero y las joyas de sus víctimas y
llevan estas pertenencias a la mesa de los comités.
Estas rudimentarias formas de
razonar, características de la mente de las masas, son siempre rastreables en
todos sus actos. Así, después de la masacre de 1.200 o 1.500 enemigos de la
nación, alguien hace el comentario – y su sugerencia es adoptada de inmediato –
que los demás prisioneros, aquellos entre quienes se encuentran mendigos,
vagabundos y prisioneros jóvenes, en realidad constituyen bocas inútiles de las
que sería útil librarse. Además, entre ellos seguramente habrá enemigos del
pueblo, una mujer de nombre Delarue, por ejemplo, la viuda de un envenenador:
“Debe estar furiosa por hallarse en prisión; si podría, incendiaría a París:
debe haber dicho eso; ha dicho eso. Otra de la que es bueno librarse.” La
demostración parece convincente y los prisioneros son masacrados sin excepción,
incluyendo en la cantidad a unos cincuenta niños de entre doce y diecisiete
años de edad, quienes, por supuesto, pueden convertirse en enemigos de la nación
y de quienes, en consecuencia, era claramente mejor librarse.
Al final de una semana de trabajo,
finalizadas todas estas operaciones, los verdugos pueden pensar en reponerse.
Profundamente convencidos de que han servido bien a su país, se dirigieron a las
autoridades demandando una recompensa. Los más ardientes llegaron tan lejos
como para reclamar una medalla.
La historia de la Comuna de 1871
ofrece varios hechos análogos a los que anteceden. Dada la creciente influencia
de las masas y las sucesivas capitulaciones ante ellas por parte de quienes
detentaban la autoridad, estamos destinados a ser testigos de muchos otros de
similar naturaleza.
CAPÍTULO III: JURADOS PENALES
Jurados penales – Características
generales de los jurados – Las estadísticas demuestran que sus decisiones son
independientes de su composición – La forma en que se puede impresionar a los
jurados – El estilo y la influencia de la argumentación – Los métodos de
persuasión – La naturaleza de los crímenes ante los cuales los jurados son indulgentes
o severos respectivamente – La utilidad del jurado como institución y el
peligro que resultaría de que su lugar fuese ocupado por magistrados.
No pudiendo aquí estudiar cada
categoría de jurados examinaré tan sólo la más importante – la de los jurados
de la Corte de Asís. Estos jurados ofrecen un excelente ejemplo de la masa
heterogénea que no es anónima. Hallaremos que demuestran tener
sugestionabilidad y tan sólo una leve capacidad de raciocinio, mientras que se
hallan abiertas a la influencia de los líderes de masas, estando guiadas
mayormente por sentimientos inconscientes. En el transcurso de esta
investigación tendremos ocasión de observar algunos ejemplos interesantes de
los errores que pueden ser cometidos por personas no familiarizadas con la
psicología de las masas.
Los jurados, en primer lugar, nos
ofrecen un buen ejemplo de la escasa importancia que tiene el nivel mental de
los diferentes elementos que componen una masa en lo concerniente a las
decisiones que toman. Hemos visto que, cuando se convoca a una asamblea
deliberativa para dar su opinión sobre una cuestión cuyo carácter no es
enteramente técnico, la inteligencia no sirve de nada. Por ejemplo, una
asamblea de científicos o de artistas, debido al mero hecho de formar una asamblea,
no producirá, sobre asuntos generales, juicios sensiblemente diferentes de los
que produciría una asamblea de albañiles o verduleros. Durante varios períodos,
particularmente antes de 1848, la administración francesa instituyó una
selección cuidadosa de las personas convocadas a formar un jurado, eligiendo a
los jurados de entre las clases ilustradas; designando profesores,
funcionarios, hombres de letras, etc. En la actualidad los jurados se reclutan
en su mayor parte de entre pequeños comerciantes, pequeños capitalistas y
empleados. Sin embargo, para gran asombro de los escritores especializados, las
decisiones de los jurados han sido idénticas cualesquiera que fuese su
composición. Incluso los magistrados, hostiles como son a la institución del jurado,
han tenido que reconocer la exactitud de esta afirmación. M. Berard des
Glajeux, un ex-presidente de la Corte de Asís, se manifiesta sobre el asunto en
sus “Memorias” en los siguientes términos:
“La selección de las personas del
jurado está actualmente en realidad en las manos de los consejeros municipales,
quienes agregan personas a la lista o las eliminan de ella de acuerdo con las
preocupaciones políticas y electorales inherentes a su situación ... La mayoría
de los jurados designados son personas dedicadas al comercio, pero también
personas de menor importancia y empleados pertenecientes a ciertas ramas de la
administración ... Ambas profesiones no cuentan para nada una vez asumido el
papel de juez. Muchos de los jurados tienen el ardor de los neófitos y los
hombres de las mejores intenciones, al estar similarmente dispuestos en
situaciones humildes, ha hecho que el espíritu del jurado no haya cambiado: sus
veredictos han permanecido siendo los mismos.”
En el pasaje que acabamos de citar,
hay que retener en la mente las conclusiones, que son correctas, y no las
explicaciones, que son débiles. No debemos sorprendernos demasiado ante esta
debilidad ya que, por regla, tanto consejeros como magistrados parecen ser
igualmente ignorantes de la psicología de las masas y, consecuentemente, de la
de los jurados. Encuentro una prueba de esta afirmación en un hecho relatado
por el autor recientemente citado. Hace notar que Lachaud, uno de los más
ilustres abogados de la Corte de Asís, hizo un sistemático uso de su derecho a
objetar a todos los jurados inteligentes de la lista. Sin embargo, la
experiencia – y solamente la experiencia – terminó haciéndonos conocer la total
inutilidad de estas objeciones. Esto está probado por el hecho que hasta el día
de hoy, los fiscales y los abogados – en todo caso aquellos que pertenecen al
distrito de París – han renunciado enteramente a su derecho de objetar un
jurado y a pesar de ello, como indica M. des Glajeux, los veredictos no han
cambiado; “no son, ni mejores ni peores.”
Al igual que las masas, los jurados
se impresionan muy fuertemente por consideraciones sentimentales y muy
levemente por argumentos. “No pueden resistir la vista – escribe un abogado –
de una madre dándole el pecho a su hijo, o el de los huérfanos”. “Es suficiente
que una mujer tenga una presencia agradable – dice M. des Glajeux – para
ganarse la benevolencia del jurado”.
Carentes misericordia por crímenes de
los cuales parecería posible que ellos mismos podrían terminar siendo víctimas
– estos crímenes, por lo demás, son los más peligrosos para la sociedad – los
jurados, en contrapartida, son muy indulgentes en el caso de violaciones a la
ley cuyo motivo es la pasión. Son muy raramente severos en casos de
infanticidio cometidos por niñas-madres, o duros con la mujer que arroja ácido
sulfúrico al hombre que la ha seducido y abandonado, porque instintivamente
sienten que la sociedad corre muy poco peligro por tales crímenes [ [27] ] y
que en un país en el cual la ley no protege a las mujeres abandonadas, el
crimen de una joven que toma venganza resulta más beneficioso que dañino, por
cuanto disuade a futuros seductores.
Los jurados, al igual que las masas,
se dejan impresionar profundamente por el prestigio y el Presidente des Gajeux
destaca muy adecuadamente que por más democráticos que sean los jurados en su
composición, resultan ser muy aristocráticos en sus filias y sus fobias.
“Nombre, cuna, gran fortuna, celebridad, la asistencia de un defensor ilustre,
cualquier cosa de naturaleza distinguida o que otorgue brillo al acusado, lo
pone en una posición extremadamente favorable.”
La principal preocupación de una
buena defensa debería ser la de trabajar sobre los sentimientos del jurado y,
como con todas las masas, argumentar lo menos posible, o bien emplear tan sólo
modos rudimentarios de razonamiento. Un abogado inglés, famoso por sus éxitos
en las cortes, ha establecido muy bien la línea de acción a seguir:
“Durante el alegato observará
atentamente al jurado. La oportunidad más favorable ha llegado. Basado en su
conocimiento y experiencia, el abogado lee el efecto de cada frase en las caras
de los miembros del jurado y saca sus conclusiones en consecuencia. El primer
paso es asegurarse de cuales miembros ya son favorables a su caso. Hace falta
poco trabajo para ganar definitivamente su adhesión y, habiéndolo logrado,
enfoca su atención sobre los miembros que, por el contrario, parecen mal
predispuestos y se dispone a descubrir por qué son hostiles al acusado. Esta es
la parte delicada de su tarea puesto que puede haber una infinidad de razones
para condenar a una persona, aparte del sentimiento de justicia.”
Estas pocas líneas resumen todo el
mecanismo del arte de la oratoria y vemos por qué el discurso preparado de
antemano tiene un efecto tan escaso, siendo necesario poder modificar los
términos empleados de un momento a otro, de acuerdo con la impresión producida.
El orador no necesita convertir a su
opinión a todos los miembros del jurado sino solamente a los espíritus
lideradores del mismo quienes determinarán la opinión general. Como en todas
las masas, también en los jurados hay un reducido número de individuos que
sirven de guía al resto. “He hallado por experiencia – dice el abogado antes citado – que una o
dos personas enérgicas bastan para arrastrar el resto del jurado con ellas”. Es
a esos dos o tres que es necesario convencer por medio de hábiles sugestiones.
Ante todo y por encima de todo es necesario agradarles. La persona que forma
parte de una masa a la cual uno ha tenido éxito en agradar está a punto de ser
convencida y está bastante dispuesta a aceptar como excelente cualquier
argumento que se le ofrezca. Extraigo la siguiente anécdota de un interesante
informe sobre M. Lachaud al que aludo más arriba:
“Es bien sabido que durante los discursos
que pronunciaba en el transcurso de una sesión, Lachaud nunca perdía de vista a
los dos o tres jurados de quienes sabía o presentía que eran influyentes pero
obstinados. Por regla general tenía éxito en ganarse a estos jurados
refractarios. En una ocasión, sin embargo, en las provincias, tuvo que vérselas
con un hombre del jurado al cual le alegó en vano durante tres cuartos de hora
con sus más punzantes argumentos. El hombre era el séptimo jurado, el primero
sobre el segundo banquillo. El caso era desesperado. De pronto, en medio de una
apasionada demostración, Lachaud se detuvo bruscamente y, dirigiéndose al
Presidente de la corte le dijo: ‘¿Podría dar instrucciones para correr las
cortinas allá enfrente? El séptimo miembro del jurado está siendo encandilado
por el sol.’ El hombre del jurado se ruborizó, sonrió y expresó su
agradecimiento. Había sido conquistado por la defensa.”
Muchos escritores, algunos de ellos
muy distinguidos, han iniciado recientemente una fuerte campaña en contra de la
institución del jurado a pesar de que es la única protección de la cual
disponemos contra los errores, realmente muy frecuentes, de una casta que no se
halla bajo ningún control. [ [28] ] Una parte de estos escritores aboga por un
jurado reclutado exclusivamente de entre las filas de las clases ilustradas;
pero ya hemos probado que aún en este caso los veredictos serían idénticos a
los producidos por el actual sistema. Otros escritores, basándose en los
errores cometidos por los jurados, los abolirían reemplazándolos por jueces. Es
difícil de ver como estos supuestos reformadores pueden olvidar que los errores
por los cuales se critica a los jurados fueron cometidos en primera instancia
por los jueces y que, cuando una persona llega ante un jurado, ya ha sido hallado
culpable por varios magistrados; por el juez de instrucción, por el fiscal y
por la Corte de Acusación. De este modo debería quedar en claro que si el
acusado fuese definitivamente juzgado por jueces en lugar de serlo por un
jurado, perdería su única oportunidad de ser declarado inocente. Los errores de
los jurados han sido siempre, antes que nada, errores de los magistrados. Es
sólo a los magistrados, pues, a quienes se debería culpar cuando aparecen
errores judiciales particularmente monstruosos como, por ejemplo, la reciente
condena del Dr. L---- quien, juzgado por un juez de instrucción de excesiva
estupidez, sobre la base de la acusación de una joven semi idiota quien acusó
al doctor de haber cometido una operación ilegal sobre ella por treinta francos,
hubiera sido enviado a la cárcel si no hubiese sido por la explosión de la
indignación pública que tuvo por resultado el que fuese inmediatamente liberado
por el Jefe de Estado. El carácter honorable reconocido al hombre condenado por
parte de todos sus conciudadanos hizo autoevidente la magnitud del error. Los
propios magistrados lo admitieron y, aún así, por consideraciones de casta,
hicieron todo lo que estuvo a su alcance para impedir que se firmara el
indulto. En todos los casos similares, el jurado, enfrentado con detalles
técnicos que es incapaz de comprender, naturalmente escucha al fiscal pensando
en que, después de todo, el asunto fue investigado por magistrados adiestrados
para desentrañar las situaciones más complicadas. ¿Quiénes, entonces, son los
verdaderos autores del error: los miembros del jurado o los magistrados?
Deberíamos aferrarnos vigorosamente a los jurados. Constituyen, quizás, la
única categoría de masa que no puede ser reemplazada por ninguna
individualidad. Sólo ellos pueden atemperar la severidad de la ley, la cual,
igual para todos, debería en principio ser ciega y no tomar conocimiento de
casos particulares. Inaccesible a la piedad y sosteniendo nada más que el texto
de la ley, el juez en su severidad profesional le aplicaría la misma pena al
ladrón culpable de homicidio y a la pobre muchacha a la cual la pobreza y el
abandono de su seductor han llevado al infanticidio. El jurado, por el otro
lado, instintivamente siente que la muchacha seducida es mucho menos culpable
que el seductor quien, sin embargo, no es alcanzado por la ley, y que es ella
la que merece toda indulgencia.
Estando bien familiarizado con la
psicología de las castas y también con la psicología de otras clases de masas,
no veo ningún caso en el cual, falsamente acusado de un crimen, no preferiría
tener que vérmelas con un jurado antes que con magistrados. Tendría alguna
chance de que mi inocencia fuese reconocida por el primero y ni la más mínima
de que fuese admitida por los segundos. El poder de las masas ha de ser temido,
pero el poder de ciertas castas es de temer mucho más. Las masas pueden estar
abiertas a la persuasión; las castas nunca lo están.
CAPÍTULO IV:
MASAS ELECTORALES
Características generales de las
masas electorales – La manera de persuadirlas – Las cualidades que debería
poseer un candidato – Necesidad de prestigio – Por qué trabajadores y
campesinos tan raramente eligen a candidatos de su propia clase – La influencia
de palabras y fórmulas sobre el elector – El aspecto general de la oratoria
electoral – Cómo se forman las opiniones del elector – El poder de los comités
políticos – Representan la más formidable forma de tiranía – Los comités de la
Revolución – El sufragio universal no puede ser reemplazado a pesar de su
escaso valor psicológico – Por qué es que los votos registrados permanecerían
siendo los mismos aún si el derecho del sufragio fuese restringido a una
limitada clase de ciudadanos – Lo que el sufragio universal expresa en todos
los países.
Masas electorales – es decir: colectividades
investidas del poder de elegir a los ejecutores de ciertas funciones –
constituyen masas heterogéneas pero, como su acción queda confinada a una sola
y claramente determinada cuestión y que consiste en optar entre diferentes
candidatos, presentan solamente algunas de las características previamente
descriptas. De las características peculiares de las masas presentan sólo la
escasa aptitud para razonar, la ausencia de espíritu crítico, irritabilidad,
credulidad y simplicidad. Más allá de ello, en su decisión puede rastrearse la
influencia de los conductores de masas y la parte que juegan los factores que
hemos enumerado: afirmación, repetición, prestigio y contagio.
Examinemos los métodos por los cuales
las masas electorales han de ser persuadidas. Será fácil deducir su psicología
de los métodos que han sido más exitosos.
Es de importancia primordial que el
candidato posea prestigio. El prestigio personal sólo puede ser reemplazado por
el que resulta de la fortuna. Talento y hasta genialidad no son elementos
exitosos seriamente importantes.
Por el contrario, es de capital
importancia la necesidad que el candidato tiene de poseer prestigio, esto es,
de ser capaz de imponerse al electorado sin discusión. La razón por la cual los
electores – de quienes la mayoría son obreros o campesinos – tan raramente
eligen a un hombre de entre sus propias filas para representarlos es la de que
una persona así no goza de prestigio entre ellos. Cuando, por casualidad,
eligen a un hombre que es su igual, por regla general esto es por razones
secundarias; por ejemplo, para humillar a un hombre eminente, o bien a un
influyente empleador de quien el elector depende cotidianamente y sobre el
cual, de este modo, tiene la ilusión de enseñorearse por un momento.
Sin embargo, la posesión de prestigio
no es suficiente para asegurar el éxito de un candidato. El elector es
sensible, en particular, al halago de su codicia y de su vanidad. Tiene que ser
cubierto de adulonerías y no debe haber vacilación alguna en hacerle las más fantásticas
promesas. Si es un obrero, será imposible ir demasiado lejos en el insulto y en
la estigmatización de los empleadores. En cuanto al candidato rival, se deberá
hacer un esfuerzo para destruir sus posibilidades estableciendo, por medio de
afirmaciones, repeticiones y contagio, que es un absoluto rufián, siendo que es
de conocimiento público que es culpable de varios crímenes. Por supuesto, es
inútil tomarse el trabajo de ofrecer cualquier cosa parecida a una prueba. Si
el adversario no está bien familiarizado con la psicología de las masas,
tratará de justificarse con argumentos en lugar de replicar a una serie de
afirmaciones con otra, y no tendrá oportunidad alguna de tener éxito.
El programa escrito del candidato no
debería ser demasiado categórico puesto que, más adelante, sus adversarios
podrían esgrimirlo en su contra; en su programa verbal, sin embargo, no puede
haber demasiada exageración. Las reformas más importantes pueden ser audazmente
prometidas. En el momento en que son hechas, estas exageraciones producen un
gran efecto y no resultan comprometedoras para el futuro siendo que es un hecho de observación reiterada que el elector
nunca se toma el trabajo de averiguar en qué medida el candidato elegido ha
ejecutado el programa que el elector aplaudió y en virtud del cual se supone
que ganó la elección.
En lo que precede, todos los factores
de persuasión que hemos descripto deben ser respetados. Nos encontraremos con
ellos nuevamente en la acción ejercida por las palabras y las fórmulas sobre
cuyo mágico efecto ya hemos insistido. Un orador que sabe utilizar estos medios
de persuasión puede hacer lo que se le antoja con una masa. Expresiones tales
como capitalismo infame, viles explotadores, el admirable obrero, la
socialización de la riqueza, etc. siempre producen el mismo efecto aún cuando
estén algo gastadas por el uso. Pero el candidato que esgrime una nueva
fórmula, tan carente como sea posible de un significado preciso e indicada, por
consiguiente, para halagar a las más variadas aspiraciones, infaliblemente
obtendrá éxito. La sanguinaria revolución española de 1873 se produjo por una
de esta frases mágicas de significado complejo en la que cada uno puso su
propia interpretación. Un escritor contemporáneo describió el lanzamiento de
esa frase en términos que merecen ser citados:
“Los radicales hicieron el
descubrimiento de que una república centralizada es una monarquía disfrazada y,
para burlarse de ellos, las Cortes unánimemente proclamaron una república
federal, a pesar de que ninguno de los votantes podría haber explicado qué era
lo que había acabado de votar. Esta fórmula, sin embargo, encantó a todos; la
alegría fue intoxicante, delirante. El reino de la virtud y de la felicidad
acababa de ser instaurado sobre la tierra. Un republicano cuyo oponente le
negaba el título de federalista se consideraba mortalmente insultado. Las
personas se saludaban en la calle con las palabras ‘¡Viva la República
Federal!’ Después de lo cual se cantaban loas a la mística virtud de la
ausencia de disciplina en el ejército y a la autonomía de los soldados. ¿Qué se
entendió bajo ‘república federal’? Hubo quienes dieron en entender que
significaba la emancipación de las provincias, instituciones similares a las de
los Estados Unidos, y la descentralización administrativa; otros tenían a la
vista la abolición de toda autoridad y el rápido comienzo de la gran
liquidación social. Los socialistas de Barcelona y de Andalucía estaban por la
soberanía absoluta de sus comunas; propusieron endosarle a España diez mil municipios
independientes, legislar por cuenta propia y hacer que su creación fuese
acompañada por la supresión de la policía y del ejército. En las provincias del
Sur pronto se vio a la insurrección extenderse de pueblo en pueblo y de
villorrio en villorrio. Después de que un pueblucho había hecho su
‘pronunciamiento’, su primer preocupación consistió en destruir los cables
telegráficos y las líneas de ferrocarril tanto como para destruir toda
comunicación con sus vecinos y con Madrid. El caserío más lamentable estaba
determinado a erguirse sobre su propio trasero. La federalización había dado
lugar al cantonalismo, marcado por masacres, incendios, más toda clase de
brutalidades, y sangrientas saturnalias se celebraron a lo largo y a lo ancho
del país.”
En cuanto a la influencia que puede
ser ejercida por el razonamiento sobre las mentes de los electores, el albergar
la menor duda sobre este aspecto sólo puede ser el resultado de no haber leído
jamás los informes sobre un mitin electoral. En estas reuniones se intercambian
afirmaciones, invectivas y a veces golpes, pero nunca argumentos. Si el
silencio se establece por un momento es porque alguno de los presentes, con
reputación de ser un “duro contendiente” ha anunciado que está por importunar
al candidato con una de esas preguntas incómodas que siempre son para regocijo
de la audiencia. Sin embargo, la satisfacción del partido opositor tiene corta
vida porque la voz del que pregunta muy pronto queda ahogada en el rugido
proferido por sus adversarios. Los siguientes relatos de actos públicos,
elegidos de entre cientos de ejemplos similares y tomados de las páginas de la
prensa diaria, pueden ser considerados como típicos:
“Uno de los organizadores del acto solicita a
la asamblea que elija un presidente y se desata la tormenta. Los anarquistas
saltan a la plataforma para tomar la mesa del comité por asalto. Los
socialistas se defienden enérgicamente. Se intercambian golpes y cada facción
acusa a la otra de ser espías pagados por el gobierno y etc. etc. Un ciudadano
abandona la sala con un ojo negro.
“A la larga, el comité se instala lo
mejor que puede en medio del tumulto y el derecho de hacer uso de la palabra es
concedido al ‘Camarada’ X.
“El orador inicia un vigoroso ataque
contra los socialistas quienes lo interrumpen con gritos de ‘¡Idiota!
¡Tramposo! ¡Impostor!” etc. – epítetos a los cuales el Camarada X replica
exponiendo su teoría según la cual los socialistas son ‘imbéciles’ o
‘payasos’.”
“El partido Allemanista había
organizado ayer por la tarde, en la Sala de Comercio de la Rue du
Faubourg-du-Temple, un gran acto, preliminar a la festividad obrera del 1° de
Mayo. La consigna del acto era ‘Calma y Tranquilidad’.
“El Camarada G--- alude a los
socialistas llamándolos ‘idiotas’ e ‘hipócritas’.
“Ante estas palabras se produce un
intercambio de insultos y tanto los oradores como la audiencia se lían a
golpes. Sillas, mesas, bancos resultan convertidos en armas, y etc. etc.”
No debe suponerse ni por un momento
que esta descripción de discusiones es propia de determinada clase de electores
y dependiente de su posición social. En
cualquier clase de asamblea anónima, aún la compuesta exclusivamente por
personas altamente educadas, las discusiones siempre toman la misma forma. Ya
he expuesto que, cuando las personas se reúnen en una masa, opera una tendencia
a su nivelación mental y la prueba de ello se encuentra a cada vuelta de
esquina. Tómese, por ejemplo, el siguiente extracto de un informe sobre un acto
al que asistieron exclusivamente estudiantes y que tomo de prestado del Temps
del 13 de Febrero de 1895:
“El tumulto sólo aumentó a medida que
avanzaba la tarde. No creo que ningún orador haya podido pronunciar dos frases
sin ser interrumpido. A cada instante surgían gritos de una dirección, o de la
otra, o de todas las direcciones al mismo tiempo. El aplauso se entremezclaba
con los chistidos, se producían violentas discusiones entre miembros
individuales de la audiencia, se blandían garrotes en forma amenazadora, se
pataleaba rítmicamente sobre el piso y quienes interrumpían eran saludados con
gritos de ‘¡Échenlo!’ o bien ‘¡Que hable!’.
El Sr. C--- volcó epítetos tales como
odiosa, cobarde, monstruosa, vil, venal y vengativa, sobre la Asociación que
había declarado querer destruir”, etc. etc.
¿Cómo, se pregunta uno, podría un
elector formarse una opinión bajo tales condiciones? Pero el hacer esa pregunta
es hacerse extrañas ilusiones en cuanto a la medida de libertad que puede gozar
una colectividad. Las masas tienen opiniones que les han sido impuestas, pero
nunca profieren opiniones razonadas. En el caso bajo consideración la opinión y
los votos de los electores se hallan en las manos de los comités electorales,
cuyos espíritus conductores son, por regla, los dueños de tabernas, teniendo
estas personas gran influencia sobre los obreros a quienes les otorgan
créditos. “¿Sabe Usted qué es un comité electoral? – escribe M. Scherer, uno de
los más valientes campeones de la democracia actual – No es ni más ni menos que
la piedra angular de nuestras instituciones, la pieza maestra de la maquinaria
política. Francia está gobernada hoy en día por comités electorales.” [ [29] ]
Ejercer una influencia sobre estos
comités no es difícil, siempre y cuando el candidato sea, en si, aceptable y
posea adecuados recursos financieros. De acuerdo a la confesión de los
donantes, tres millones de francos fueron suficientes para asegurar las
reiteradas elecciones del General Boulanger.
Tal es la psicología de las masas
electorales. Es idéntica a la de otras masas: ni mejor ni peor.
En consecuencia, no extraigo de lo
que precede ninguna conclusión en contra del sufragio universal. Si yo tuviese
que decidir su destino, lo mantendría tal como está por razones prácticas que,
de hecho, pueden ser deducidas de nuestra investigación sobre la psicología de
las masas y que expondré después de haber señalado sus desventajas.
Sin duda alguna, la debilidad del
sufragio universal es demasiado obvia como para pasarla por alto. No puede
negarse que la civilización ha sido la obra de una pequeña minoría de
inteligencias superiores constituyendo la cúspide de una pirámide cuyas gradas,
ensanchándose en la misma proporción en que merma el poder mental, representan
a las masas de una nación. La grandeza de una nación seguramente no puede depender
de los votos emitidos por elementos inferiores que detentan solamente la fuerza
del número. Indudable es, también, que los votos emitidos por las masas con
frecuencia son muy peligrosos. Ya nos han costado varias invasiones y, en vista
del triunfo del socialismo para el cual están preparando el camino, es probable
que las veleidades de la soberanía popular todavía nos saldrán aún más caras.
Sin embargo, por más excelentes que
sean estas objeciones en teoría, en la práctica pierden toda fuerza, como se admitirá
si se recuerda la invencible fuerza que tienen las ideas convertidas en dogmas.
El dogma de la soberanía de las masas es tan poco defendible desde el punto de
vista filosófico como los dogmas religiosos de la Edad Media, pero en la
actualidad goza del mismo poder absoluto que aquellos gozaron en el pasado.
Consecuentemente, es tan inatacable como en el pasado lo fueron nuestras ideas
religiosas. Imagínense a un librepensador moderno milagrosamente transportado a
plena Edad Media. ¿Suponen ustedes que, después de haber constatado el poder
soberano de las ideas religiosas que en aquél entonces estaban en vigor,
estaría tentado de atacarlas? Habiendo caído en las manos de un juez dispuesto
a mandarlo a la hoguera bajo la imputación de haber hecho un pacto con el
diablo, o de haber estado presente en el aquelarre de las brujas ¿se le
ocurriría poner en duda la existencia del demonio o de la brujería? El oponerse
a las creencias de las masas con discusiones es tan inocuo como oponerse a los
ciclones con argumentos. El dogma del sufragio universal posee hoy en día el
mismo poder que tuvieron otrora los dogmas cristianos. Oradores y escritores
aluden al mismo con un respeto y una adulación que jamás conoció Luis XIV. En
consecuencia, se debe adoptar para con él la misma posición que la pertinente
frente a todos los dogmas religiosos. Sólo el tiempo puede actuar sobre ellos.
Aparte de ello, sería de lo más
inútil tratar de socavar este dogma en la medida en que posee una apariencia de
racionabilidad en su favor. “En una era de igualdad – destaca acertadamente
Tocqueville – los hombres no tienen fe los unos en los otros por el hecho de
ser todos similares; sin embargo esta misma similitud les otorga una casi
ilimitada confianza en el juicio del público, siendo la razón de ello que no
parece ser probable que, al estar todos los hombres igualmente ilustrados, la
verdad y la superioridad numérica no vayan de la mano.”
¿Debemos creer que con un sufragio
restringido – un sufragio restringido a los intelectualmente capaces, si se
quiere – se produciría una mejora en los votos de las masas? No puedo admitir
ni por un momento que éste sería el caso y esto por las razones ya dadas en
relación con la inferioridad mental de todas las colectividades, cualesquiera
que sea su composición. En una masa, todos los hombres tienden hacia un mismo
nivel y, sobre cuestiones genéricas, un voto emitido por cuarenta académicos no
es mejor que el de cuarenta aguateros. No creo en lo más mínimo que los votos
por los cuales se critica al sufragio universal – el restablecimiento del
Imperio, por ejemplo – hubiera tenido un resultado diferente si los votantes
hubiesen sido reclutados de entre personas instruidas y liberalmente educadas.
Por el hecho de que alguien sepa griego o matemáticas, sea un arquitecto, un
veterinario, un doctor o un abogado, no necesariamente se halla dotado de una
inteligencia superior en materia de cuestiones sociales. Todos nuestros
economistas políticos están altamente educados, y aún así ¿hay acaso una sola
cuestión general – proteccionismo, bimetalismo etc. – sobre la cual hayan
conseguido ponerse de acuerdo? La explicación está en que su ciencia es sólo
una forma muy atenuada de nuestra ignorancia universal. Respecto de problemas
sociales, dado el número de cantidades desconocidas que presentan, todos los
hombres son sustancialmente igual de ignorantes.
En consecuencia, si el electorado
estuviese compuesto por personas abarrotadas de ciencias, sus votos no serían
mejores que los emitidos hasta el presente. Estarían mayormente guiados por sus
sentimientos y por espíritu partidario. No nos veríamos libres de ninguna de
las dificultades con las que hoy tenemos que luchar y seguramente quedaríamos
sujetos a la opresiva tiranía de las castas.
Tanto si el sufragio de las masas es
restringido o general, tanto si es ejercido bajo una república o una monarquía,
en Francia, en Bélgica, en Grecia, en Portugal o en España, en todas partes es
idéntico; y cuando todo está dicho, resulta ser la expresión de las
aspiraciones inconscientes y de las necesidades de la raza. En cada país el
promedio de las opiniones de quienes resultan elegidos representa el genio de
la raza y se encontrará que no cambia sensiblemente de una generación a la
otra.
Se ve, pues, que nos enfrentamos una
vez más con la noción fundamental de la raza, con la que nos hemos encontrado
tan a menudo, y también con la otra noción, que es consecuencia de la primera,
que nos indica que las instituciones y los gobiernos juegan sólo un pequeño
papel en la vida de un pueblo. Los pueblos resultan guiados mayormente por el
genio de su raza, esto es, por el cúmulo heredado de cualidades de las cuales
el genio es la suma total. La raza y la esclavitud de nuestras necesidades
cotidianas son las misteriosas causas maestras que gobiernan nuestro destino.
Capítulo V: Asambleas parlamentarias
Las masas parlamentarias presentan la
mayoría de las características propias de las masas heterogéneas no anónimas –
La simplicidad de sus opiniones – Su sugestionabilidad y sus límites – Sus
opiniones fijas indestructibles y sus opiniones cambiantes – La razón del
predominio de la indecisión – El papel de los líderes – La razón de su
prestigio – Son los verdaderos amos de una asamblea cuyos votos, además, son
meramente los de una pequeña minoría – El poder absoluto que ejercen – Los
elementos de su arte oratorio – Frases e imágenes – La necesidad psicológica
que padecen sus líderes de ser, en un sentido general, de mente estrecha y de
convicciones obstinadas – Para un orador sin prestigio, es imposible obtener el
reconocimiento de sus argumentos – La exageración de los sentimientos, tanto
malos como buenos, en que caen las asambleas – En cierto momento se vuelven
automáticas – Las sesiones de la Convención – Casos en los que una asamblea pierde
las características de una masa – La influencia de los especialistas cuando
surgen cuestiones técnicas – Las ventajas y los peligros de un sistema
parlamentario en todos los países – Está adaptado a las necesidades modernas,
pero implica un despilfarro financiero y el progresivo cercenamiento de todas
las libertades – Conclusión.
En las asambleas parlamentarias
tenemos un ejemplo de masas heterogéneas que no son anónimas. A pesar de que el
modo de elegir a sus miembros varía de época en época, y de nación en nación,
las asambleas presentan características muy similares. En este caso, la
influencia de la raza se hace sentir, para debilitar o para exagerar las
características comunes a todas las masas, pero no impide su manifestación. Las
asambleas parlamentarias de los países más diversos, tales como Grecia,
Portugal, España, Francia y América presentan grandes analogías en sus debates
y en sus votos, dejando a sus respectivos gobiernos cara a cara con las mismas
dificultades.
Más aún, el sistema parlamentario
representa el ideal de todos los pueblos civilizados modernos. Este sistema es la expresión de la idea,
psicológicamente errada pero generalmente admitida, que una gran reunión de
personas es mucho más capaz que una pequeña de arribar a una decisión sabia e
independiente sobre un asunto determinado.
Las características generales que se
pueden encontrar en las asambleas parlamentarias son: simplicidad intelectual,
irritabilidad, sugestionabilidad, la exageración de los sentimientos y la
influencia preponderante de unos pocos líderes. Sin embargo, como consecuencia
de su especial composición, las masas parlamentarias presentan algunos
caracteres distintivos que veremos brevemente.
La simplicidad de sus opiniones es
una de sus más importantes características. En todos los partidos, y más
especialmente entre los pueblos latinos, en masas de esta clase existe una
tendencia invariable a resolver los más complicados problemas sociales con los
principios abstractos más simples y con leyes genéricas aplicables a todos los
casos. Naturalmente, los principios varían con el partido; pero puesto que los
miembros individuales son parte de una masa, siempre están inclinados a
exagerar el valor de sus principios y a llevarlos al extremo. En consecuencia,
los parlamentos son más bien representantes de opiniones extremas.
El ejemplo más perfecto de la ingenua
simplificación de las opiniones características de las asambleas lo ofrecen los
jacobinos de la Revolución Francesa. Dogmáticos y consecuentes hasta el último
hombre, con sus cerebros repletos de vagas generalidades, se concentraron en la
aplicación de ideas fijas sin ocuparse de los acontecimientos. Se ha dicho de
ellos, con razón, que pasaron por la Revolución sin darse cuenta de ella. Con
la ayuda de dogmas muy simples que les servían de guía, se imaginaron que
podrían transformar a la sociedad de arriba hacia abajo y conseguir que una
civilización altamente refinada regresara a una fase muy anterior de la
evolución social. Los métodos a los que recurrieron para realizar su sueño
llevaron el sello de una absoluta ingenuidad. En realidad, se limitaron a
destruir lo que encontraron a su paso. Más aún, todos ellos – girondinos, los
hombres de la Montaña, los termidorianos, etc – estuvieron animados por el
mismo espíritu.
Las masas parlamentarias se hallan
muy abiertas a la sugestión y, como es el caso en todas las masas, la sugestión
proviene de líderes que poseen prestigio; pero la sugestionabilidad de las
asambleas parlamentarias tiene límites muy claramente definidos que es
importante señalar.
Sobre todas las cuestiones de interés
local o regional, cada miembro de una asamblea tiene opiniones fijas e
inalterables que no pueden ser conmovidas por ningún argumento. El talento de
un Demóstenes sería impotente para cambiar el voto de un diputado sobre
cuestiones tales como el proteccionismo o el privilegio de destilar alcohol, es
decir, cuestiones en las que están involucrados los intereses de electores
influyentes. La sugestión emanada de estos electores y hecha sentir antes de
que se proceda a votar, es suficiente para contrabalancear y anular sugestiones
de cualquier otra fuente, manteniéndose así una absoluta invariabilidad en la
opinión. [ [30] ]
Frente a cuestiones generales – el
derrocamiento del Gabinete, la imposición de un impuesto, etc. – ya no hay
invariabilidad en las opiniones y las sugestiones de los líderes puede ejercer
cierta influencia, aunque no exactamente en la misma medida que en una masa
ordinaria. Cada partido tiene sus líderes quienes, ocasionalmente, poseen una
influencia semejante. El resultado es que el diputado se encuentra colocado
entre dos sugestiones contrarias e, inevitablemente, cae en la vacilación. Esto
explica cómo es que con frecuencia se lo puede ver votar de distintas maneras
dentro del lapso de un cuarto de hora, o agregarle a una ley un artículo que la
anula; por ejemplo, quitarle a los empleadores el derecho de elegir y despedir
a sus obreros, y luego, agregar una enmienda que casi anula esta medida.
Es por la misma razón que toda
cámara, durante cualquier período electoral, siempre tiene algunas opiniones
muy estables y otras que varían en gran medida. En promedio, al ser las
cuestiones generales las más numerosas, lo que predomina en la Cámara es la
indecisión – alimentada por el siempre presente miedo al elector, cuya
sugestión se halla siempre latente, y que tiende a ser contrabalanceado por la
influencia de los líderes.
Sin embargo, aún así, son los líderes
quienes definitivamente dominan las discusiones que tienen que ver con asuntos
sobre los cuales los miembros de una asamblea no tienen fuertes opiniones
preconcebidas.
La necesidad de estos líderes es
evidente desde el momento en que, bajo la denominación de jefes de bancada o
jefes de fracción, se los encuentra en las asambleas de todos los países. Son
los verdaderos gobernantes de una asamblea. Las personas que forman una masa no
pueden estar sin un jefe, de lo cual resulta que los votos de una asamblea sólo
representan, por regla general, las opiniones de una ínfima minoría.
La influencia de los líderes se debe
en una muy pequeña medida a los argumentos que emplean y en una medida muy
grande a su prestigio. La mejor prueba de esto es que, cuando por cualquier
circunstancia pierden su prestigio, su influencia desaparece.
El prestigio de estos líderes
políticos es individual e independiente de su nombre o celebridad; un hecho del
que M. Jules Simon nos ofrece algunos ejemplos muy curiosos en sus comentarios
sobre los hombres prominentes de la Asamblea de 1848 de la cual fue miembro:
“Dos meses antes de ser todopoderoso,
Luis Napoleón no tenía la más mínima importancia.
“Víctor Hugo subió a la tribuna.
Fracasó. Se lo escuchó tanto como a Felix Pyat, pero no obtuvo tantos aplausos.
‘No me gustan sus ideas’ – me dijo Vaulabelle refiriéndose a Felix Pyat – ‘pero
es uno de los más grandes escritores y el mejor orador de Francia’. Edgar
Quinet, a pesar de su excepcional y poderosa inteligencia, no gozaba de ninguna
estima en absoluto. Había sido popular por un tiempo antes de la apertura de la
Asamblea; en la Asamblea no gozaba de popularidad alguna.
“El esplendor del genio se hace
sentir en asambleas políticas menos que en cualquier otro lado. Éstas sólo
rinden culto a la elocuencia apropiada al tiempo y lugar, y a servicios
partidarios; no a los servicios prestados al país. Para rendirle homenaje a
Lamartine en 1848 y a Thiers en 1871 hizo falta el estímulo de un interés
urgente, inexorable. Ni bien pasó el peligro, el mundo parlamentario olvidó al
instante tanto su gratitud como su miedo.”
He citado el pasaje precedente por
los hechos que contiene, no por las explicaciones que ofrece, siendo que su
psicología es algo pobre. Una masa perdería inmediatamente su carácter de tal
si le concediera crédito a sus líderes sobre la base de sus servicios, ya
fuesen éstos de naturaleza partidaria o patriótica. La masa que obedece a un
líder se halla bajo la influencia de su prestigio y su sumisión no está dictada
por ningún sentimiento de interés ni de gratitud.
En consecuencia, el líder provisto de
suficiente prestigio detenta un poder casi absoluto. La inmensa influencia
ejercida, gracias a su prestigio, durante una larga serie de años por un
célebre diputado [ [31] ], derrotado en la última elección general como
consecuencia de ciertos hechos financieros, es bien conocida. Sólo tenía que
dar la señal y caían los Gabinetes. Un escritor ha claramente indicado los
alcances de su acción con las siguientes líneas:
“Es mayormente gracias a M. C--- que
pagamos por Tonkin el triple de lo que debíamos haber pagado; que quedamos en
una posición tan precaria en Madagascar; que nos dejamos robar un imperio en la
región del bajo Niger y que hemos perdido la posición preponderante que
solíamos tener en Egipto. Las teorías de M. C--- nos han costado más
territorios que los desastres de Napoleón I.”
No debemos guardar un rencor
demasiado amargo en contra de este líder en cuestión. Es evidente que nos ha
costado muy caro pero una gran parte de su influencia se debió al hecho que
seguía a la opinión pública la cual, en materia de cuestiones coloniales,
estaba lejos de ser en aquél tiempo lo que se va vuelto hoy. Un líder sólo rara
vez se halla por delante de la opinión pública; casi siempre todo lo que hace
es seguirla y abrazar todos sus errores.
Los medios de persuasión de los
líderes que estamos tratando, aparte de su prestigio, consisten en los factores
que ya hemos enumerado varias veces. Para hacer un empleo hábil de estos
recursos un líder tiene que haber llegado a comprender, aunque sea inconscientemente,
la psicología de las masas y debe saber cómo dirigirse a ellas. Tendría que
conocer, en particular, la influencia fascinadora de las palabras, las frases y
las imágenes. Debería poseer una forma especial de elocuencia, compuesta de
enérgicas afirmaciones – sin la carga de la prueba – e impresionantes imágenes,
acompañadas de argumentos muy resumidos. Esta es la clase de elocuencia que se
puede encontrar en todas las asambleas, el Parlamento inglés incluido, por más
que se piense que es el más serio de todos.
“Es posible leer debates en la Cámara
de los Comunes – dice el filósofo inglés < style='color:red'>Maine – en
los cuales toda la discusión se resume a un intercambio de generalidades más
bien débiles, proferidas por personalidades más bien violentas. Fórmulas
generales de esta clase ejercen una influencia prodigiosa sobre la imaginación
de una democracia pura. Siempre será fácil hacerle aceptar a una masa
afirmaciones genéricas, presentadas en términos impactantes, a pesar de que
nunca fueron verificadas y, quizás, ni siquiera son susceptibles de
verificación.”
No se puede exagerar la importancia
de los “términos impactantes” mencionados en la cita arriba indicada. Hemos
insistido ya en varias ocasiones sobre el especial poder de palabras y
fórmulas. Deben ser elegidas de tal modo que evoquen imágenes muy vívidas. La
siguiente frase, tomada del discurso de uno de los líderes de nuestras
asambleas nos ofrece un excelente ejemplo:
“Cuando el mismo barco transporte a
las pantanosas regiones de nuestras cárceles tanto al político corrupto como al
anarquista asesino, los dos podrán sentarse a conversar y se darán cuenta de
que no son sino las dos caras del mismo sistema social.”
El cuadro que de esta manera se evoca
es claro y certero, y todos los adversarios del orador se darán por aludidos.
Ha conjurado una doble visión de la prisión en el pantano y el barco que puede
llegar a transportarlos por cuanto ¿no sería posible que se los incluya en la
algo indefinida categoría de políticos mencionada? Habrán experimentado el
miedo cerval que debieron sentir los hombres de la Convención ante los
nebulosos discursos con los que Robespierre amenazaba con la guillotina y
quienes, bajo la influencia de este miedo, invariablemente se le doblegaban.
Es del más alto interés de los
líderes el lanzarse a las más improbables exageraciones. El orador de quien
acabo de citar tan sólo unas palabras fue capaz de afirmar, sin provocar
violentas protestas, que banqueros y sacerdotes habían subsidiado a los
tirabombas y que los directores de las grandes compañías financieras merecían
el mismo castigo que los anarquistas. Afirmaciones de este tipo siempre son
efectivas para con las masas. La afirmación nunca será demasiado violenta, la
declamación nunca demasiado amenazadora. Nada intimida más a la audiencia que
esta clase de elocuencia. Los presentes tienen miedo de que, si protestan, se
los eliminará por traidores y cómplices.
Como ya he señalado, este peculiar
estilo de elocuencia ha tenido siempre un efecto soberano en todas las
asambleas. Los discursos de los grandes oradores de las asambleas de la
Revolución Francesa constituyen una lectura muy interesante desde este punto de
vista. A cada instante se creían obligados a detenerse, a fin de denunciar el
crimen y exaltar a la virtud, después de lo cual seguían profiriendo
imprecaciones contra los tiranos y jurando que vivirían como hombres libres o
sucumbirían. Los presentes se ponían de pié y aplaudían furiosamente y luego,
ya calmados, volvían a tomar asiento.
En ocasiones, el líder puede ser
inteligente y altamente educado, pero la posesión de estas cualidades, por
regla, le hace más daño que bien. Mostrando lo complejas que son las cosas,
permitiéndose explicaciones y promoviendo la comprensión, la inteligencia siempre
hace que su dueño se vuelva indulgente y así, bloquea en gran medida esa
intensidad y violencia de convicción que necesitan los apóstoles. Los grandes
líderes de masas de todos los tiempos, y los de la Revolución en particular,
han sido personas de un intelecto lamentablemente estrecho y precisamente
quienes tuvieron la inteligencia más restringida fueron los que lograron la
mayor influencia.
Los discursos del más célebre entre
ellos, Robespierre, frecuentemente asombran por su incoherencia. Al leerlos
simplemente, no se encuentra ninguna explicación plausible para el gran papel
desempeñado por este poderoso dictador:
“Los lugares comunes y las
redundancias de elocuencia pedagógica y cultura latina al servicio de una mente
más infantil que vulgar, y limitada en sus nociones de ataque y defensa,
recuerda la postura desafiante de colegiales. Ni una idea; ni un giro feliz; ni
una ocurrencia sagaz: una tempestad de declamaciones que nos deja aburridos.
Después de una dosis de esta lectura tediosa uno está tentado de exclamar
‘¡Oh!’ con el simpático Camille Desmoulins.”
A veces es terrible pensar en el
poder que le otorga a un hombre con prestigio, una fuerte convicción combinada
con una estrechez mental extrema. Sin embargo, es necesario que se satisfagan estas
condiciones para que un hombre ignore los obstáculos y haga gala de una alta
medida de fuerza de voluntad. Las masas instintivamente reconocen en los
hombres enérgicos y convencidos a los amos que siempre necesitan.
En una asamblea parlamentaria, el
éxito de un discurso depende casi exclusivamente del prestigio que posee el
orador y en absoluto de los argumentos que esgrime. La mejor prueba de esto es
que, cuando por una causa u otra un orador pierde su prestigio, simultáneamente
pierde también toda su influencia, es decir: el poder de influir en los votos a
voluntad.
Cuando un orador desconocido se
levanta con un discurso conteniendo buenos argumentos, pero sólo argumentos,
las chances son que ni siquiera será escuchado. M. Desaubes, un diputado que
también es un psicólogo sagaz, ha dibujado en las siguientes líneas el retrato
del diputado que carece de prestigio:
“Al ocupar su lugar en la tribuna,
extrae un documento de su portafolios, lo despliega metódicamente ante si y
comienza a hablar con seguridad.
“Se halaga a si mismo creyendo que
implantará en las mentes de su audiencia la misma convicción que le anima. Ha
sopesado y revisado sus argumentos; está bien equipado de cifras y pruebas;
está seguro de que convencerá a su audiencia. En vista de la evidencia que
presentará, toda resistencia sería en vano. Comienza, confiado en la justicia
de su causa y confiando en la atención de sus colegas cuya preocupación, por
supuesto, es la de apoyar a la verdad.
“Habla e inmediatamente se sorprende
de la inquietud que se manifiesta en la sala y un poco molesto por el ruido que
se está haciendo.
“¿Cómo es que no se mantiene
silencio? ¿Por qué esta general falta de atención? ¿Qué se piensan esos
diputados enzarzados en una conversación privada? ¿Qué motivo urgente ha
inducido a éste o aquél diputado a dejar su asiento?
“Una expresión de inseguridad cruza
su rostro. Frunce el ceño y se detiene. Alentado por el Presidente, comienza de
nuevo, levantando la voz. Se lo escucha menos todavía. Le imprime énfasis a sus
palabras, y gesticula: el ruido a su alrededor sólo aumenta. Ya no puede
escucharse ni a si mismo y vuelve a detenerse. Finalmente, temeroso de que su
silencio pueda provocar el temido anuncio de ‘¡Se cierra la sesión!’ vuelve a
comenzar otra vez. El bullicio se vuelve insoportable.”
Cuando las asambleas parlamentarias
alcanzan cierto grado de excitación, se vuelven idénticas a las masas
heterogéneas comunes y, por consiguiente, sus sentimientos presentan la
peculiaridad de ser siempre extremos. Se las verá cometer actos del mayor
heroísmo o del mayor de los excesos. El individuo ya no es él mismo, y tanto es
así que votará las medidas más contrarias a sus propios intereses personales.
La historia de la Revolución Francesa
muestra hasta qué extremos las asambleas son capaces de perder la conciencia de
si mismas y de obedecer a las sugestiones más contrarias a sus intereses. Fue
un enorme sacrificio para la nobleza el renunciar a sus privilegios. Sin
embargo, lo hizo sin vacilar una famosa noche durante las sesiones de la
Asamblea Constituyente. Al renunciar a su inviolabilidad, los hombres de la
Convención se colocaron bajo una perpetua amenaza de muerte y, a pesar de ello,
dieron ese paso sin etarse de diezmar sus propias filas aunque fuesen
perfectamente concientes de que el patíbulo al cual estaban enviando a sus
colegas hoy podría ser su propio destino mañana. La verdad es que habían
llegado a ese estado completamente automático que he descripto en otra parte, y
no había consideración que les impidiera obedecer a las sugestiones que los
hipnotizaban. El siguiente pasaje de las memorias de uno de ellos,
Billaud-Varennes, es absolutamente típico en este sentido: “Las decisiones que
tanto se nos han reprochado – nos dice – no fueron deseadas por nosotros dos
días, ni un solo día antes de ser tomadas: fue la crisis y sólo ella lo que las
hizo surgir.” Nada más cierto.
El mismo fenómeno de inconsciencia se
observó durante todas las tumultuosas sesiones de la Convención.
“Aprobaban y decretaban medidas – dice
Taine – que consideraban horrorosas – medidas que no sólo eran estúpidas y
torpes, sino hasta criminales – el asesinato de hombres inocentes, el asesinato
de amigos. La izquierda, apoyada por la derecha, unánimemente y en medio de
grandes aplausos, envió al patíbulo a Dantón, su jefe natural y gran promotor y
conductor de la Revolución. Unánimemente y en medio del mayor de los aplausos,
la derecha, apoyada por la izquierda, vota los peores decretos del gobierno
revolucionario. Unánimemente y en medio de gritos de admiración y entusiasmo,
en medio de demostraciones de apasionada simpatía por Collot d’Herbois, Couthon
y Robespierre, la Convención, por medio de reiteradas reelecciones mantiene en
funciones al gobierno homicida que el Llano detesta porque es homicida y la
Montaña detesta porque es diezmada por él. El Llano y la Montaña, la mayoría y
la minoría, terminan por consentir en ayudar a su propio suicidio. El 22 de
Prairial, la totalidad de la Convención se ofreció al verdugo y el 8 de
Termidor, durante el primer cuarto de hora que siguió al discurso de
Robespierre, hizo lo mismo de nuevo.”
Este cuadro puede parecer sombrío.
Sin embargo, es exacto. Las asambleas parlamentarias, suficientemente excitadas
e hipnotizadas, presentan justamente esas características. Se convierten en un
rebaño inestable, obediente a cualquier impulso. La siguiente descripción de la
Asamblea de 1848 es de M. Spuller, un parlamentario cuya fe en la democracia
está más allá de toda sospecha. La tomo aquí de la Revue Litteraire y es
absolutamente típica. Ofrece un ejemplo de todos los exagerados sentimiento que
he descripto como característicos de las masas y de esa excesiva inestabilidad
que le permite a las asambleas pasar, de un momento a otro, de una serie de
sentimientos a otra serie totalmente opuesta.
“El partido Republicano fue llevado a
su perdición por sus divisiones, sus celos, sus sospechas y, a la vez, por su
ciega confianza y sus ilimitadas esperanzas. Su ingenuidad y candor sólo se
equipararon con su desconfianza universal. Una ausencia de todo sentido de
legalidad, de toda comprensión por la disciplina, junto con ilimitados terrores
e ilusiones; el campesino y el niño están al mismo nivel a este respecto. Su
calma es tan grande como su impaciencia; su ferocidad es igual a su docilidad.
Esta condición es la consecuencia natural de un temperamento que no ha sido
formado y de la carencia de educación. Nada asombra a tales personas y todo las
desconcierta. Temblando de miedo o valientes hasta el heroísmo, serían capaces de
pasar por el fuego o huir de una sombra.
“Ignoran causas y efectos, y el
vínculo que conecta las cosas entre si. Se descorazonan tan rápidamente como se
exaltan, son presa de toda clase de pánico, están siempre ya sea demasiado
tensos o demasiado abatidos pero nunca del ánimo o de la medida que la
situación requeriría. Más fluidos que el agua, reflejan cualquier línea y
adoptan cualquier forma. ¿Qué clase de base se puede esperar que ofrezcan para
un gobierno?”
Por fortuna, todas estas
características que pueden encontrarse en asambleas parlamentarias, de ninguna
manera se encuentran exhibidas constantemente. Estas asambleas sólo constituyen
masas en ciertos momentos. Los individuos que las componen retienen su
individualidad en un gran número de casos, lo cual explica cómo es que una
asamblea es capaz de producir excelentes leyes técnicas. Es cierto que el autor
de estas leyes es un especialista que las ha preparado en la calma de su
estudio, y que en realidad la ley votada es el trabajo de un individuo y no de
una asamblea. Naturalmente, estas leyes son las mejores. Sólo están expuestas a
producir resultados desastrosos cuando una serie de enmiendas las ha convertido
en el resultado de un esfuerzo colectivo. El trabajo de una masa, cualquiera
que sea su naturaleza, es siempre inferior al de un individuo aislado. Son los
especialistas los que salvan a las asambleas de aprobar medidas desaconsejables
o inviables. La asamblea no tiene influencia sobre ellos pero ellos tienen
influencia sobre la asamblea.
A pesar de todas las dificultades de
su funcionamiento, las asambleas parlamentarias son la mejor forma de gobierno
que la humanidad ha descubierto hasta el presente y, más especialmente, el
mejor medio que ha encontrado para escapar del yugo de las tiranías personales.
Constituyen seguramente el gobierno ideal para los filósofos, pensadores,
escritores, artistas y hombres instruidos – en una palabra: para todos los que
forman la mejor parte de la civilización.
Más aún, en realidad presentan sólo
dos peligros serios: el primero es el inevitable despilfarro financiero y el
segundo, la progresiva restricción de la libertad individual.
El primero de estos peligros es la
consecuencia necesaria de las exigencias y de la falta de previsión de las
masas electorales. Si el miembro de una asamblea propusiera una medida
satisfaciendo aparentemente las ideas democráticas, si, por ejemplo, propusiera
una ley para asegurar la jubilación de todos los obreros ancianos y aumentar el
sueldo de todos los empleados estatales, los demás diputados, víctimas de la
sugestión y del temor a sus electores, no se atreverían a aparecer como
desinteresándose de los intereses de sus mandantes aún cuando estuviesen bien
conscientes de que estarían imponiendo una nueva carga al presupuesto con lo
que necesitarían crear nuevos impuestos. Les sería imposible vacilar al momento
de dar sus votos. Las consecuencias del aumento de gastos son remotas y no
traerán consecuencias desagradables para ninguno de ellos personalmente,
mientras que un voto negativo puede claramente ser expuesto el día que se
presenten a la reelección.
Además de esta primera causa de
gastos exagerados hay otra no menos imperativa: la necesidad de votar partidas
para propósitos locales. Un diputado es impotente para oponerse a partidas de
este tipo porque, una vez más, representan las exigencias de los electores y
porque cada diputado sólo puede obtener lo que requiere para su propio distrito
con la condición de acceder a demandas similares de parte de sus colegas. [
[32] ]
El segundo peligro arriba mencionado
– las inevitables restricciones de la libertad consumadas por las asambleas
parlamentarias – es aparentemente menos obvio pero no por ello menos real. Las
restricciones son el resultado de las innumerables leyes – que siempre tienen
un efecto restrictivo – que los parlamentos se consideran obligados a votar y
ante cuyas consecuencias son ciegos en gran medida debido a su miopía.
El peligro ciertamente debe ser por
demás inevitable ya que hasta Inglaterra misma, que por cierto ofrece el tipo
de régimen parlamentario más popular, el tipo en el cual el representante es
más independiente del elector, ha sido incapaz de escapar de él. Herbert
Spencer ha mostrado, en una obra ya vieja, que el incremento de libertad
aparente, por fuerza debe ser seguido de una merma en la libertad real.
Volviendo sobre el argumento en su reciente libro “El Individuo versus el
Estado” se expresa de este modo respecto del parlamento inglés:
“La legislación desde este período ha
seguido el curso que yo había señalado. Medidas dictatoriales rápidamente
multiplicadas han tendido continuamente a restringir las libertades
individuales, y esto de dos maneras. Cada año se han establecido regulaciones
en cantidades crecientes, imponiendo una restricción sobre el ciudadano en
cuestiones en las que sus acciones antes habían sido completamente libres, y
forzándolo a realizar acciones que antes era libre de realizar – o no – a su
voluntad. Al mismo tiempo, cargas públicas, especialmente locales, cada vez más
pesadas, han restringido aún más su libertad disminuyendo la porción de las
ganancias que puede gastar como le plazca y aumentando la porción que le es
quitada para ser gastada como le place a las autoridades.”
Esta restricción progresiva de las
libertades emerge en todos los países también de una forma especial que Herbert
Spencer no ha señalado. La promulgación de estas innumerables series de medidas
legislativas, todas ellas de un orden restrictivo en general, conduce
necesariamente a aumentar el número, el poder, y la influencia de los
funcionarios encargados de su aplicación. De esta forma, dichos funcionarios
tienden a convertirse en los verdaderos amos de los países civilizados. Su
poder es tanto más grande cuanto que, en medio de esta incesante transferencia
de autoridad, la casta administrativa es la única que permanece intocada por
las modificaciones, es la única que posee irresponsabilidad, impersonalidad y
perpetuidad. No hay forma más opresiva de despotismo que la que se presenta
bajo esta triple forma.
Esta incesante creación de leyes y
regulaciones restrictivas que rodean las más pequeñas acciones de la existencia
con las formalidades más complejas, tiene inevitablemente por resultado el
confinamiento dentro de límites más y más estrechos a la esfera en la cual el
ciudadano puede moverse con libertad. Víctimas de la fantasía según la cual la
igualdad y la libertad estarían mejor garantizadas por medio de la
multiplicación de leyes, las naciones consienten todos los días en imponer
cargas cada vez más pesadas. No aceptan esta legislación impunemente.
Acostumbradas a ponerse cualquier yugo, pronto terminan por desear la
servidumbre y pierden toda espontaneidad y energía. Con lo que se convierten en
sólo vanas sombras, autómatas pasivos, inermes e impotentes.
Una vez que se ha llegado a este
punto, el individuo está obligado a buscar fuera de si las fuerzas que ya no
encuentra en si mismo. Las funciones de los gobiernos necesariamente aumentan
en la proporción en que aumentan la indiferencia y la impotencia de los
ciudadanos. Son los gobiernos los que, necesariamente, deben exhibir el
espíritu de iniciativa, de empresa y de liderazgo que no tienen las personas
privadas. Es sobre los gobiernos que recae el peso de emprenderlo todo,
dirigirlo todo y ponerlo todo bajo su protección. El Estado se convierte en un
dios todopoderoso. Y aún así, la experiencia demuestra que el poder de tales
dioses jamás ha sido ni duradero, ni muy fuerte.
La progresiva restricción de todas
las libertades en el caso de ciertos pueblos, a pesar de la licencia aparente
que les otorga la ilusión de que aún poseen estas libertades, parece ser por lo
menos tan consecuencia de su avanzada edad como de cualquier sistema en
particular. Constituye uno de los primeros síntomas de esa fase decadente de la
cual hasta ahora ninguna civilización ha escapado.
A juzgar por las lecciones del
pasado, y por los síntomas que llaman la atención desde todas partes, varias de
nuestras civilizaciones modernas ha llegado a la fase de esa extrema ancianidad
que precede a la decadencia. Parece ser inevitable que todos los pueblos pasen
por idénticas fases de existencia, desde el momento en que con tanta frecuencia
la Historia parece repetir su curso.
Es fácil anotar brevemente estas
fases comunes de la evolución de las civilizaciones y terminaré esta obra con
un resumen de ellas. Este rápido esquema quizás arroje alguna luz sobre las
causas del poder que actualmente detentan las masas.
Si examinamos en sus grandes líneas
generales la génesis de la grandeza y de la caída de las civilizaciones que
precedieron a la nuestra ¿qué vemos?
En los albores de la civilización un
enjambre de seres humanos de diversos orígenes, agrupados por el azar de las
migraciones, invasiones y conquistas. De diferente sangre y de lenguas y credos
igualmente diferentes, el único lazo común de unión entre estos hombres es la
ley de un jefe reconocida a medias. Las características psicológicas de las
masas están presentes en alto grado en estas confusas aglomeraciones. Tienen la
cohesión transitoria de las masas, su heroísmo, sus debilidades, su
impulsividad y su violencia. Nada es estable en relación a ellos. Son bárbaros.
A la larga, el tiempo hace su
trabajo. La identidad del medio, el reiterado entrecruzamiento de razas, las necesidades
de la vida en común ejercen su influencia. El ensamblaje de unidades disímiles
comienza a amalgamarse en un todo, a formar una raza; esto es, un conjunto que
posee características y sentimientos comunes a todo lo cual la heredabilidad
dará mayor y mayor firmeza. La masa se ha convertido en un pueblo y este pueblo
es capaz de emerger de su estado bárbaro. Sin embargo, emergerá por completo de
ese estado cuando, luego de largos esfuerzos, luchas necesariamente reiteradas
e innumerables recomienzos, haya adquirido un ideal. La naturaleza de este
ideal tiene poca importancia; ya sea el culto de Roma, la grandeza de Atenas, o
el triunfo de Alá, será suficiente para otorgarle a todos los individuos de la
raza en formación una perfecta unidad de sentimiento y pensamiento.
En esta etapa, puede nacer una
civilización, con sus instituciones, sus creencias y sus artes. En la
persecución de su ideal, la raza adquirirá sucesivamente las cualidades
necesarias para darle esplendor, vigor y grandeza. A veces, sin duda, seguirá
siendo una masa, pero de allí en más, bajo las características inestables y
cambiantes de las masas, se encuentra un sustrato sólido, el genio de la raza
que confina dentro de límites estrechos las transformaciones de una nación y
sustituye el papel del azar.
Después de haber ejercido su acción
creativa, el tiempo comienza su trabajo de destrucción del cual no pueden
escapar ni los dioses ni los hombres. Habiendo alcanzado cierto nivel de poder
y complejidad, una civilización cesa de crecer y, habiendo cesado de crecer,
está condenada a una rápida declinación. Ha llegado la hora de la edad
avanzada.
Esta hora siempre está marcada por el
debilitamiento del ideal que fuera el fundamento de la raza. En la medida en
que este ideal empalidece, todas las estructuras religiosas, políticas y
sociales inspiradas en él comienzan a resquebrajarse.
Con la progresiva desaparición de su
ideal, la raza pierde más y más las cualidades que le otorgaban su cohesión, su
unidad, y su fuerza. La personalidad y la inteligencia del individuo pueden
aumentar, pero al mismo tiempo el egoísmo colectivo de la raza es reemplazado
por un excesivo desarrollo del egoísmo del individuo acompañado por un
debilitamiento de su carácter y una merma de su capacidad de acción. Lo que
constituía un pueblo, una unidad, un todo, se convierte al final en una
aglomeración de individualidades carentes de cohesión, artificialmente
mantenidas juntas por un tiempo gracias a sus tradiciones e instituciones. Es
en esta etapa que los hombres, divididos por sus intereses y aspiraciones, y ya
incapaces de autogobernarse, requieren una dirección para hasta el más pequeño
de sus actos y el Estado ejerce una influencia absorbente.
Con la definitiva pérdida de su
antiguo ideal, el genio de la raza desaparece por completo; queda un mero
enjambre de individuos aislados que regresa a su estado original – el de una
masa. Sin consistencia y sin futuro, posee todas las características
transitorias de la masa. Su civilización carece ahora de estabilidad y queda a
merced de cualquier azar. El populacho es soberano y la marea de la barbarie
sube. La civilización todavía puede parecer brillante porque posee una fachada
externa, fruto del trabajo de un largo pasado, pero en realidad es un edificio
derrumbándose, con nada que lo sostenga, y destinado a caer con la primer
tormenta.
El pasar del estado de barbarie al de
la civilización en la persecución de un ideal y luego, cuando este ideal ha
perdido su virtud, declinar y morir, ése es el ciclo vital de un pueblo.
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NOTAS Y OBSERVACIONES
[1] )- Hans J. Eysenck “Decadencia y
Caída del Imperio Freudiano”, 1985 – Cap. 1 – Disponible en La Editorial
Virtual.
[2] )- Sus más sutiles consejeros,
sin embargo, tampoco entendieron mejor esta psicología. Talleyrand le escribió
que “España recibirá vuestros soldados como libertadores”. Los recibió como
bestias depredadoras. Un psicólogo familiarizado con los instintos hereditarios
de la raza española habría previsto fácilmente esta acogida.
[3] )- El autor se refiere obviamente
a 1893.
[4] )- El autor se refiere al General
Boulanger.
[5] )- Las personas que pasaron por
el sitio de París han visto numerosos ejemplos de esta credulidad de las masas.
Una vela encendida en un piso superior era vista inmediatamente como una señal
dada a los sitiadores, aún cuando resultaba evidente, después de un momento de
reflexión, que era totalmente imposible ver la vela en cuestión a una distancia
de varias millas de París.
[6] )- L'Eclair, Abril 21, 1895
[7] )- ¿Sabemos de alguna batalla
concreta exactamente cómo transcurrió? Lo dudo mucho. Sabemos quienes fueron
los vencedores y quienes los vencidos; pero probablemente esto es todo. Lo que
M. D’Harcourt ha dicho respecto de la batalla de Solferino que él presenció y
en la que estuvo personalmente involucrado, puede ser aplicado a todas las
batallas: “Los generales (informados, por supuesto, por la evidencia de cientos
de testigos) entregan sus informes oficiales; los puntillosos oficiales
modifican estos documentos y redactan una narración definitiva; el jefe del
Estado Mayor hace objeciones y lo reescribe todo sobre una nueva base. El
resultado es elevado al Mariscal quien exclama: ¡Están completamente
equivocados! y confecciona una nueva edición que sustituye a la anterior. Del
informe original apenas si queda algo.” M.D’Hancourt relata este hecho como
prueba de la imposibilidad de establecer la verdad en relación con los hechos
más patentes y mejor observados.
[8] )- Se comprende por esta razón
por qué a veces sucede que obras rechazadas por empresarios teatrales obtienen
un éxito prodigioso cuando, en virtud de un golpe de suerte, son puestas sobre
el escenario. El reciente éxito de la obra “Pour la Couronne” de Francois
Coppee es bien conocido y sin embargo, a pesar del renombre del autor, fue
rechazada durante diez años por los dueños de los principales teatros de París.
[9] )- Georges Boulanger (1837 –
1891) – General francés, ministro de guerra, líder de un efímero pero muy
influyente movimiento político autoritario que estuvo a punto de derrocar a la
Tercera República Francesa durante la década de los ’80 del Siglo XIX. (N. del
T.)
[10] )- Siendo la novedad de esta
proposición todavía considerable y siendo la historia bastante incomprensible
sin ella, dediqué cuatro capítulos a demostrarla en mi último libro “Las Leyes
Psicológicas de la Evolución de los Pueblos”. Del mismo, el lector podrá
apreciar que, a pesar de apariencias falaces, ni el lenguaje, ni la religión,
ni las artes, ni, en una palabra, elemento alguno de una civilización puede
pasar intacto de un pueblo a otro.
[11] )- Las repúblicas más avanzadas,
incluso los Estados Unidos, reconocen este hecho. La revista americana The
Forum, recientemente ha expresado manifiestamente la misma opinión en términos
que reproduzco aquí tomados del Review of Reviews, de Diciembre de 1894:
“No debería olvidarse nunca, ni por
los más ardientes enemigos de una aristocracia, que Inglaterra es en la
actualidad el país más democrático del universo; el país en el cual los
derechos del individuo son más respetados y en el cual el individuo posee la
mayor libertad.”
[12] )- Si se hiciese una comparación
de las profundas divergencias religiosas y políticas que separan a los
diferentes partidos en Francia, y que son más especialmente el resultado de
cuestiones sociales, con las tendencias separatistas que se manifestaron por la
época de la Revolución y que comenzaron a mostrarse otra vez hacia el fin de la
guerra franco-prusiana, se vería que las razas representadas en Francia se
encuentran lejos de haberse amalgamado por completo. La vigorosa centralización
de la Revolución y la creación de departamentos artificiales destinada a
producir la fusión de antiguas provincias fue ciertamente su obra más útil. Si
fuese posible lograr esa descentralización que hoy preocupa a mentes carentes
de previsión, el logro rápidamente tendría por consecuencia los más
sanguinarios desórdenes. El no ver este hecho implica dejar de considerar la
totalidad de la historia de Francia.
[13] )- Este fenómeno, además, no es
peculiar de los pueblos latinos. Se observa igualmente en China que también es
un país en manos de una sólida jerarquía de mandarines o funcionarios y dónde,
como en Francia, se obtiene un puesto por medio de exámenes competitivos en los
cuales la única prueba es la recitación imperturbable de gruesos manuales. El
ejército de personas educadas sin empleo se considera actualmente en China como
una verdadera calamidad nacional. Es lo mismo en la India en dónde, desde que
los ingleses han abierto escuelas, no con propósitos educativos como en la
propia Inglaterra, sino para proveer instrucción a los habitantes indígenas, se
ha formado una clase especial de personas educadas, los Baboos, quienes –
cuando no consiguen trabajo – se vuelven por regla general enemigos
irreconciliables de los ingleses. En el caso de todos los Baboos, ya sea
provistos de empleo o no, el primer efecto de su instrucción ha sido el de
bajar su nivel de moralidad. Este es un hecho sobre el cual he insistido
extensamente en mi libro “La Civilización en la India” – y es un hecho que
también ha sido observado por todos los demás autores que han visitado aquella
gran península.
[14] )- Taine, “Le Regime Moderne” –
Vol. II – 1894. – Estas páginas están entre las últimas que Taine escribió.
Resumen admirablemente los resultados de la larga experiencia del filósofo. Por
desgracia, en mi opinión resultan totalmente incomprensibles para esos
profesores universitarios que no han vivido en el extranjero. La educación es
el único medio a nuestra disposición para influir en alguna medida sobre la
mente de una nación y es profundamente triste tener que pensar que apenas si
hay alguien en Francia que puede llegar a comprender que nuestro actual sistema
de enseñanza es grave causa de una rápida decadencia, siendo que, en lugar de
elevar a nuestra juventud, la rebaja y la pervierte.
[15] )- En mi libro “Las Leyes de la
Evolución Psicológica de los Pueblos” insistí en detalle sobre las diferencias
que distinguen el ideal democrático latino del ideal democrático anglosajón.
Independientemente y como resultado de sus viajes, M. Paul Bourguet, en su
bastante reciente libro “Outre-Mer” ha llegado a conclusiones casi idénticas a
las mías.
[16] )- Daniel Lesueur
[17] )- La opinión de la masa fue
formada en este caso por esas asociaciones rudimentarias de cosas disímiles
cuyo mecanismo ya he explicado anteriormente. Para la guardia nacional francesa
de ese período, compuesta por pacíficos comerciantes, completamente carentes de
disciplina y bastante incapaces de ser tomados en serio, cualquier cosa que
tuviese un nombre similar evocaba la misma concepción y, consecuentemente,
terminaba siendo considerada inofensiva. El error de la masa fue compartido en
aquél tiempo por sus líderes, como sucede tan frecuentemente en relación con
opiniones que tienen que ver con generalizaciones. En un discurso pronunciado
en la Cámara el 31 de Diciembre e 1867 y citado en un libro por M. E. Ollivier
que ha aparecido recientemente, un estadista que con frecuencia siguió la
opinión de la masa pero que nunca se le adelantó – me refiero a M. Thiers –
declaró que Prusia sólo poseía una guardia nacional, análoga a la de Francia y
consecuentemente sin importancia, en adición a un ejército regular
aproximadamente igual al ejército regular francés. Fue una afirmación casi
igual de certera como las predicciones del mismo estadista referidas al
insignificante futuro de los ferrocarriles.
[18] )- Mis primeras observaciones
relacionadas con el arte de impresionar multitudes y referidas a la escasa
ayuda que puede derivarse en este sentido de las reglas de la lógica se
remontan al sitio de Paris y al día en que vi como era conducido al Louvre,
dónde residía entonces el gobierno, al Mariscal V---- a quien una muchedumbre
furiosa supuestamente había sorprendido en el acto de robar los planos de las
fortificaciones para vendérselos a los prusianos. Un miembro del Parlamento (G.
P--), muy célebre por su retórica, salió a hablarle a la masa. Yo había
esperado que el orador señalaría que el Mariscal acusado era positivamente uno
de los que habían construido las fortificaciones cuyos planos, para más datos,
se hallaban a la venta en todas las librerías. Para mi inmenso asombro – era
muy joven en aquél tiempo – el discurso fue sobre lineamientos bastante
diferentes. “Se hará justicia” – exclamó el orador avanzando hacia el
prisionero – “y será una justicia sin misericordia. Dejen que el Gobierno de la
Defensa Nacional termine vuestra investigación. Mientras tanto, mantendremos al
prisionero bajo custodia”. Calmada inmediatamente por esta aparente concesión,
la masa se disolvió y un cuarto de hora después el Mariscal pudo regresar a su
casa. Lo hubieran hecho pedazos inevitablemente si el orador le hubiese
ofrecido a la masa furiosa los argumentos lógicos que mi extrema juventud me
inducía a considerar como muy convincentes.
[19] )- Gustave Le Bon, “L’Homme et
les Societes” (El Hombre y las Sociedades) 1881 – Vol II pág. 116.
[20] )- La influencia de títulos,
decoraciones y uniformes sobre las masas se puede rastrear en todos los países,
incluso en aquellos en los que el sentimiento de la independencia personal está
más fuertemente desarrollada. En relación a esto, cito un curioso pasaje de un
reciente libro de viajes, respecto del prestigio que gozan en Inglaterra los
personajes importantes.
“He observado bajo circunstancias
variadas la peculiar suerte de intoxicación que se produce en los ingleses más
razonables ante el contacto o la vista de un “peer” inglés.
“Siempre y cuando su fortuna le
permita mantener su rango, está seguro de su afecto de antemano y puestos en
contacto con él se muestran tan encantados como para hacer cualquier cosa que
esté a su alcance. Puede vérselos enrojecer de placer cuando se acerca y, si
les habla, su gozo reprimido aumenta su rubor ocasionando que sus ojos
resplandezcan con inusual brillo. El respeto por la nobleza está en sus
sangres, por decirlo así, al igual que entre los españoles el amor a la danza,
entre los alemanes el amor a la música y entre los franceses el gusto por las
revoluciones. Su pasión por los caballos y por Shakespeare es menos violenta.
La satisfacción y el orgullo que obtienen de estas fuentes es menos una parte
integral de su ser. Hay una considerable venta de libros que tratan sobre los
“peers” y vaya uno adónde vaya se los encuentra, como la Biblia, en todas las
manos.”
[21] )- Profundamente consciente de
su prestigio, Napoleón tenía en claro que lo aumentaba tratando a los grandes
personajes que lo rodeaban de un modo casi peor que si fuesen peones de
establo. Y eso que entre estos personajes figuraban algunos de aquellos
celebrados hombres de la Convención que habían aterrorizado a Europa. Los
chismes de la época abundan en ilustraciones de este hecho. Un día, en medio de
un Consejo de Estado, Napoleón insulta groseramente a Beugnot, tratándolo como
uno trataría a un valet mal educado. Una vez logrado el efecto, se le acerca y le
dice: “Y bien, estúpido, ¿has vuelto a encontrar tu cabeza?”. Ante lo cual
Beugnot, alto como un tambor mayor, hace una reverencia muy profunda y el
pequeño hombre alza su mano, toma al larguirucho por la oreja con un
“intoxicante signo de favor, – escribe Beugnot - el gesto familiar de un Señor
que derrama gracia”. Estos ejemplos dan una clara idea del grado de vulgar
banalidad que el prestigio puede provocar. Nos permiten comprender el inmenso
desprecio del gran déspota por las personas de su entorno – personas a las
cuales consideraba meramente como “carne de cañón”.
[22] )- Un diario austríaco, el Neue
Freie Presse de Viena, se ha dedicado al tema del destino de Lesseps con
reflexiones caracterizadas por una muy certera comprensión psicológica. Debido a
ello las reproduzco aquí:
“Después de la condena de Ferdinand
de Lesseps uno ya no tiene derecho a asombrarse del triste fin de Cristóbal
Colón. Si Ferdinad de Lesseps fue un
criminal, entonces toda noble ilusión es un crimen. La antigüedad hubiera coronado
la memoria de de Lesseps con una aureola de gloria y le habría hecho beber de
la fuente de néctar en medio del Olimpo, porque ha alterado el rostro de la
tierra y logrado obras que han hecho más perfecta a la Creación. El Presidente
de la Corte de Apelación se ha inmortalizado condenando a Ferdinand de Lesseps
porque las naciones siempre demandarán saber el nombre del hombre que no tuvo
miedo de humillar su siglo imponiéndole la capa de convicto a un anciano cuya
vida redundó en la gloria de sus contemporáneos.
“Que en el futuro no se hable más de
justicia inflexible allí en dónde reina el odio burocrático por las conquistas
audaces. Las naciones necesitan de hombres audaces que tienen fe en si mismos y
se sobreponen a todo obstáculo sin consideraciones por su seguridad personal.
Los genios no pueden ser prudentes. Por medio de la prudencia jamás se podrá
agrandar la esfera de la actividad humana.
“... Ferdinand de Lesseps conoció la
intoxicación del triunfo y la amargura de la desilusión – Suez y Panamá. En
este punto el corazón se rebela ante la moral del éxito. Cuando de Lesseps tuvo
éxito en juntar dos mares, príncipes y naciones le rindieron su homenaje. Hoy,
cuando se encuentra con el fracaso entre las rocas de las Cordilleras, no es
más que un vulgar canalla... En este resultado vemos una guerra entre las
clases de la sociedad, el descontento de los burócratas y empleados que se
toman su venganza con la ayuda del código penal sobre quienes se alzarían por
sobre sus semejantes ... Los legisladores modernos se llenan de embarazo cuando
deben enfrentarse con las elevadas ideas propias del genio humano. El público
comprende aún menos esas ideas, y es fácil para cualquier abogado haciendo de
fiscal, probar que Stanley es un asesino y que de Lesseps es un estafador.”
[23] )- Quiero decir bárbaras,
hablando en términos filosóficos. En la práctica han creado una civilización
completamente nueva y por quince siglos le han dado a la humanidad una visión
de esas regiones encantadas de sueños generosos y de esperanza que ya no
superará.
[24] )- Esto se refiere a la prensa
escrita francesa. (Nota del traductor de la versión inglesa).
[25] )- Hay páginas en los libros de
los profesores oficiales franceses de Historia que son muy curiosos desde este
punto de vista. Prueban lo poco que se desarrolla el espíritu crítico por el
sistema de educación universitaria de moda en Francia. Como ejemplo, citaré los
siguientes extractos de “Revolución Francesa” de M. Rambaud, profesor de
Historia en la Sorbona:
“La toma de la Bastilla fue un
acontecimiento culminante en la Historia, no sólo de Francia sino de toda
Europa, e inauguró una nueva época en la Historia del mundo! ”
Respecto de Robespierre, nos
enteramos con asombro que “su dictadura estuvo basada más especialmente en
opinión, persuasión y autoridad moral; fue una especie de pontificado en las
manos de un hombre virtuoso!” (págs. 91 y 220).
[26] )- Un detalle que acaso merezca
ser destacado es que la Bastilla nunca fue tomada en realidad. El Gobernador de
Launay, se rindió a los sitiadores, corriendo luego la suerte relatada por el
autor (N. del T.)
[27] )- Sea dicho de paso que esta
división de crímenes peligrosos y no peligrosos para la sociedad, que los
jurados hacen bien e instintivamente, está lejos de ser injusta. El objeto del
código penal evidentemente es el de proteger a la sociedad de los criminales
peligrosos y no el de vengarla. Por el otro lado, el código francés y, por
sobre todo, las mentes de los magistrados franceses, todavía están
profundamente imbuidos con el espíritu de venganza característico de la antigua
primitiva ley y el término de “reivindicar” (proveniente del latín vindicta, es
decir: venganza) sigue siendo diariamente utilizado. Una prueba de esta
tendencia de parte de los magistrados se encuentra en la negativa de muchos de
ellos a aplicar la Ley de Berenger que permite a una persona condenada a no
cumplir la sentencia a menos que reincida en su crimen. Sin embargo, ningún
magistrado puede ignorar, ya que el hecho está probado por las estadísticas,
que la aplicación de un castigo inflingido por la primera vez infaliblemente
conduce a un crimen subsiguiente por parte de la persona castigada. Cuando los
jueces dejan en libertad a una persona sentenciada siempre les parece que la
sociedad no ha sido vengada. En lugar de renunciar a esta venganza, prefieren
crear un peligroso y confirmado criminal.
[28] )- De hecho, la magistratura es
la única administración cuyos actos no se hallan bajo ningún control. A pesar
de todas sus revoluciones, la Francia democrática no posee ese derecho de
habeas corpus del cual Inglaterra está tan orgullosa. Hemos desterrado a todos
los tiranos, pero hemos instituido una magistratura en cada ciudad que dispone
a voluntad del honor y de la libertad de los ciudadanos. Un insignificante juez
de instrucción, recién salido de la universidad, posee el desagradable poder en
enviar caprichosamente al presidio a personas de la más considerada posición,
sobre la base de una simple suposición de culpabilidad de su parte y sin estar
obligado a justificar sus actos ante nadie. Bajo el pretexto de realizar su
investigación puede mantener a estas personas en prisión por seis meses y hasta
por un año, y liberarlas por fin sin deberles ni una indemnización ni una
disculpa. La órden de allanamiento en Francia es el exacto equivalente de la
órden de cateo, con la diferencia de que esta última, cuyo empleo le fue tan
justamente reprochado a la monarquía, sólo podía ser emitida por personas que
ocupaban una muy alta posición, mientras que la orden de allanamiento es un
instrumento que está en manos de toda una clase de ciudadanos que está muy
lejos de pasar por muy ilustrada o muy independiente.
[29] )- Los comités de cualquier
nombre, sean clubes, sindicatos, etc., representan quizás el más formidable
peligro emergente del poder de las masas. Constituyen en realidad la más
impersonal y, en consecuencia, la más opresiva forma de tiranía. Los líderes
que dirigen a los comités, siendo que se supone que hablan y actúan en nombre
de una colectividad, resultan liberados de toda responsabilidad y se encuentran
en posición de hacer lo que les place. El más salvaje tirano no se atrevió
siquiera a soñar con resoluciones como las ordenadas por los comités de la
Revolución. Barras declaró que diezmaban la Convención, cercenando sus miembros
a placer. Mientras fue capaz de hablar en su nombre, Robespierre detentó un
poder absoluto. Al momento en que este temible dictador se separó de ellos por
razones de orgullo personal, estuvo perdido. El reino de las masas es el reino
de los comités, esto es, el de los líderes de las masas. Un despotismo más
severo no puede ser imaginado.
[30] )- La siguiente reflexión de un
parlamentario inglés de larga experiencia es, sin duda, aplicable a estas
opiniones prefijadas de antemano y convertidas en inalterables por necesidades
electorales: “Durante los cincuenta años que estuve sentado en Westminster, he
escuchado miles de discursos; pero muy pocos de ellos consiguieron hacerme
cambiar de opinión y ni uno solo consiguió cambiar mi voto.”
[31] )- El autor se refiere a
Clemenceau (N. del T.)
[32] )- En su ejemplar del 6 de Abril
de 1895, el Economiste publicó una curiosa reseña de las cifras a las que se
puede llegar por gastos ocasionados puramente por consideraciones electorales;
específicamente con la construcción de vías férreas. Para poner a Langayes (un
pueblo de 3.000 habitantes, ubicado sobre una montaña) en comunicación con Puy,
se vota un ferrocarril que costará 15 millones de francos. Siete millones se
gastarán para comunicar Beaumont (3.500 habitantes) con Caste-Sarrazin; 7
millones para comunicar Oust (un villorrio de 523 habitantes) con Seix (1.200
habitantes); 6 millones para poner a Prade en comunicación con la comunidad de
Olette (747 habitantes), etc. Tan sólo en 1895, se votaron unos 90 millones de
francos para ferrocarriles de utilidad exclusivamente local.
Hay otro gasto no menos importante
que también obedece a consideraciones electorales. La ley que instituye
pensiones para los obreros pronto implicará una erogación anual mínima de 165
millones, de acuerdo con el Ministro de Finanzas y de 800 millones de acuerdo
con el académico M. Leroy-Beaulieu. Es evidente que el continuo crecimiento de
los gastos de este tipo tiene que terminar en bancarrota. Muchos países
europeos – Portugal, Grecia, España, Turquía – ya han llegado a esta situación
o otros, tales como Italia, pronto se verán reducidos al mismo extremo. Sin
embargo, no hay que alarmarse demasiado ante este estado de cosas ya que el
público ha progresivamente consentido en una reducción de 80% del valor de los
papeles públicos de estos gobiernos. La bancarrota, bajo estas ingeniosas
condiciones, se pueden equilibrar presupuestos difíciles de balancear en forma
instantánea. Además, las guerras, el socialismo y los conflictos económicos nos
aseguran una profusión de otras catástrofes en este período de desintegración
universal por el que estamos atravesando y será necesario resignarse a vivir al
día, sin demasiadas preocupaciones por un futuro que no podemos controlar.
Sedena:
EL MANUAL DE LA REPRESIÓN
Gilberto
López y Rivas
La
Jornada
Antes
de que los legisladores de ultraderecha equipararan en las recientes reformas
al Código Penal la lucha social con el terrorismo, con base en sus intereses de
clase y sus inclinaciones imperialistas, la sección segunda (Inteligencia
Militar) del Estado Mayor de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena), en
el Manual de disturbios civiles publicado en octubre de 1991, había clasificado a los movimientos de oposición y protesta
social como "grupos antagónicos o elementos subversivos que
aprovechando la situación imperante lleven a cabo acciones de proselitismo en
su favor, con el fin de provocar desorden y desestabilización del gobierno
legalmente constituido".
En
dicho manual, elaborado según la Sedena "en virtud de que el país
atraviesa problemas internos y externos originados por desequilibrios en los
campos político, económico y social, así como por posibles alteraciones del
orden que se llegaran a suceder en los diferentes sectores de la
población", los militares definen el término disturbio
civil como "aplicable a todos los tipos de desórdenes y emergencias
civiles que ocurran en territorio nacional generando violencia ilegal por parte
de gente civil, como resultado de protestas por diversos motivos, instigación
de grupos subversivos nacionales o extranjeros (...) que producen alteraciones
en el orden público, desorganizando los procesos normales del gobierno y ponen
en peligro la vida y la propiedad".
La
Sedena considera que "un motín lo cometen quienes para hacer uso de un
derecho o pretextando su ejercicio o para evitar el cumplimiento de una ley, se
reúnan tumultuariamente y perturben el orden público, con empleo de violencia
en las personas o sobre las cosas y amenazan a la autoridad para intimidarla u
obligarla a tomar alguna determinación". (¡Cualquier semejanza con las
reformas últimas al Código Penal es pura coincidencia!) Los teóricos de la
Sedena continúan precisando el motín como un "desorden en el cual
participan indirectamente numerosas personas, utilizadas en algunos casos para
dar fuerza a un movimiento subversivo, ajenas al motín, tales como curiosos y
ociosos (sic), creando con ello mártires para obligar al gobierno a utilizar
fuerzas policiacas o militares para enfrentar el problema, intervención que
después será interpretada como 'fuerza de represión del pueblo' y con lo que
aumentará el descontento de las masas atrayendo partidarios al movimiento
antagónico, haciendo creer a la opinión pública que debe estar del lado de los
débiles".
El
manual establece que "los tipos de armas y municiones que necesitan las
tropas para restablecer la ley y el orden durante un disturbio civil serán en
principio con las que están dotadas orgánicamente -esto es, ¡todas!-, sin
embargo, dependiendo de la situación y para misiones especificas, las unidades
pueden ser dotadas de armamento especial: escopetas, lanzagranadas químicas,
granadas químicas de mano, fusiles de precisión, etcétera". Los estrategas
militares también recomiendan el uso de "unidades blindadas para misiones
especiales o bien para causar efectos sicológicos (las tanquetas en la
represión de 1968); en ocasiones y de acuerdo con la situación que se viva se
pueden utilizar otro tipo de unidades, como tropas especiales, paracaidistas,
etcétera. El blindaje de cualquier tipo normalmente actuará en refuerzo de las
unidades de las otras armas, buscando que jamás se deje de proporcionar
protección cercana al vehículo blindado, que sería fácil presa de la
muchedumbre (sic) al ser abordado, permitiendo que fueran arrojados artefactos
explosivos o incendiarios en su interior, teniendo siempre presente su
principal característica y modo de acción, que es el poder aplastante por el
uso de su masa".
Al desarrollar
operaciones en un disturbio civil, "el comandante militar puede emplear
las siguientes medidas:
A)
Demostración de fuerza.
B)
Uso de agentes químicos.
C)
Fuego de tiradores seleccionados.
D)
Empleo de parte del volumen y potencia de fuego".
Se
recomienda también detener "a los individuos que figuran como cabecillas o
a otros que traten de incitar al tumulto a cometer actos ilegales, teniendo
cuidado al efectuar estas detenciones de hacerlo con la mayor discreción
posible para no alterar al tumulto (sic) y dar otro motivo para que cometa
actos adicionales de violencia".
El
manual de la represión va a los detalles: "Las bayonetas son eficaces
cuando se usan contra amotinados que tienen facilidad para retirarse"
-entonces, ¿por que se usaron en Tlaltelolco, donde no había
"facilidades" para un "retiro"?-. "Cuando se requiere
fuego de armas de pequeño calibre, se instruye a las tropas para que apunten a
baja altura: en ninguna circunstancia deben hacerse disparos alocados contra un
grupo desde el cual ha disparado un amotinado; no se utilizarán cartuchos de
salva contra el tumulto y no se dispararan ráfagas de armas automáticas por
encima de las cabezas de los amotinados (...) se colocan tiradores selectos en
posiciones ventajosas desde las que tengan buenos campos de tiro -¿como las
azoteas de los edificios de Tlaltelolco?-. Los disparos al aire no es
procedimiento adecuado ni serio para los elementos del Ejército, la serenidad
ha de ser absoluta". Nada se deja a la imaginación: "Las barricadas
que establecen los amotinados se atacan de ser posible desde los flancos o bien
desde las alturas. Siempre que sea práctico se emplearán mangueras contra
incendios o agentes químicos, cuando fracasan los métodos arriba mencionados,
las barricadas pueden ser removidas mediante la utilización de vehículos
blindados, artillería o granadas".
Si
esta era la mentalidad de los militares en 1991, ¿cuál será la de las fuerzas
armadas de un gobierno espurio como el de Felipe Calderón?
MMMMMMMMMMMMMMMMM
MANUAL DE LOS DISTURBIOS PARA LA DESOBEDIENCIA CIVIL
Barricadas
Con Conciencia - [21.12.04 - 14:19]
Este
documento, abierto a ser debatido y mejorado, pretende servir de guía elemental
para activistas de izquierda dispuestos a defender la libertad de expresión,
manifestación y rebelión.
”Si
destrozamos todo entenderán que estamos nerviosos y que queremos que las cosas
cambien ya. Si hablamos amablemente los poderosos se burlarán de nosotros... no
tenemos ningún medio de expresión, ahora esta es nuestra forma de hacer correr
el mensaje”.
[Declaraciones
de un casseur tras los enfrentamientos
con la policía en una manifestación por el derecho a la educación, París
octubre 1998]
La
capucha es nuestra amiga.
En
las manifestaciones la policía suele utilizar cámaras de vídeo y de fotos.
Graban las acciones de los activistas para reconocerlos y así tener ”pruebas”
que les imputen en un futuro juicio. Otras veces directamente graban a un
bloque de manifestantes de una organización determinada como forma de control y
recogida de información. También pueden servir como prueba las imágenes
captadas por los periodistas de la prensa. Un pañuelo o una bufanda obstaculiza
este accionar de la policía. Una braga militar también sirve, pero no es una
prenda tan “común” y si la policía te detuviera durante una manifestación o
tras ella, no dudaría en acusarte de
”tirapiedras”. Asimismo, en estos casos es aconsejable no llevar demasiadas ”pintas”,
es decir, que por la estética se intente pasar por ”ciudadanos corrientes”.
Los
medios de comunicación del poder criminalizan la capucha justamente por su alta
efectividad antirrepresiva.
Protección
legal.
En
algunas manifestaciones, los convocantes disponen de una ”comisión legal”. Esta
comisión la componen uno o varios abogados vinculados a la organización. En
caso de que los organizadores repartan octavillas con los teléfonos de estos
abogados, no dudes en coger una. En cualquier caso lo más recomendable es
apuntarse el teléfono en el brazo u otro lugar del cuerpo por si la policía te
cachea y te quita lo que lleves encima o lo pierdas.
Estos
abogados estarán atentos al teléfono por si hay detenidos. Para las
manifestaciones en las que no hay ”comisión legal”, y sobre todo en general
para la gente joven, lo recomendable es estar activo en alguna organización
política que tenga contacto con abogados (además de que la lucha
anticapitalista, cuanto mejor organizada, más efectiva). Si te detienen, lo
primero que debes intentar es ponerte en contacto con un abogado para que desde
fuera se sepa que has sido detenido y se pueda empezar a trabajar por tu
liberación.
La
estrategia policial.
Una
vez que los antidisturbios tienen orden de cargar, en ocasiones la línea
policial se abalanza a golpes sobre los manifestantes desde un solo lado; a
veces desde varios a la vez para provocar el pánico. Si la manifestación es
masiva, pueden utilizar varias líneas para “dividir el bloque en partes”. Otras
veces simplemente sacuden sus escudos con sus porras mientras avanzan
lentamente.
Todo
depende de la estrategia represiva que tengan. En la mayoría de los casos lo
que buscan es la ”dispersión”, es decir, que la gente corra presa del miedo y
se disgregue.
Aquí
es importante mantener la calma y llamar a la calma (por ejemplo, con los
brazos levantados) a la gente que tengamos a nuestro alrededor. Si observamos
que la distancia entre los antidisturbios y los manifestantes es prudente,
llamar a la calma hace que la gente se tranquilice y tome conciencia de que su
situación inmediata no corre peligro, pues es normal que en momentos de pánico
se tienda a correr sin detenerse a mirar atrás aunque la policía esté aún a
mucha distancia. La comunicación y cooperación en esos momentos es muy
importante. También se ha de tener en cuenta que los antidisturbios son más
lentos que nosotros, por su vestuario y equipamiento.
Cuánto
más tiempo aguantemos si ceder terreno a la policía, más cuotas de libertad
estaremos expropiando al estado; tengamos en cuenta que las cargas policiales
no suponen otra cosa que un intento de coartar nuestra libertad de expresión.
Lo que expresamos en las manifestaciones, la acumulación de fuerzas que supone,
y el mensaje que con ellas se quiere transmitir, se ven abortados salvajemente
por la represión policial. Los enfrentamientos callejeros no son sino una respuesta
enfurecida a esta represión y una defensa firme de nuestra libertad de
expresión.
Cómo
frenar el avance policial.
Una
vez iniciados los enfrentamientos, para aguantar la posición los diferentes
grupos de manifestantes pueden utilizar varios métodos:
-
Lanzamiento de objetos. Piedras, adoquines o escombros (sobre todo las grandes
ciudades están llenas de obras. Buscad un contenedor de escombros).
-
Botellas. Es muy efectivo volcar los contenedores de botellas. Uno de ellos
proporciona ”munición” a decenas de manifestantes durante aproximadamente un
cuarto de hora.
-
Cócteles Molotov. Lo más fácil es utilizar una botella de cristal de medio
litro, llenar tres cuartas partes con gasolina, cerrar bien la botella y atar
una tira de trapo en el cuello del recipiente. Llevar a mano una pequeña
botella sólo con gasolina. Segundos antes de lanzar el molotov, mojar el trapo
con la gasolina y encenderlo con un mechero. Puede impresionar la llamarada del
trapo, pero si cogemos la botella con cuidado no nos quemaremos. Se puede usar
un guante para minimizar las posibilidades de accidente. Al lanzar la botella,
se romperá el cristal y la gasolina hará contacto con el fuego del trapo,
causando una explosión de un radio de un metro y medio a 2 metros,
aproximadamente.
-
Bloqueo de calles. Esto es efectivo sobre todo para obstaculizar el avance de
los furgones policiales. Puede servir cualquier cosa, cubos de basura,
papeleras, vallas de obras, etc. Pero tengamos en cuenta que un furgón policial
puede abrirse paso ante una barricada compuesta por estos materiales
”livianos”, si se lo propone. Por eso, lo más efectivo para este caso es cruzar
coches: entre varios manifestantes (mínimo 4 ó 5), agarrar el coche por uno de
los extremos (la parte delantera o trasera), contar ”uno, dos y tres” y
levantar. En cuatro o cinco veces que se repita este proceso el coche habrá
quedado en medio de una calle. Esto ralentiza el avance de los furgones de
antidisturbios y da tiempo a los manifestantes para pensar y reorganizarse.
-
Quema de vehículos. Esto se realiza para retrasar aún más el avance de la
policía, si bien nosotros sólo lo recomendamos en casos de extremo peligro para
los activistas. La destrucción de un coche puede afectar a personas
(propietarios de estos) que se encuentran en la misma condición de opresión que
nosotros y ese no es el objetivo. El objetivo es contrarrestar la represión
policial. En casos en que la integridad física de los activistas esté en sumo
peligro (momentos de violencia policial salvaje u operaciones represivas a gran
escala, como las desatadas en las cumbres antiglobalización) entonces sí
estaría legitimado. Por supuesto, van mucho antes las personas que las cosas.
Tengamos
en cuenta que no siempre es necesario utilizar un coche para este tipo de
acción incendiaria; también se pueden buscar elementos alternativos, como cubos
de basura o materiales de un contenedor (muebles viejos, tablas, etc).
-
Descentralizar la acción. Otra de nuestras bazas es crear diferentes focos
autónomos de resistencia, desbordando el esquema represivo de los
antidisturbios. Si nos movemos a menudo en grupos pequeños a los helicópteros
policiales les cuesta más localizar los puntos ”calientes”, lo que entorpece la
comunicación y coordinación de los agentes a pie. Esto nos da un tiempo valioso
para actuar.
-
Esquivar a la policía, atacar las estructuras capitalistas. En ocasiones en que
la represión policial es especialmente dura e indiscriminada, conviene cambiar
la táctica del enfrentamiento: en vez de atacar a las unidades policiales,
atacamos las estructuras capitalistas más destacadas, como por ejemplo
sucursales bancarias o comercios pertenecientes a grandes empresas (Telefónica,
McDonalds, ETTs, etc).
Un
ejemplo de esto es lo que ocurrió durante la manifestación contra el Día de la
Hispanidad en Barcelona (12 de octubre 2002), donde la policía fue totalmente
desbordada. Tras las cargas policiales los antifascistas se dividían en grupos
pequeños, se disolvían por calles aledañas cruzando coches y contenedores para
frenar el avance de los antidisturbios, y se volvían a reunir poco después en
una de las calles céntricas. Entonces disponían de varios minutos para atacar
ferozmente estructuras capitalistas mientras los antidisturbios se
reorganizaban y trataban de llegar hasta los activistas. La estrategia se
cambió: en vez de atacar a la policía se les bloqueó, mientras los atacaban
sedes del capital. Nuevamente el precio que pagó el poder por reprimir una
manifestación legítima fue alto.
Subrayamos
la necesidad de cuidar mucho el no atacar al pequeño comercio. Lo que
expresamos con este tipo de enfrentamiento debe llegar con claridad a la
población y despertar su simpatía en lo posible.
La
empresas de comunicación llaman a las sucursales bancarias ”símbolos”, si bien
son más que eso. El capitalismo no se desarrolla y fortalece por arte de magia;
el orden establecido tiene unos espacios físicos de funcionamiento, sin ellos,
no podrían hacer partícipes a los ciudadanos de su enriquecimiento. Si los
atacamos, no estamos haciendo desaparecer el capitalismo (eso es obvio), sin
embargo estos espacios se ven afectados y retrasamos la actividad económica.
Una hora o un día de retraso, es dinero que las empresas pierden.
La
policía desaloja casas ocupadas no porque sean ”símbolos”, sino porque forman
parte de la estructura del movimiento anticapitalista. Y de la misma forma que
tras un desalojo se puede producir otra ocupación, tras un ataque a una
sucursal bancaria, ésta es arreglada poco después con dinero (algo que a los
capitalistas les sobra gracias a que disponen de todos estos espacios). En este
caso, el objetivo es afectar todo lo posible la actividad económica como
protesta por la represión, así como visibilizar quiénes son los responsables y
los beneficiarios de esta economía capitalista de explotación y muerte.
Aviso:
Este
manual no pretende anteponer la acción violenta al trabajo de base, pacífico,
local, cotidiano. Es sencillamente un instrumento de lucha, un medio, una
herramienta. Barricadas sí, pero con conciencia y enmarcadas en un proyecto de
transformación a largo plazo que priorice la construcción de tejido social
autónomo y rebelde.
Elaborado
por: Laboratorio de Desobediencia “Barricadas Con Conciencia” (estado español)
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